I

En mil novecientos ochentaicinco Raymond Carver escribió el poema Ondas de radio, publicado en su libro Donde el agua se une a otras aguas. Escribe desde una suerte de retiro, necesitando alejarse de todo, especialmente de la literatura. Dice no tener TV ni tampoco leer los diarios pero que por las noches escucha radio. Cree que “las ondas de radio viajan mejor después de una tormenta, cuando el aire está húmedo. Tenía en el alma un deseo de no pensar”. Da la sensación de que está solo y que busca redención, una manera de hacer con la tristeza. El poema está dedicado a Antonio Machado, el poeta español, aquel que escribió que el camino no existe, que se hace al andar.

Una noche Carver está profundamente dormido y sueña con un tren. Una locomotora irrumpe, se le viene encima y lo despierta. Atemorizado, se levanta de la cama y advierte que tiene en su mano un libro de Machado y lo primero que piensa, con el corazón palpitándole allí en la habitación oscura es: “Está bien, Machado está aquí conmigo”. Entonces puede volver a dormir.

Sale de paseo y se lleva el libro consigo. Siente la voz del poeta que le susurra al oído, “prestá atención”. Toma notas de lo que ve y siente. El poema termina diciendo que ese día pensó mucho en Machado. “Tengo la esperanza, incluso sabiendo lo que sé acerca de la muerte, de que hayas recibido el mensaje que intenté enviarte”. La intensidad del poema se diluye conforme se acercan las líneas finales. A Carver, finalmente, no le importa que el mensaje haya llegado o no, le da igual. Sabe que, tarde o temprano, se encontrarán. Y que entonces, recién ahí, podrá decirle a Machado esas cosas él mismo.

II

En febrero de dos mil dieciséis le escribí por primera vez. Le conté que había estado imprimiendo sus contratapas para llevármelas de vacaciones a Valeria del Mar. Que allá, noche tras noche, con las ventanas de la cabaña abiertas y el susurro del mar, leíamos con Sol una o dos crónicas suyas y viajábamos y conocíamos mundo. Le conté que luego de la crónica de Bonnie y Clyde, llamada "Dos anillos de tungsteno", me había dormido creyendo que yo era también un criminal y que moría en mi aventura.

En ese correo le preguntaba también si acaso me estaba convirtiendo en una suerte de editor anónimo y privado, con una colección seleccionada por mí mismo, imprimiendo todas esas páginas a mansalva. Me contestó el mismo día, a las horas. Comenzaba diciéndome: “Fede, estás un poco loco”. Y me aconsejaba, para ahorrar en impresiones, que comprara los dos primeros tomos de Los viernes que estaban editados y que pronto estaría sacando el tercero y último (finalmente terminó saliendo un cuarto). Que en esas ediciones de Emecé estaban sus preferidas y que editarlas así le parecía “una linda manera de preservar en libro la delirante tarea que venía haciendo desde hacía siete años en Página/12”. Me recomendaba de sus otros libros María Domecq, “una suerte de novela autobiográfica que sería algo así como una contratapa pero de doscientas páginas”. De los suyos, ése era su libro favorito. Terminaba diciéndome: “y tampoco te digo que vivo en Gesell, a veinte kilometros de Valeria del mar, para no seguir abrumándote. Hablando en serio, mil gracias por tu hermoso mail y un abrazo fuerte para vos y tu novia Sol”.

III

En marzo de dos mil once se publicó su primera contratapa en Página/12, al menos es la primera que aparece en el tomo I de Los viernes. En el diario se llama El mar (autorretrato) y en en libro El mar, modo de uso. Si ustedes cotejan ambas versiones, encontrarán diferencias. Yo me quedo con la del libro (tenía razón Forn en la sugerencia).

