Las pretemporadas están llegando a su fin y en las redes sociales de los clubes se pueden ver las fotos de juveniles que por primera vez se suman a los planteles profesionales exhibiendo el resultado de los rituales de iniciación. Gimnasia y Esgrima La Plata fue noticia a principios de mes porque dos jugadores fueron separados del plantel a pedido de la dirigencia por “exceso de violencia” con sus nuevos compañeros. Matías Pérez García y Brahian Alemán se entrenaron de forma diferenciada y no fueron citados al primer amistoso por una conducta repudiable que trascendió la complicidad del grupo: fueron los padres de los debutantes quienes decidieron darlo a conocer y pedir medidas para que no vuelva a ocurrir.

 “La iniciación es algo cultural. Los chicos lo esperan, quieren que les corten el pelo en forma ridícula y pasar a ser parte de ese plantel. Además, hay otras cosas, como cantar una canción delante de todos, presentarlos en la cena… Transitar cierta incomodidad, pero la incomodidad no siempre es violencia, también es aprendizaje”, piensa Ivan Tcherkaski, psicólogo deportivo del plantel profesional de Aldosivi y anteriormente de Boca Juniors. Querer pertenecer se convierte entonces en el motor de la subordinación ante los que ya pertenecen y pueden entonces decidir cuáles son las pruebas que deben superar los ingresantes. Los desafíos propuestos varían de acuerdo a las costumbres de cada deporte, algunos parecieran limitarse al clásico corte de pelo, sin embargo otros pueden ir más allá.

El exfutbolista Daniel Vega recuerda que en su primera pretemporada debió enfrentarse a sus compañeros al exigir que le tuvieran el mismo respeto que él tenía por ellos: “No me dejé cortar el pelo nunca, no quise dejar que me hagan lo que ellos quisieran. Y llamé a mis padres para que fueran a buscarme porque yo había tomado la decisión de irme de la concentración. Finalmente el entrenador y los dirigentes respetaron mi postura, pero costó mucho hacerles entender porque es muy común que nos dejemos hacer cosas para no caer mal en el grupo”, repasa.

En el mes del orgullo, Facundo Imhoff relató en sus redes sociales que en su bautismo, además de acceder a que le cortaran el pelo de forma ridícula, sus compañeros le exigieron ser expuesto a una situación de abuso: “A una pila de control remoto se le ponía pasta de dientes, te la introducían en el ano y, desnudo dentro de la habitación, tenías que hacer un circuito de prendas mientras todo el equipo te estaba mirando, te gritaban, te pegaban, se reían y te insultaban”, contó el voleibolista en un posteo donde pidió que estas prácticas se erradicaran de la cultura deportiva. En su caso, cuenta que por negarse a ser sometido, pasó “la peor temporada de la historia, porque los malos tratos aumentaron”.

Es frecuente que en los grupos de varones se delimiten roles y lugares de poder: algunos serán los violentos, otros los violentados y otros los testigos o cómplices. En esa línea, la antropóloga feminista Rita Segato afirma que la primera víctima del mandato de masculinidad es el varón y no la mujer, porque representa una serie de presiones que ejercen los hombres sobre otros hombres, y que lo vuelven un sujeto completamente infeliz. El excapitán de Los Pumas, Agustín Pichot, también condenó públicamente estos rituales desde la experiencia en su propio bautismo: “El rugby naturalizó muchas cosas que estaban mal, que te caguen a trompadas, que te muerdan hasta que no te puedas sentar. Me cortaron todo el pelo, que yo lo amaba, eso no tiene nada de gracia”, expresó.

La práctica deportiva muchas veces se desarrolla en un entorno que refuerza una construcción cultural donde se expresan, visibilizan y entran en acción elementos ligados a la virilidad y a las subjetividades masculinas hegemónicas. Luciano Fabbri, doctor en Ciencias Sociales e integrante del Instituto Masculinidades y Cambio Social, encuentra en estas “tradiciones” un profundo fundamento pedagógico que moldea y fija comportamientos. “Estas acciones enseñan a soportar para poder ser lo que denominan ‘macho’, forjar carácter, tener capacidad de resistencia física, tolerar esa humillación, violencia o abuso. Se supone que es parte de lo que se espera de alguien que después pueda rendir ante situaciones de extrema exigencia como lo es el deporte de alto rendimiento”, reflexiona. El “pagar derecho de piso” por parte de los juveniles se vincularía entonces con un proceso de aprendizaje que incorpora la violencia como medio para el éxito dentro o fuera de un campo de juego.

En la cotidianeidad de los equipos todo el tiempo se ponen en juego estas lógicas, sumadas a la reafirmación de una sexualidad heteronormativa y una forma de relacionarse entre pares que rara vez es desde la palabra y la expresión sentimental: llorar y abrazarse únicamente es permitido si es en el contexto de la competencia. En cambio los golpes, las burlas, la violencia sexual, la dominación y el sometimiento de un otro están legitimados.

Repensar, cuestionar y mejorar los espacios que habitamos es el desafío que el feminismo impulsó en estos últimos años para todas las identidades que encuentran en el deporte una herramienta de transformación y libertad. Para ello, es importante contar con políticas públicas que acompañen los procesos. “No hay que replantear nuestro rol exclusivamente como público, sino como ciudadanos y ciudadanas del mundo que queremos habitar. Hay que pensar y discutir el deporte como un derecho, no sólo a practicarlo, sino a un acceso que no implique riesgos, discriminación y exclusión”, plantea Ariel Sánchez, director de Promoción de Masculinidades para la Igualdad de la Provincia de Buenos Aires. El trabajo de las comisiones de género dentro de los clubes es una pieza fundamental a la hora de articular las estrategias, tanto para recibir capacitación como para proyectar instituciones con igualdad de género, algo totalmente impensado años atrás.

Por supuesto que otro deporte es posible, pero no sólo hay que soñarlo, sino también involucrarnos para lograrlo.

*Noelia Tegli