La pandemia nos deja un montón de enseñanzas, ignoracias, saberes y data vulgar, pero sobre todo un magnífico tedio sobre sí misma: no queremos saber más del virus, de las nuevas cepas, de lo que sea que hayamos aprendido del sci-fi light y tortuoso del último año y medio; queremos, al contrario, lo que sea que venga después, aunque sea horrendo y aunque sea peor, ansiamos el vertiginoso misterio de la pospandemia con todo el fervor de nuestra imbecilidad. Es por eso, quizás, que Delfines en Venecia, la última novela de Francisco Moulia, pasó -en cierta medida- desapercibida, si se acepta que es un texto que se arroga para sí, ser “la primera novela sobre la pandemia”.

Pero tal como a las cosas que amamos las amamos por lo que no son, hubo textos, registros, tonos, que pasaron de largo por los caprichos que la cultura tiene mientras convulsiona, y Delfines en Venecia se volvió un secreto para unos pocos.

¿Qué es entonces este artefacto literario?

Sí, es un diario de escritor, pero también -y sobre todo- es una eclosión desesperada de ficciones. Un escritor argentino viaja a Italia a buscar a su novia. Ella está en Colellongo, un pueblo de montaña a 126 kilómetros de Roma, donde vive su nona; nuestro escritor viene desde muy lejos, y lo hace con un propósito específico, y gloriosamente noble: separarse. Es acaso una última delicadeza que siente que le debe. Pero es febrero del 2020, y cuando nuestro escritor llega, llega también la primera ola de Covid a Italia.

Ahora estamos agotados de conocimiento sobre el virus, pero en aquel momento las supersticiones eran moneda corriente, y hasta sospechábamos que si el virus te miraba fijo, te morías. La propia novela compila, de capítulo en capítulo, teorías estrafalarias en tiempo real, tramas conspiranoicas y delirios propios de la ciencia ficción que por aquellos días escuchábamos en noticieros y redes sociales y que hacen que lo que ocurre en la novela (una trama deliciosamente extraordinaria) se vuelva, al menos por contraste, sensato y posible.

Nuestro héroe carece de heroísmos, por eso es fácil empatizar con él. Queda encerrado con la chica de la que iba a separarse, y con su vasta familia italiana, en una casa ¿pequeña y acogedora?, sí, para una pareja de ancianos acostumbrados a la mansedumbre campesina de un pueblo medieval, pero no para una familia multitudinaria y citadina, refugiada de la peste y con un argentino extranjerísimo, que delata su intrusión comprendiendo, cada día que pasa, un poco menos del nulo italiano que manejaba antes de haber llegado.

Se suceden unos desarraigos pintorescos hasta la caricatura. Pongámonos en contexto: en Italia se apilaban los cadáveres, casi mil muertos por día, el sistema sanitario colapsado y no se sabía bien cómo funcionaba el virus: fue uno de los momentos más puros de la pandemia, en el que el fin de todo era soñable. El contexto es importante, pero solo para dejarlo afuera, es tan solo la música de fondo: el punto es que la calle, o más bien, la realidad, estaban vedadas. El argentino no puede volver a su país, y es un extraño en un idioma que ignora, las veredas del pueblo están prohibidas y todo lo que queda es encierro y esa rara soledad duplicada por estar con quien amó pero ya no ama. Entonces, ¿qué puede hacer un escritor amputado de su idioma, encerrado en una casa, amenazado por una peste invisible y circundado por una serie de tradiciones tan míticas como fellinescas, mientras el mundo allá afuera es una sombra que colisiona contra otras sombras? ¿Qué queda más que refugiarse en la literatura y narrarlo todo?

Es este refucilo de literatura lo que resplandece en Delfines en Venecia. ¿Qué importa la pandemia?, parece decir la novela, qué importa si la fábrica de esta tragedia es pueril y banal, es un apocalipsis lento, del que no es posible hacer un Tolstoi pero sí es posible hacer subir al escenario a la tragedia anterior, a la que traíamos con nosotros, a lo que somos. Es en el mismo gesto con el que se cierra el mundo para el escritor con el que se abre la ficción. Y es la ficción la que rebalsa del triste imaginario de un exilado burgués y diletante, y aflora por las calles de Colellongo. El virus aisló al pueblo de la realidad, pero la realidad no frecuentaba ese pueblo hacía rato, y allí donde el tiempo parecía detenido la gloriosa inverosimilitud de la vera vida brilla y desborda.

Los habitantes se dividen en 2 facciones: los que creen que el lockdown está limpiando las ciudades de la contaminación cotidiana, y por tanto están convencidos de que la fotografía en la que se ven delfines nadando por una Venecia desértica es real ( bando está liderado por Pietro, el astrónomo) y, por otro lado, los poseídos por la convicción de que se trata de una Fake News (liderados por Luigi, el carnicero). Mientras estos bandos incrementan sus violencias entre sí, perros y gallinas aparecen muertos por las calles: un oso anda suelto, como reforzando la pertinencia de quedarse en casa. Pero, la nona, que tiene 90 años y es rústica y severa, le cuenta, noche a noche, una historia al protagonista, de cuando ella tenía 12 años y se había enamorado de un espía inglés, que le pasaba data a los aliados, y a quien ella ayudaba, a espaldas de los nazis que habían ocupado el pueblo, pero... les mentía hasta ahí, porque también tenía un vínculo con algunos soldados nazi, y por eso sabía dónde, antes de huir, los nazis habían enterrado un tesoro. Un tesoro que ella nunca buscó y cuyo paradero jamás confió a nadie. Pero de madrugada, bebidos, le dice todo al escritor argentino, un poco porque el mundo se viene abajo, un poco porque este tipo es la pareja de su nieta y, como todo escritor que se precie de tal, no tiene un peso. Aunque no sería imposible inferir que la nona le revela dónde está enterrado el tesoro porque ese lugar está sospechosamente cerca de donde merodea el oso asesino.

Es así que la novela de Francisco Moulia se vuelve una carrera mortal: ¿cómo perecerá nuestro héroe primero? ¿En la belicosidad de una batalla campal entre vecinos? ¿En las garras de un oso mientras desentierra un tesoro nazi? ¿En algún otro plan de la nona que quiere prevenir que su nieta caiga en las manos torpes de un escritor argentino? Sí, mientras tanto, el virus flota en el aire, ominoso como la nieve que vemos a través de una ventana, antes de darnos cuenta de que somos la única persona en la casa que no tiene un cuchillo.

Delfines en Venecia no es el documento de un evento histórico, sino la documentación de un imaginario: del Covid, algo de refilón; pero sí el testimonio de cómo la literatura lidia con el mundo.