Se sabe que Forn se fue a vivir al mar porque su vida en la ciudad le había dicho basta. Después de un coma hepático escuchó las primeras notas del arpa y se mandó a mudar. Andaba cerca de los cincuenta años y cuenta que se encontró por primera vez con tiempo de sobra, él, que durante toda su vida anduvo corriendo delante del tiempo, tratando de sacarle una tajada más. Miraba su biblioteca y se decía a sí mismo: “Tres de cada cinco libros están sin leer aún”. El vicio de lector voraz de comprar libros para tenerlos y finalmente poder leerlos algún día. Ese día, cuenta, por fin había llegado.

Da largas caminatas por la playa. Se cruza una familia cordobesa y escucha una conversación entre el padre y el hijo. En la versión digital el niño dice: Mire, papá, cuánta agua mojada. En libro las líneas cambian. El niño pregunta: ¿Y quién le pone sal a toda esa agua, papá?

Luego se cruza con un surfer, que al verlo enfundado en una campera de cuero negra y con gafas de sol le dice: “Yo, en Buenos Aires, también era dark, pero acá soy luminoso, loco”.

“Cada contratapa que hice estos siete años la entendí caminando por la playa, o sentado en el médano mirando el mar. Por dónde empezar, adónde llegar, cuál es la verdadera historia que estoy contando, de qué habla en el fondo, qué tengo yo, y ustedes, que ver con ella, qué dice de nosotros”.

Encuentra piedras en la playa, “piedras que el mar horada y al tacto parecer estar escritas en Braille” y a veces se lleva una a su casa. Las coloca una al lado de otra en su biblioteca. A veces, cuando recibe visitas y las sobremesas se extienden “con la escandalosa languidez con que se desperezan los gatos” alguien toma una y la acaricia con la palma de la mano y continúa la conversación y luego la deja sobre la mesa. Cuando las visitas se van, Juan Forn acomoda la piedra en su lugar.

“Hay días en que pienso que mis contratapas son como piedras encontradas en la playa”. Están ahí, a la mano, para que alguien las agarre y la conversación y los relatos no acaben jamás.

IV

La segunda vez que le escribí fue hace unos meses, en febrero, a raíz de una contratapa que había escrito siguiendo su estilo, su modo de hacer que las paralelas se toquen. Se la mandé y le contaba que de una manera tácita y sin ningún plan de antemano con mi amigo Yamil habíamos comprado sus Viernes, la mitad cada uno, y ahora de vez en cuando nos pasábamos los libros. Yo tengo los tomos I y II y Yamil el III y IV. Así, nuestra biblioteca está incompleta y necesitamos del otro para completarla, lo mismo que sucede con la literatura. El texto siempre está inconcluso, aguardando la llegada del lector.

Me contestó el mismo día, agradeciendo el envío y diciéndome que era “una hermosa nota, que encuentro muy por encima de casi todas las contratapas que salen. Felicitaciones, y gracias por escribirme”.

El viernes, mientras desayunaba, leí su última contratapa, acerca de Milman Parry, el hombre que investigó la existencia de Homero y su modo de narrar y revalorizó para el mundo la épica oral. La historia de Parry era curiosa porque él sostenía la tesis de que para investigar a Homero se debía tomar contacto con los guslari de Yugoslavia, “esos rapsodas iletrados e itinerantes que recitaban gestas históricas de pueblo en pueblo desde tiempos inmemoriales”. Forn cuenta allí que Parry se llevó unos fonógrafos para grabar a estos narradores de historias y que se fue encontrando con algunos que eran capaces de recitar odas durante doce horas seguidas. “Como bebían vasos y vasos de café de pronto interrumpían la narración para mear”. Esas interrupciones le habían servido a Parry para explicar los cortes abruptos que hay en la obra de Homero.

Las historias de Forn se parecen a las odas de los guslari porque son piezas colectivas; agregamos y sacamos de ellas, al leerlas y contarlas, cada vez, una parte de nuestra historia.

V

Cuando la vida se pierda, tras una cortina de años, y escuche al barquero remar, acercándose a esta orilla, pensaré en vos, querido Juan. Me diré a mí mismo: Está bien, tranquilo, Forn está acá.