¿Qué pueden tener en común un premio Nobel de Literatura y un joven escritor que recién comienza a materializar sus primeras obras? ¿Dedicarse a escribir ficción es una profesión, un oficio, o se trata simplemente de un destino como cualquier otro? ¿Para quién se escribe? ¿Para qué? ¿Existe un lector ideal a quien está destinado lo que se escribe? Son apenas algunos de los temas que aborda Café literario, la pulsión de escribir de Verónica Abdala, donde reúne pasajes decisivos de casi cuarenta autoras y autores que ha entrevistado en diferentes medios gráficos a lo largo de su extensa carrera como periodista cultural. Entre los entrevistados, que Tomás Gorostiaga ilustra con en sutiles retratos hechos en tinta de café, se incluyen José Saramago, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Héctor Tizón, Liliana Heker, Samanta Schweblin, Andrés Rivera, Guillermo Martínez y Leila Guerriero, entre otros. “Los típicos libros de entrevistas suelen ser transcripciones de diálogos que muchas veces surgen en el marco de una coyuntura, como puede ser la aparición del título de un autor. Pero esto es otra cosa: se pensó desde un comienzo como un rescate de esos pasajes de las charlas en que los mismos entrevistados descubren algo imprevisto en relación a la vocación o la forma en que ejercen el oficio, eso que no tenían previsto decir pero algún tipo de revelación irrumpe durante la misma conversación y los sorprende. Es lo que a veces sobreviene a ese silencio incómodo en el que el propio autor percibe que desconoce la respuesta, y entonces puede sobrevenir lo inesperado. Hay que tener en cuenta que una entrevista es una situación, en principio, absolutamente antinatural, la mayoría de las veces se trata de una conversación entre dos desconocidos, pero también por esa misma razón se da la paradoja de que habilita un diálogo honesto. Y la habilidad del entrevistador está en esa suerte de destreza para la empatía que invita a su interlocutor a correrse de lo que tenía previsto decir, de la forma en la que pensaba mostrarse en público, para animarse a repensarse. Las mejores entrevistas son las que derivan en un descubrimiento. Cuando tuve suerte, ellos revelaron algo más de lo que nos había llegado a través de sus obras”, dice Verónica Abdala, autora, entre otros libros, de Susan Sontag y el oficio de penar. En los pasajes seleccionados está deliberadamente ausente las preguntas que dieron origen a las reflexiones de las autoras y autores, una especie de invisibilidad que no es tal cuando en el recorrido final del libro ( sobre todo atendiendo a los tópicos que se cruzan y hasta discuten subrepticiamente entre sí) se pone en evidencia las obsesiones de la escritora por encontrar un grado de verdad a través de ese género literario que se denomina entrevista. “Hay muchísimos casos en que la entrevista es un género literario o se le parece bastante. La revista The Paris Review, por ejemplo, es un buen antecedente de un medio que convirtió la conversación en un género. En ese caso, esos intercambios pregunta-respuesta fueron concebidos incluso como una especie de “texto ensayístico con forma de diálogo sobre la técnica”, como explicó el editor Plimpton en una carta. Y esas conversaciones terminan siendo retratos o autorretratos memorables de los entrevistados. Aquellos veinteañeros estadounidenses, en el París de los 50, inventaban un modelo de entrevista que en su momento fue novedoso: como entrevistadores no confrontaban una visión, sino que servían casi como facilitadores, para que los escritores pudieran mostrarse y reflexionar sobre el oficio. Hoy, en cambio, cuando ya estamos habituados a ver en los medios un auténtico desfile de periodistas ególatras, más preocupados por lucirse o confrontar que por conocer o dar espacio a la voz del otro”. En este sentido la fórmula se invierte: el entrevistador no puede ser siempre la estrella del circo, el enfant terrible que acapara la atención del público. Los pasajes de Café literario, la pulsión de escribir reflejan algunas de las razones íntimas que cada uno de los autores y autoras tuvo para romper con lo conocido y construir una realidad alternativa, aunque también prueban la incógnita que en parte encarna la vocación literaria. Lo reconoce Juan Marsé, cuando admite que hay una parte del misterio que se le escapaba. “Explicarlo todo es imposible”, dice. “Y que por otra parte los críticos nunca lograron dar verdadera cuenta de la narrativa, porque en general son malos escritores”. Entre las respuestas que arriesgan otros, el también español Juan José Millás supone que se escribe para componer algo que se ha roto, acaso en la infancia, o en una época remota: piensa a los escritores como reconstructores de una identidad fragmentada, enfrentados a la inevitable imposibilidad de alcanzar una reparación definitiva. La escritora Liliana Bodoc también creía en el poder de la palabra -hogareña, poética- para la reconstrucción personal, pero también colectiva. Mientras que la mexicana Elena Poniatowska, define la escritura como una responsabilidad, a la vez que una aventura solitaria. Por su parte, Héctor Tizón juzga que la vocación literaria nace de la necesidad de los otros: un intento de comunicación con los demás, un movimiento parabólico que conecta al autor con esos otros invisibles, los lectores. Entre algunos de los ejes temáticos en común que tiene Café literario, la pulsión de escribir está el hecho de que la literatura suele ser para los autores una forma de pensar o repensar la realidad en la que están inmersos, el mismo contexto histórico en que se inscriben, pero también de jugar con ella, de subvertir esas condiciones dadas para reinventarlas a través de la ficción, de una operación lúdica. “En ese juego enriquecen al mismo tiempo la experiencia emocional de sus lectores, porque la lectura termina siendo una invitación a vivenciar imaginariamente infinitas situaciones que terminan siendo parte de lo que entendemos sobre la condición humana”.