Hace poco menos de un siglo Walter Benjamin concibió el concepto de aura, para hablar del efecto de encantamiento fantasmagórico producido ante una obra de arte original. “¿Qué es el aura propiamente hablando? Una trama particular de espacio y tiempo: la aparición irrepetible de una lejanía por cercana que ésta pueda hallarse.” Era ese misticismo generado por ejemplo por La Gioconda, lo que la reproductibilidad técnica –la fotografía y el cine– venían a destruir con su llegada. Las décadas han pasado y los medios de reproducción, a su vez, se han reproducido. ¿A dónde ir entonces a toparse con este aura hoy en día? Las grandes obras están resguardadas en los salones de los museos que son a su vez como las enormes cajas fuertes de las potencias mundiales. Y al igual que el dinero –que pasa de mano en mano, algunos nunca lo tienen, otros lo pierden y otros lo guardan bajo llave– los objetos más valiosos de nuestra cultura han recorrido un camino en el que se cruza la historia social, política y la economía de nuestro tiempo. Las historias que rodean las obras emblemáticas de la historia occidental no son solo las de sus autores, ni las de su proceso de creación. También son las de su circulación y exhibición. Las iniciativas artísticas, sí, pero también las comerciales o delictivas. A esto se suman también las políticas públicas en materia de acumulación y resguardo de estos objetos de un valor muchas veces difícil de medir. 

De todo esto se ocupó la historiadora francesa Maureen Marozeau en una investigación exhaustiva sobre doce obras maestras del arte: desde el busto de Nefertiti y la escultura Morgantina de Perséfone hasta el Guernica de Picasso, pasando por obras de Hubert y Jan van Eyck, Leonardo Da Vinci, Vermeer, Bernini, Vincent Van Gogh, Rafael Sanzio, Paul Delaroche, Gustave Courbet y Francisco de Goya. Marozeau saca los trapitos al sol de cada obra porque sabe de lo que habla: además de historiadora, periodista y editora del Journal Des Arts, ha trabajado en el MOMA de Nueva York, en el Louvre, en Sotheby’s y en el Museo de Arte e Historia de Ginebra. 

Historias increíbles del mundo del arte por momentos se parece a un relato de intriga internacional tipo James Bond y por otros a una tragedia exagerada y sangrienta a extremos isabelinos. Y es que el libro, si bien está pormenorizadamente documentado, tiene mucho de relato de ficción. Muestra las bambalinas: los tablones y lienzos manchados que no pasaron exactamente a la historia oficial. Revelar las peripecias absurdas, indignantes que atraviesan algunas obras, desde su creación hasta su exposición actual en museos del mundo.

Unas pinturitas

Si bien se trata de capítulos independientes, en el prólogo la autora marca su intención de dar cuenta en el conjunto de la evolución de ciertos sentidos del arte en los últimos doscientos años. Hay algunos ejemplos claros como el caso de lo ocurrido con la escultura de la diosa Morgantina Perséfone, comprada oscuramente por el J. Paul Getty Musem de Los Ángeles –por la conservadora llamada paradójicamente Marion True–, en el período en que el tráfico ilegal de obras de arte antiguo era moneda corriente en los museos de Norteamérica y del mundo. Su deriva es indisociable de la adaptación forzada de las mentalidades poscoloniales al mercado de antigüedades ético y transparente preconizado por la Unesco. La pieza es devuelta a Italia junto con otra veintena de objetos comprados con los mismos métodos a marchands europeos inescrupulosos que hacen negocios con saqueadores de Grecia e Italia.

Otras cuestiones de peso que aparecen son los pedidos de devolución de las obras y objetos de arte que fueron objeto de otra clase de saqueos –esta vez más oficiales– en la época colonial. Historias mediáticas como la del busto de Nefertiti (ver recuadro) o el retrato de Lisa Gherardini llamado La Gioconda, de Leonardo Da Vinci, que junto a otras 45 mil obras de arte fue robada por los nazis y recuperada luego por miembros de la resistencia francesa. 

Y otras algo más desconocidas como la increíble del políptico El cordero místico de Jan van Eyck, del que aún hoy falta una de sus tablas, la llamada Los jueces justos. Maltratada, amenazada con un auto de fe, despedazada, remendada, desenmarcada, brutalmente aserrada, transportada de cualquier manera en un camión lleno de heno, sepultada a varios cientos de metros bajo tierra, esta obra maestra del siglo XV tuvo una vida penosa. Por eso desde octubre de 2012 el Museo de Bellas Artes de Gante ha colocado algunas de las dieciocho piezas del retablo en una especie de taller vidriado donde se restauran en vivo. El trabajo de restauración era tan necesario y se iba a extender tanto que se tomó la decisión de hacerlo en esta suerte de work in progress. El final de este trabajo está previsto para 2018 junto con una muestra integral de la historia de un retablo que pasó las mil y una y que se encuentra aún amputado de una de sus extremidades por obra de un loco, un especulador o alguien que, como sugiere Marozeau, murió antes de revelar dónde está escondido. 

