La primera vez que vi a Horacio González fue en 1994, en unos de los pasillos de la facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Junto a unos compañeros de El Mate, una agrupación de estudiantes que aún perdura, lo frenamos para que nos contestara unas preguntas que luego publicamos en una revista que llamamos Jaque Mate, hecha en fotocopias dobladas. Lo volví a ver tiempo después exponiendo en unas Jornadas de Sociología, acompañado por Eduardo Rinesi; desde entonces mi vida cambió para siempre. Todo fue muy vertiginoso. Tenía 22 años, cursé enseguida su materia Teoría Estética y Teoría Política, escribí un ensayo sobre Sarmiento y los colores de la ciudad, y para el cuatrimestre siguiente fui invitado a sumarme a su cátedra y unos meses más tarde al grupo editor de la revista El Ojo Mocho. Desde entonces y hasta ahora, mis miércoles por las mañanas fueron gonzaleanos.

Con el tiempo supe que en un día de González cabían escenas infinitas; fui testigo de muchas de esas: desayunos sonrientes en la Giralda, almuerzos y cenas con personajes insignes de la cultura nacional: David Viñas, Carlos Correa, Pino Solanas...; clases preparadas como a las apuradas, escritas muchas veces en las servilletas del bar y que apenas minutos más tarde se desplegaban en profundos laberintos a través de los matices su voz serena; pizarrones en apariencia desordenados que a lo largo de poco más de tres horas de clase ininterrupidas terminaban revelando los secretos de su singular fortaleza intelectual. 

Ese González de las mañana era, sin ninguna duda, lo mejor que le podía ofrecer la facultad de Sociales a los estudiantes. Si para quien esto escribe González fue un profesor, compañero y amigo extraordinario, es porque más allá de todos los pliegos de autores que nos iba presentando en esos miércoles maravillosos, de la generosidad con la que compartía sus ideas, sus vivencias y con la que nos trataba a todos y a cada uno, nos mostró con profunda simpleza que además de hablar delante de los otros, un profesor debe acompañar, estimular, tender su mano y, sobre todas las cosas, escuchar.  

Quizás por eso de todas las fotos de González hay una que pinta como ninguna otra a ese Maestro que intento compartir aquí. Está sentado en el aula magna de Marcelo T de Alvear, mezclado entre alumnos y amigos, su cuerpo ligeramente inclinado hacia adelante, su sonrisa permanente, sus ojos iluminados, mientras escucha a sus discípulos, compañeros, amigos, hablar sobre su legado. Esa fotografía la tomó Pablo Linietsky, fotógrafo sensible y también ex alumno de Teoría Estética, y es para mí la que mejor representa al González de los miércoles por las mañanas. 

González era profesor y oyente de nuestras clases, las de todos y cada uno de sus compañeros de cátedra. No vi en todos estos años en las aulas de Sociales a otro profesor titular con esa disposición. ¿Teníamos algo para aportarle realmente a él, nuestro maestro? Nos ha pasado a muchos, repetidas veces, bajar junto a González las escaleras de la facultad esperando ansiosos el momento de su devolución. Uno se iba acercando a él y González a uno, entonces de su suave voz se desprendía un "muy bien Eduardo, o Facundo, o Darío, o Gabriela, o Alejandro, o Daniel, o Néstor, o Magda". Nuestras clases duraban lo mismo que las suyas, y ahí estaba González sentando en el fondo entre los alumnos,  como uno más, de cabo a rabo. 

Y así como a su modo nos enseñó que profesor y alumno era "uno y lo mismo" hasta la eternidad, nos mostró también que la sociología vivía afuera de las aulas, en las calles, en las escalinatas del Museo Nacional de Bellas Artes: "ese Partenón moderno, con columnas lisas e inexpresivas"; en las diferentes plazas de la Ciudad en las que se condensaban sucesos significativos y trágicos de nuestra historia nacional y popular; en las estaciones de trenes; en las biografías; en la historia de las ideas argentinas y sus infinitas tensiones. 

Sus clases copiaban las formas creadoras de la naturaleza, eran como gotas que se iban hinchando lentamente, llenándose y llenándose hasta ese punto preciso en el que ¡plaf! explotaban dejando en cada uno de nosotros su mancha única e irrepetible. Tal era el enorme poder de la pedagogía de González, profesor de los miércoles. A los 22 años, cuando lo vi por primera vez en ese pasillo de la facultad no estaba en mis planes ser docente, tampoco entendía muy bien qué era la sociología o incluso para qué ser sociólogo; González nos transformó, definitivamente. 

Como muchos otros amigos, colegas, discípulos, lo vi a González irse en coche, el último miércoles, en el cementerio de la Chacarita. En medio de las limitaciones por la pandemia, en medio del infinito dolor, la siempre hermosa Liliana Herrero, su gran compañera, había pedido eso: 'verlo partir'. Ay, querido González, chau amigo, maestro, compañero, hasta siempre; cuánto te debemos por esas salpicaduras que portamos como orgulloso distintivo. Me hubiera gustado decirte esto a los gritos, con la fuerza de un despertador. Te pensé como pude durante esa lenta marcha final, los ojos llenos de lágrimas y el peso del corazón en la boca; pensé en estos 27 años bajo tu cálida sombra. Gracias, mil veces, Horatius, Gonza, González, por tu enorme generosidad y tus bondadosas enseñanzas.