Este es un libro extraño en la carrera de Anna Starobinets y también es curioso que sea el primero en contar con una distribución importante en Argentina –algunos de los otros se consiguen, pero dar con ellos es complicado. La escritora rusa debutó a los 27 años con el libro de cuentos Una edad difícil: los cuentos se movían entre el horror y la fantasía algo mística en el marco de ciudades pos-soviéticas frías y en búsqueda de su identidad, con historias sobre hombres que despiertan en el subterráneo y ya no pueden reconocer a su familia, o un contador fascinado por la comida llena de hongos, o un chico colonizado por hormigas. El libro fue un éxito y la llamaron “la Stephen King rusa” aunque ella siempre aseguró que el escritor no estaba entre sus influencias: en sus años de formación –nació en 1978-- leyó casi exclusivamente a compatriotas, un poco de Philip K. Dick, mucho de Liudmila Petrushévskaia. Siguió con Refugio 3/9, un libro con tramas paralelas y retazos de cuentos de hadas, fin del mundo, mitos rusos, familias disfuncionales y enfermedad, con arriesgados saltos temporales. Dejaba de ser un secreto fuera de Rusia, se hablaba de ella como el futuro del género –o de los géneros, porque no es fácil encasillar el registro de Starobinets que va del horror a la reinvención de mitologías a la ciencia ficción distópica-- y su nombre sonaba especialmente en países de habla hispana, porque es casi desconocida en Estados Unidos, cuya siempre notable literatura de género ensalza a escritores bastante menos interesantes que ella. Esta relativa marginalidad y dificultad de clasificación queda muy clara, por ejemplo, en un libro como La glándula de Ícaro donde conviven la ciencia ficción y el terror en cuentos tan diferentes como “Siti” o “El parásito”, que van de lo sutil weird a lo clásico sin perder jamás la noción de unidad. Su primera novela, El vivo, sobre un mundo donde nadie muere y todos reencarnan en un sinfín siniestro es una distopía que, de alguna manera, habla de nuestro mundo hiperconectado. Starobinets es, además, crítica del gobierno de su país y de la Iglesia como factor de poder. Decía en una entrevista durante la promoción de La glándula de Ícaro: “Claro que algunos de mis relatos son una reacción a la realidad de Rusia. Siento un gran respeto por aquellos que tienen fe en Dios pero la iglesia ortodoxa moderna en mi país me parece monstruosa. Está basada en la hipocresía, está íntimamente conectada con el actual aparato de gobierno y la propaganda estatal. Lo que está sucediendo en este país me tiene triste y asustada. No creo que Putin sea una amenaza para Occidente, pero no me cabe duda de que Putin sí es una amenaza para su pueblo”. Sería injusto, sin embargo, llamar a su ficción alegórica o de denuncia: la experiencia de lo sociopolítico marca cualquier literatura y Starobinets piensa su sociedad con las herramientas del género: el resultado son mundos muchas veces despiadados, tristes, casi siempre terroríficos.

Tienes que mirar, el breve libro que acaba de editar Impedimenta, también es triste y despiadado pero no es en absoluto un libro de género. Se nota, en la exposición detallada y cristalina, el oficio de periodista que la autora ejerce hace décadas. El tema es absolutamente personal y realista. “Dudé mucho tiempo si merecía la pena escribir este libro”, dice en el Prefacio. “Una cosa es inventar historias de miedo y otra muy distinta es convertirse en la protagonista de un cuento de terror”. Tienes que mirar narra lo que atravesó Starobinets en 2012: su embarazo deseado tuvo que ser interrumpido porque el bebé (ella lo llamá así y encuentra grotesco que nadie más en el sistema de salud al que acude lo haga) tiene una malformación congénita incompatible con la vida. Este memoir tiene un aire de familia con La hija única (2020), novela de la mexicana Guadalupe Nettel sobre una mujer que decide llevar a término el embarazo de una criatura que, contra todo pronóstico médico, sobrevive. La novela de Nettel, sin embargo, aunque explora una maternidad insólita, solitaria y sobre la que se prefiere callar también es vital, con un tono límpido de emoción contenida adecuado para contar ese borde y un amor fuera de toda convención. Tienes que mirar, en cambio, no quiere ser ficción. Quiere ser testimonio crudo y Starobinets está furiosa. Enojada porque ama a ese hijo que no vivirá; desolada porque no encuentra contención psicológica en ninguna parte salvo en su familia; los foros de Internet son de una crueldad monstruosa y las que llama “futuras mamis”, con las que se cruza en cada sala de espera, le producen una mezcla de envidia y desprecio insufrible. Pero sobre todo está furiosa con el sistema de salud de Moscú, que margina a su esposo Sasha y no lo deja entrar a las consultas (“Así son las reglas. Los hombres no pueden pasar. No se debe permitir que los hombres se acerquen a las instituciones para mujeres, a las enfermedades y a los problemas de las mujeres”.) Cuando le expresa a una médica su deseo, quizá fantasioso, de llevar a término el embarazo, la respuesta es: “¿Entiendes siquiera qué tipo de vida tendrás si das a luz? ¡Será un discapacitado, totalmente discapacitado, un monstruo! ¡Y estarás tu sola con él! ¿Sabes que los maridos no se quedan mucho tiempo cuando aparecen ese tipo de niños?”. 

A veces los profesionales de la salud rusos parecen villanos sin matices pero Starobinets es consciente de esto y asegura que, en efecto, así es como son: es el funcionamiento del sistema, quizá eficiente en el sentido práctico pero también una máquina desalmada. Lo que sigue es cómo finalmente interrumpe su embarazo avanzado (en otro país) y cómo lidia (mal) con el estrés postraumático de vuelta en Moscú. Todo el libro está lleno de rabia y al mismo tiempo de claridad de cronista; causó un gran escándalo cuando fue publicado. “Me acusaron de estar llena de odio hacia Rusia, de insultar a nuestros médicos. Aquí hay un dicho que remarca que no se debe airear la basura fuera de casa, y para algunos eso fue lo que hice al exponer públicamente un tema así”, dijo en una entrevista con el diario El País. Es que, entre otras cosas, nombra a los médicos que la trataron con sus nombres reales y también a las instituciones. “Si hay algún problema obstétrico, la capacidad de la mujer de decidir sobre su maternidad casi se esfuma. Es como en todos los países: un intento de gobernar sobre el cuerpo de la mujer. En algunos tratan de arrancarle el derecho a decidir obligándola a seguir con el embarazo. En Rusia, la presión es para que lo interrumpa si el hijo que espera tiene problemas”. Y agrega sobre este memoir/manifiesto, personal y político: “Pensé que quizá era mi deber social escribir lo que me había pasado. Y también que eso le daría algún sentido a la muerte de mi hijo”.