“Cuando termino de pronunciar futuro la primera sílaba ya está en el pasado”, escribía la nobel polaca de literatura, Wislawa Szymborska. La frase alude al paso del tiempo, pero también describe la fragilidad quebradiza de todo proyecto. En estos meses de tiempo perplejo y fracturado no hemos dejado de escuchar ese pasado sereno que alumbra el vértigo del presente.

Como distópicos flautistas de Hamelín, desplegando hecatombes, emboscadas, falsas promesas, descubrimos los aspectos sociales que aparecen formateados por ese proceso de racionalización que reproduce el modelo de cosificación y deshumanización de un fútbol cautivo.

En ocasiones el fútbol te habla desde el hígado, y en más de una oportunidad desde los genitales. Hace unos días doce equipos europeos sacaron los “tanques” a la calle en un intento por robarse el negocio telúrico futbolístico de la posmodernidad: la Champions League. Buscaban un acuerdo perfecto con el mundo a cambio de que su inmenso ruido se comiera nuestro silencio. Se abocaron a “disolver el pueblo, y crear uno nuevo”, diría Brecht.

Los deseos esclavizan. Hay gente que quiere un romance a lo Romeo y Julieta sin saber que fue una relación de tres días y seis muertos. En pocas horas diez equipos se bajaron de los “tanques”, y hoy sabemos que este romance “shakesperiano” a los pies de las bayonetas se desvaneció en un idilio de verano. La antigua competición europea está a punto de reanudarse, y en la lejanía sobreviven las escaramuzas sórdidas de amontonada e imperfecta humanidad.

Con la ira contenida en el esófago los oligarcas excluyentes de metafísica irrealidad fabricaron una competición para cuatro amigos, un fútbol “precocinado”, cautivo, privatizador. Un proyecto semejante a los finales años del Sacro Imperio Romano, un espectro que subsistía mientras el poder se ejercía desde otro lado.

De tantas renuncias a veces nos sentimos exiliados. Nos quedamos a oscuras, tanto como para sentirnos ciegos. Elegir entre la FIFA y el rosario de jerarcas de la ya extinta Superliga es para desnudar la anécdota del asno del filósofo de Buridán que ante dos fajos de heno igualmente apetitosos murió de hambre porque no pudo descubrir razón alguna para preferir un fajo que otro.

Personajes intensos, bien configurados, de apariencia épica, glamorosos, pero que encierran un optimismo trágico, de mosqueteros de barrios, de presuntos piratas con parche en el ojo y balas de cañón atadas al tobillo.

En la capacidad de este deporte por enredar, retorcer, desenredar y volver a torcer, Florentino Pérez, se ha quedado solo. El máximo dirigente del Real Madrid recuerda la experiencia del francés Joseph Guillotin, inventor de la guillotina, que terminó con su cabeza rodando por el patíbulo.

El fútbol oligárquico recrea acuarelas de plasticidad evanescentes en las aguas revueltas de un mercado inducido por un fútbol neurótico que tiende a sublimar el “yo” desde una sórdida flexibilización de la ética. Es imprescindible deshumanizar un fútbol que debe ser degradado sin culpa para “mercadearlo” como fenómeno de consumo.

Descubrimos en las antiguas historias el placer extraño de lo conocido. El fútbol viejo de ayer ha desaparecido. Se ha ido entre orfandades y ausencias repentinas. Somos un racimo de vidas corrientes con sus afanes menudos, con sus fulgores cotidianos, con esa invisible placidez que tanto añoramos cuando nos la arrebata una tragedia. Recordamos lo que ya sabíamos: que hay otras vidas, que hay otros mundos, que son más discretos, más bellos, más importantes que la ideología con propósito de libre mercado.

El neoliberalismo depredador continúa su epopeya triste de continuar haciéndose rico, inmune; y este mundo descarnado, por donde caminamos, concediéndole el deseo.

(*) Ex jugador de Vélez, y campeón Mundial Tokio 1979.