El calificativo “populismo” circula frecuentemente como apestado en territorios académicos, tribunas de opinión y debates geopolíticos. Suele quedar asociado con liderazgos autoritarios, comportamientos irracionales o gobiernos que apelan a la dádiva irresponsable. No es un dato menor que estas denostaciones provengan del parlante de las derechas, que utilizan esta batería de invectivas para simultáneamente trabar amistosas alianzas con lo peor del capitalismo financiero internacional o recortar justicieros derechos de los más humildes.

Sin embargo, es imprescindible señalarlo, el término sigue conceptualmente capturado por una ostensible vaguedad, hermética polisemia que habilita una continua fecundidad de la controversia. Agotar este cauce polémico excedería el ámbito de estas líneas, pero al menos una primera aproximación podría establecerse. El adjetivo “populista” adviene al emerger un evento que disloca la historia esperable. Insólita anomalía social que obstaculiza o desvía el curso predecible de las cosas, incómoda irrupción que interrumpe el desenvolvimiento perfectivo de las sociedades.

Este ejercicio categorial entra en escena al calor de las filosofías de la historia, invención de la modernidad que introduce la noción de que lo necesario prevalece por sobre lo contingente y lo determinado por sobre lo azaroso. Objetividad estructural de los hechos que de la mano de una razón autosuficiente permite aventurar pronósticos sobre el futuro. El acontecimiento populista sucede cuando la secuencia deseable se desacopla, y el siniestro líder de turno manipula la conciencia desvalida de las masas aprovechando las confusiones de una temporalidad inesperada.

Pero cuidado aquí, pues sería erróneo suponer que el calificativo en cuestión fue siempre instrumentado en tono despectivo. Diría más bien lo contrario y cabe entonces explicarse. Las categorías clásicas de la filosofía política (república, democracia, oligarquía) exhiben un linaje ancestral que ya se sitúa por ejemplo en Platón y Aristóteles, lo que no ocurre con el denominado “populismo”. Si hubiese que fecharlo surge en la modernidad avanzada, en la pluma y en la acción de Alexander Herzen y Nikolai Chernishevski. Fundadores justamente del Populismo Ruso, corriente que desde ya no usa esa palabra en sentido peyorativo sino entusiastamente identitario y produciendo una innovación teórica de la que se enorgullecían.

Este inédito cuerpo de doctrina postulaba una suerte de socialismo campesino, sostenido en que la industrialización en Rusia aún no se había desarrollado cabalmente y que partiendo de las tradiciones provenientes de un colectivismo agrario era posible llegar al comunismo sin atravesar las miserias sociales del capitalismo. Ocurre aquí algo muy interesante, pues la condición de atraso de ese país no era en modo alguno un incordio sino una potencialidad, la dislocación de la historia esperable no era una traba sino una plataforma fructífera. He ahí el populismo, solo que no como desgracia sino como esperanza.

Pues bien, los populistas rusos tenían trato y simpatías con Marx y Engels y las incógnitas comienzan con la aparición en 1867 del Tomo I de “El Capital”. Allí, perfeccionando ciertas lógicas que ya estaban expuestas en “El Manifiesto Comunista”, se anuncia un avance homogeinizador del capitalismo a escala global, y Marx claramente se inspira para ese diagnóstico en el caso británico.

Por lo demás, es insoslayable aquí recordar que la cuestión campesina siempre había resultado urticante para aquellas izquierdas, que imaginaban un enfrentamiento creciente entre burguesía y proletariado donde las demás clases sociales o bien se difuminaban o bien terminaban cumpliendo un rol abiertamente reaccionario. Los populistas rusos quedan entonces perplejos y solicitan precisiones. ¿Estaban indefectiblemente condenados a una modernización normalizante? ¿Era ineludible padecer los pesares del capitalismo para acceder a esa forma superior de la civilización denominada socialismo?

Marx paulatinamente cavila sobre estas inquietudes, aferrado por una parte al poder civilizatorio del capital y consciente a su vez de las heterodoxias de lo real. Ya sobre el fin de su vida se cartea con los populistas Vera Zasulich y Nikolai Mijailovsky y admite aún con reticencias la posibilidad de un acceso al socialismo singularmente ruso. Aunque en el prólogo a la edición rusa de “El Manifiesto Comunista” de 1882 subordina esa virtualidad a una revolución proletaria en los países avanzados de Occidente. Es decir, sí pero no. Ese plausible autonomismo oriental debía inscribirse en un cierre totalizador de la historia.

No obstante los bolcheviques rusos, ignorantes o desinteresados de estos matices teóricos esgrimieron una reprobación lapidaria de los populistas. Georgui Plejanov, su figura principal, los considera una expresión sospechosa de un tiempo ya obsoleto, romanticismo atascado en un pasado decrépito. Ahí se inicia entonces el tránsito denigratorio del término, que paradójicamente no llega desde las derechas sino desde las izquierdas, que ubicaban en esa anomalía un retardo para el comunismo científico.