Es bastante celebrado pero no por eso menos increíble lo relativo a la obra de Vincent Van Gogh. Algo de eso se condensa en el recorrido de su pintura Retrato del doctor Félix Rey. Van Gogh es casi el emblema del artista loco, genial y maldito, uno de esos artistas icónicos a quienes el reconocimiento les llegó demasiado tarde. Hoy es una superestrella de una obra hipnótica que hace ganar millones a los actores del mercado del arte, pero su vida fue cruel y conmovedora. El retrato fue hecho en 1888, en Arlés. Ocurrió después del famoso arrebato en el que el pintor se cortó la oreja y fue internado en un hospital. El joven doctor que lo atendió con extrema cordialidad y ayudó a retomar su salud, higiene e intereses no fue otro que Félix Rey. En retribución a todos sus gestos, quince días después, ya en su casa nuevamente, Van Gogh pintó el retrato. El doctor quedó desconcertado ante tanta audacia pictórica y se ofendió al verse dotado de una barba verde y pelo rojo. La guardó en el fondo de su casita, hasta que su madre, que compartía la opinión acerca de lo ridículo del cuadro, lo puso en el gallinero, para suplantar un vidrio faltante en la puerta. Tres años después otro doctor con más criterio visitó la casa de casualidad y “cae de rodillas frente a la lámina”. Es este segundo médico quien la inserta en un mercado de marchands que van vendiéndola y haciéndola pasar de mano en mano hasta que el azar quiso que termine en el museo Pushkin en Moscú donde se encuentra hasta hoy. 

El que ríe último

La historiadora Maureen Marozeau usa como disparador del libro la famosa imagen del fotógrafo británico Martin Parr en el que captura las manos tensas de los turistas fotografiando La Gioconda. En la foto la oronda señora se ve solo dentro de las pantallitas como un fantasma que hace su aparición en el cotidiano y desacralizado mundo de los smartphones. El trabajo de investigación pone en relieve no sólo el trasfondo o el contexto sino también el modo que esas imágenes, su trazado mismo guarda sentidos, que no podríamos saber de otro modo. ¿Cuántos de todos esos visitantes del Louvre afanados en capturar la imagen más de cerca conoce al menos algo de su origen?

En el capítulo dedicado a la obra de Da Vinci, Marozeau cuenta también que el pintor rodeaba a su musa de una corte de artistas para que la entretuvieran, y que es ése parte del motivo por el que ella siempre estaba con esa media sonrisa tan enigmática. La autora insiste en llamar a las obras los “personajes” de la historia. Es así como hay obras misteriosas, obras víctimas y también obras heroínas o por lo menos que hacen algo de justicia. Es el caso de Guernica de Picasso del que se cuenta el famoso diálogo entre su autor y un oficial de la Gestapo “¿Usted hizo eso?”. “No”, fue la respuesta. “Ustedes lo hicieron”. 

Con esto elige cerrar el libro la historiadora. El gran lienzo, expuesto en La exposición Internacional de Artes y las Técnicas de la Vida Moderna de 1937, sirvió muy concretamente para denunciar el cinismo de quienes un cuadro cubista trastornaba más que una de las más atroces acciones de antes de la guerra. El cuadro está hoy en el Reina Sofía en Madrid, pero dejó un hermano casi gemelo en Nueva York, hecho a pedido del político Nelson Rockefeller. Años después de su muerte, su viuda lo donó a la ONU de Nueva York donde adorna la sala del Consejo de Seguridad. Fue en ese lugar donde en enero de 2003, en unos Estados Unidos traumatizados post 11 de septiembre, el secretario de estado Colin Powell pronunció el tristemente célebre discurso donde afirmó “no existen dudas de que Saddam Hussein está en posesión de armas biológicas”. Así anunciaban el bombardeo de Irak. Lo llamativo –para esta historia del arte– fue que para pronunciar ese discurso decidieron tapar el tapiz de Picasso con un paño azul con el logo de las Naciones Unidas. Voceros de la ONU aclararon que había sido por las perturbaciones que generarían los fuertes contrastes en la composición en las pantallas de televisión. Pero las perturbaciones que querían evitar eran claramente de otro tipo.

Historias increíbles del mundo del arte Maureen Marozeau Edhasa 229 páginas.