La adolescencia es la era de lo monstruoso. Los cambios entran en modo crucero y el cuerpo deja de parecerse al que fue; la carrera hacia la adultez viene acompañada de turbulencias emocionales, ninguna certeza, dolores físicos, excesos y juegos con el límite, timidez paralizante y, sobre todo, el aprendizaje brutal de la sexualidad. El cuerpo huele, hiede, sangra, se erecta, se descontrola, lo resiste todo y soporta casi nada. Es el momento quizá más profundo de la vida, cuando es todo futuro, incertidumbre y atrevimiento. Julia Armfield, que nació en Londres en 1990, había dejado poco tiempo atrás la adolescencia cuando publicó Salt Slow, su debut como cuentista, en 2019. La edición local de Sigilo, en traducción impecable de Marcelo Cohen, elige como título el de otro cuento, El gran despertar, que ganó el prestigioso premio White Review como mejor relato corto en 2018. Es una buena elección no sólo porque ambos cuentos son los mejores de la colección sino porque comparten la sensación de lento y angustiante apocalipsis que permea la ficción de Armfield.

La mayoría de los cuentos son sobre la adolescencia y la primera juventud como estado de transformación. Son cuentos fantásticos, además; reseñistas prestigiosos como M. John Harrison admiraron cómo Armfield mezcla la mitología con la “observación clínica de lo contemporáneo” y esto es así especialmente en los relatos de metamorfosis como “Mantis” o “Primariamente Salvaje”. En “Mantis” se anuncia ya desde el título que esa chica que va a una escuela católica y en apariencia sufre de una horrible enfermedad en la piel en realidad está cambiando de forma y de especie; en “Primariamente salvaje”, otra joven de secundaria que, después del divorcio de los padres, recibe a su madrastra acompañada de una loba cachorra, expresa toda su incomodidad ante la nueva situación con los clásicos andar mugrienta y pelear en el colegio, pero de a poco está claro que la compañía del animal salvaje –que es tan encantador como agresivo-- le está contagiando la ferocidad al punto que, como apunta Harrison, no sabemos si Helen, la loba, es un animal o representa a la chica.

En los cuentos de El Gran Despertar no hay una instalación lenta o enrarecida de lo extraño, no hay una realidad que se rasga paso a paso hasta mostrar lo que hay del otro lado. Los relatos suelen empezar con ese mundo deforme en plena acción y sus protagonistas acostumbrados a él, o pasivos, o atrapados por una particular aceptación. No hay resistencia sino reconocimiento. Por eso muchos de los cuentos tienen un fondo de tristeza, no por la pérdida de la normalidad, sino por cierta incapacidad de asombro o de intensidad. No hay rabia sino sobreadaptación. Salvo, quizá, en la fábula rockera “Pon tapones en los oídos a tus mujeres”: una banda de rock integrada por chicas (¿son humanas? Mejor llamarlas “entidades femeninas”) tiene fans que exceden el común delirio y el movimiento de horda para convertirse en algo más primario y más peligroso, mujeres en éxtasis por la música y los excesos como las que seguían al dios Dioniso. “La aterciopelada furia de sus boquitas, el pelo arrancado de las sienes. Una hinchada luna de mujer lobo. Camisetas anaranjadas con el ruedo deshilachado, jirones, harapos”; así describe Armfield a las chicas envueltas en la pasión devocional, esa que se repite sin cesar y siempre deja pasmados a los adultos: “¿por qué hacen cola tres días fuera de un estadio?” se preguntan cada vez que tocan Lady Gaga o Louis Tomlison como si ellos no lo hubieran hecho o sentido o visto antes, como si ese rito de pasaje o de iniciación fuera olvidado. Armfield captura ese momento: la perplejidad amnésica ante un ritual que quizá exija la desmemoria para resultar efectivo.

“Cassandra después” es un cuento de amor y zombies o mejor dicho, de una zombie, la novia muerta que regresa. Pero la joven viuda ni siquiera tiene miedo cuando la ve en la puerta de su casa: es esa aceptación de lo imposible que vuelve a estos cuentos tan melancólicos. “Ella estaba en el umbral vestida como la habían enterrado; me dio una palmadita en la barbilla, como solía hacer, y me dijo que parecía llevar días sin dormir. Es malo para la piel, mi amor. Deja de beber café”. Armfield, doctora en arte y literatura victorianos por la Universidad Royal Holloway hizo su tesis sobre “Dientes, pelo y uñas en la imaginación victoriana” e insiste en que sus cuentos no son de horror. “Mi mayor preocupación es el cuerpo”, decía en una entrevista con The Guardian, “y las maneras en que nos contienen y traicionan. Y definitivamente son historias sobre mujeres”. Mujeres queer, muchas de ellas, algo que Armfield también admite como búsqueda: “El personaje queer ha sido tradicionalmente codificado y designado como monstruoso. Y creo que intento reclamar a ese monstruo, hay libertad en el monstruo como norma y no como otro”.

Así es: lo monstruoso es lo esperable en estos relatos. Pero ese cambio viene, como cualquier metamorfosis, con el fin de lo precedente; y ese paso hacia lo nuevo es doloroso. “El gran despertar” es un relato sobre el fin del mundo como lo conocemos. El Sueño abandona a las personas, sobre todo en las ciudades. No “los sueños” sino el acto de dormir: el mundo cae en un estado de permanente vigilia. “Se lo definía más como fenómeno que como desastre”, escribe Armfield. “Una publicación médica lo caracterizó como una suerte de amputación: el estado de sueño era extirpado del cuerpo”. La mutilación se materializa en diferentes “Sueños” que andan deambulando por ahí o se quedan en las casas de los no durmientes. No son agresivos; pueden ser un poco celosos. Ciertas personas, por motivos desconocidos, conservan el sueño; eso le ocurre a Leonie, la vecina de la narradora, quien se enamora de forma tierna y soñolienta de la chica despierta que escribe para un diario consejos para durmientes e insomnes. El otro fin del mundo, el de “Lenta sal”, es mucho menos apacible y quizá se trate del único relato en el que los protagonistas no están resignados. Son dos, una pareja; el mundo, al menos el que ellos conocen, ha sufrido una inundación al estilo de El mundo sumergido de J.G. Ballard, pero sin ninguna intención de ciencia ficción o explicación técnica. Ha sucedido: ella, en el bote donde se muere de hambre con su pareja, recuerda los primeros meses del amor, un aborto, la ciudad. Ambos enumeran qué extrañan del mundo perdido: “Yo extraño el chocolate. Yo extraño mi secador de pelo. El pollo asado. Los diarios. El dinero en billetes. Los audiolibros. La fruta fresca. El ruidito de las cartas que llegan. Correr a la mañana. Comer despacio. Los cafés. Las arvejas congeladas. Los planes para las vacaciones. La luz eléctrica. Los perros. El papel de envolver. Verte como solías ser”. 

Aquella vida que ya no está y la imposibilidad de recuperarla se mezcla con el hijo perdido y quizá el hijo por nacer, que vendrá a este nuevo mundo de hambre y agua y desamparo. Es posible encajar estos cuentos en la agotadora categoría de realismo fantástico feminista pero, en verdad, se trata de relatos escritos con enorme convicción y elegancia en un debut que, a pesar de ciertos altibajos, delata una ternura que nunca se pelea con el humor ni con la inteligencia.