Aquellos debates, poblados de múltiples dilemas, entregan pistas sobre temas que ahora nos interesan. El primero es sobre la inevitabilidad del capitalismo, el segundo sobre su morfología y duración, y el tercero sobre la viabilidad y las características de su superación. A modo de balance sumario, bien podría afirmarse que Marx acertó en un punto (el capitalismo se ha impuesto a escala planetaria), fue errático en otro (ese capitalismo ha adoptado rostros absolutamente diversos) y quedó en deuda respecto de lo último (pues no hay un solo elemento en el horizonte mediato que anuncie algo siquiera similar al comunismo científico).

Veamos que ocurre a propósito de estas controversias con el peronismo, movimiento extraño al que suele clasificárselo como populista y cuya importancia en la historia política latinoamericana es arduo disimular. Avalan esta inquietud dos cuestiones. La abrumadora mayoría de su actual dirigencia parece haber naturalizado su inscripción en un horizonte capitalista, y a su vez el Presidente Fernández acaba de lanzar una frase que invita a la reflexión (“es hora de aceptar que el capitalismo no ha dado buenos resultados”).

Refresquemos entonces componentes doctrinarios básicos. El peronismo se concibe desde su origen como una innovación filosófica disruptiva, conocida como la Tercera Posición. Esa definición tiene tres ramificaciones. a) Una opción ontológica superadora del espiritualismo y el materialismo (lo que se traduce en un humanismo no cientificista apoyado en la justicia social). b) Un sendero geopolítico distante tanto de los Estados Unidos como de la Unión Soviética (lo que dará lugar al Movimiento de los No Alineados). c) Un modo de organización política tan alejado del egoísmo individualista como de la estadolatría autoritaria (lo que desemboca en un comunitarismo ni organicista ni compulsivo).

Sin embargo, esa perspectiva no es únicamente ético-político sino también económico-productiva. Queremos decir, y sobre esto la discursividad de Perón es nítida e invariable, que persigue un esquema ni comunista (sobre esto parece haber menos litigio) ni capitalista. Basta rememorar una de sus citas más célebres (“ni el hombre explotado por el capital ni el individuo sometido por el estado”).

Ahora bien, cuando se ingresa al terreno de la polémica pública al peronismo se le valora su antiimperialismo y su defensa de los trabajadores. No obstante (y esta interpelación suele emanar de las izquierdas) se le imputa el supuesto reformismo de haber mantenido inalterado el suelo profundo del capitalismo. Puesto de otra manera, Perón nunca dejó de ser un nacionalista burgués pues eso fueron los límites que dejó ver a lo largo de sus gobiernos.

Seamos cautos con estas contundentes aseveraciones, pues si lo que define al capitalismo (respetando la axiomática del marxismo) es la existencia de fuerza de trabajo asalariada y relaciones mercantiles, ninguna de las revoluciones presentadas bajo la etiqueta del comunismo erradicaron plenamente esos factores. Aunque se presenten como transiciones son por cierto demasiado largas, lo que nos les quita densidad y méritos pero exige acomodar marcos teóricos. Por lo cual, en este punto las distancias con los gobiernos de Perón pueden ser grado pero no de naturaleza.

Esto es, en principio no hay contradicción alguna en que Perón promueva una alternativa superadora al capitalismo y que su práctica histórica no haya avanzado drásticamente sobre él; pues si esa fuera la vara quedarían arrasadas todas las utopías igualitarias de la modernidad.

Por supuesto que al momento de detallar cual sería esa alternativa Perón se muestra impreciso, y el paso de la doctrina a las formas de ejecución no se dictamina con claridad. Lo cual de ninguna manera justifica que aquella dimensión ideológica deba ser ocluida bajo los ropajes de un posibilismo de época. Por lo demás, Marx tampoco es transparente a la hora de describir el comunismo científico. Y los dos principales textos que van en esa dirección (“La crítica al Programa de Gotha” y “El estado y la revolución de Lenin) son sustanciosos pero mantienen vivos numerosos interrogantes (solo por citar el principal, como imaginar una sociedad política sin estado).

Es obvio, no obstante, que hoy la política se mueve (y seguramente por un lapso prolongado) en los márgenes que fija el capitalismo. Y allí vemos la enorme variedad de diferencias que se aloja en ese universo. Capitalismo es el de Den Xiaoping y el de Margaret Thatcher, el de Perón y el de Martínez de Hoz, el de Cristina y el de Menem, el de Noruega y el de Burkina Faso, el de Alberto y el de Macri. Acentuaciones no sutiles sino radicales que marcan cursos de acción antagónicos. De otra forma, es perfectamente posible mantener erguida una utopía no capitalista (y eso también es el peronismo) y simultáneamente poner pie en tierra y sostener proyectos reformistas de desarrollo productivo, soberanía nacional y justicia social.

Esto parecen no mensurarlo debidamente el rudimentario maximalismo de izquierda, los peronistas sin brújula y algunos progresistas deprimidos, que al uniformar al capitalismo como una máquina omnímoda que coloniza y domestica cualquier forma de subjetividad insumisa nos condenan a oscilar entre la melancolía ideológica, el pesimismo antropológico y la impotencia política.