El 10 de diciembre de 1983 el pueblo argentino recuperó la democracia y estaba envuelto en un entusiasmo exuberante. Desde 1930, el país había conocido solo algunos intervalos de democracia plena y el futuro se presentaba lleno de promesas auspiciosas. Estamos cumpliendo 38 años ininterrumpidos de gobiernos constitucionales y ese es un logro colectivo indiscutible de la sociedad argentina. Raúl Alfonsín esbozó la consigna que parecía condensar todo el espíritu de la época: “Con la democracia se come, se cura y se educa”. Casi cuatro décadas después es evidente que la promesa no se ha cumplido ¿Qué pasó?

La primera amenaza colectiva después de la dictadura fueron los cuatro levantamientos carapintada. Pedían la impunidad para los militares comprometidos con los crímenes de lesa humanidad. Los militares terminaron subordinándose al régimen democrático, pero fueron muchos los sectores civiles que impidieron que se pueda hacer justicia por lo menos por dos décadas. Desde la base de la sociedad los organismos de Derechos Humanos, los familiares de las víctimas y muchos otros sectores comprometidos lograron mantener con fuerza el reclamo de justicia que hasta el día de hoy se sigue instituyendo en los tribunales. En ese sentido, la democracia argentina es un modelo casi único y referente mundial.

El alcance de la democracia es el gran tema en disputa. El gobierno de Alfonsín tuvo como alter ego a la CGT conducida por Saúl Ubaldini, protagonizó trece paros generales, algunos con movilizaciones masivas, ponían el dedo en la llaga: la democracia tiene que ser también económica. El gran consenso que nos atraviesa desde 1983 es el “Nunca Más” a las dictaduras, pero ¿Qué pasa con la justicia social? ¿Qué pasa con la voluntad de ser un país soberano?

La segunda gran amenaza colectiva que sufrimos fue la hiperinflación. El año 1989 es clave en la historia reciente, los sueldos se pulverizaron, se multiplicó la desocupación, la pobreza llegó a niveles que eran desconocidos en la Argentina, el hambre en el país de los campos fértiles mostró el límite preciso de la democracia institucional. Los saqueos a los supermercados dejaron impregnada para siempre la sensación de que diciembre puede ser un mes explosivo ¿Puede haber democracia con hambre?

Alfonsín entregó el gobierno a Carlos Menem con seis meses de anticipación. La primavera democrática ya había pasado y nos metimos de lleno en un durísimo invierno. El nuevo gobierno también sufrió los rigores hiperinflacionarios y empezaba a quedar muy claro que el nuevo esquema del poder económico postdictatorial tenía una idea muy restringida de la democracia. Si quieren votar voten, pero hay cosas que no se tocan.

Cuando Domingo Cavallo anuncio, por cadena nacional, el Plan de Convertibilidad en 1991, nadie sospechó que duraría once años y que iba a terminar tan trágicamente. El enorme trauma que significaron las crisis inflacionarias sumergió a las mayorías populares en la ilusión de que tener una moneda 1 a 1 con el dólar y los precios congelados valía cualquier sacrificio. Por eso el crecimiento exponencial de la deuda externa y la privatización de las principales empresas del Estado no parecían importarles a las mayorías populares si a cambio la inflación estaba controlada. Pero el precio fue altísimo. La aparición de los piqueteros en la vida política y social se relaciona directamente con esa nueva Argentina en decadencia. Los desocupados no pueden hacer huelgas, pero necesitan hacerse visibles, entonces empezaron a cortar caminos y a organizarse con nuevos métodos.

Tan hondo había calado la ilusión de ser un país del primer mundo que Fernando de la Rúa ganó las elecciones de 1999 prometiendo que iba a mantener la Convertibilidad. El juego de la democracia seguía su alternancia, pero todos hablaban de ajuste, de cumplir metas, de bajar gastos, de recortar derechos laborales. Con la democracia se ajusta. Desaparecieron de todo el horizonte los proyectos transgresores, transformadores. La nueva utopía fue el equilibrio fiscal.

El tercer gran acto de peligro colectivo fue la crisis del 2001. Se tocó fondo, el rechazo generalizado a los políticos no se convirtió en un pedido de golpe de Estado. Pero se hizo foco en la política y la estructura económica volvió a quedar tras bambalinas. El protagonismo popular tomo múltiples formas y el gobierno de transición de Eduardo Duhalde no pudo hacer pie porque intentó poner un límite a las protestas por la vía represiva y la sociedad no lo permitió.

Néstor Kirchner se convirtió en presidente en 2003. Desde el primer día decidió gobernar en sintonía con esas multitudes movilizadas. Enfrentó y derrotó a la Corte Suprema que lo chantajeaba con un mensaje directo a la población, denunció con nombre y apellido a las empresas que intentaban aprovechar su posición dominante. Volvió a instalar el tema de los Derechos Humanos, se sacó de encima al FMI de un solo pago, negoció duro con el resto de los acreedores, se alineó con los principales líderes de la región y le hicieron frente a EEUU. Un giro copernicano que detuvo la caída y empezó a generar un crecimiento con justicia distributiva.

La sociedad reconoció el rumbo y eligió a Cristina Kirchner presidenta. Y aquí llegamos al cuarto acto clave de estos 38 años: el conflicto del 2008 con las patronales del campo. Lo que se disputó allí es el modelo de país, el tipo de democracia que estamos construyendo. Allí se formó el frente político, social, mediático y empresario que en 2015 logró llevar a Mauricio Macri a la presidencia.

La mayoría de las instituciones de la democracia son hijas del SXIX y deben enfrentar los problemas del SXXI. Para que realmente el pueblo pueda intervenir con chances de tener peso en las decisiones políticas hacen falta renovaciones que le vuelvan a dar contenido. La democracia, si solo es institucional, queda peligrosamente a merced de las corporaciones y no tiene forma de expandirse. Es con la gente participando, con las grandes movilizaciones, que aparecieron todas las conquistas populares.