El 2 de diciembre de 1983 a las siete de la tarde, un guardián se acercó a la puerta de rejas del pabellón seis de la cárcel de Rawson con un papel en la mano y gritó: “los que voy a nombrar preparen “el Mono” porque se van en libertad. El Mono era un bolso que se armaba con una frazada, en el medio de ella se ponían los pocos efectos personales, se ataban las cuatro puntas y se cargaba al hombro. Hasta ese momento, los presos políticos solamente lo habíamos hecho cuando éramos trasladados de una cárcel a otra, traslados que eran muy comunes en aquellos años de dictadura y que muchas veces se usaron para inventar imposibles fugas que terminaban en fusilamientos.

Pero esa tarde de Rawson todos sabíamos que era verdad. La dictadura estaba en retirada y, antes de entregarle el gobierno a Raúl Alfonsín, quería sacarse de encima a aquellos detenidos políticos cuyas causas judiciales no aguantarían ni un solo día en democracia.

El guardián empezó a leer la lista y los gritos de alegría de todos los compañeros del pabellón que festejaban la noticia hacía casi imposible escuchar a quiénes se nombraba.

Recuerdo haberme subido a una mesa de cemento, de las tres que había en el pabellón, y ponerme a saltar y bailar como si estuviera en una cancha de fútbol. La disciplina carcelaria ya estaba totalmente quebrada y no teníamos miedo a ninguna represalia. El fin de la dictadura era inminente y hacía meses que no había más palizas, calabozos de castigo o el catálogo de sanciones salvajes y arbitrarias que sufrimos durante años.

Todo eran abrazos, gritos, cantos y consignas esa tarde en la cárcel de Rawson, porque los compañeros de los pabellones vecinos, enterados, se unieron al festejo, y ya a nadie le importaba nada de nada: sólo felicitar y abrazar a los que se iban.

En eso estábamos cuando el “Pino” Cuesta, mi compañero de celda, me agarró del brazo, y me bajó de la mesa donde yo bailaba: “Dejá de bailar, boludo, y prepará tus cosas. Te acaban de nombrar, vos también te vas.”

No le quise creer. Aún me faltaban tres años de condena, y si bien yo había sido juzgado por un Consejo de Guerra y privado de cualquier derecho a defensa, lejos estaba de imaginarme que esa tarde también sería liberado.

Seguro de que era una broma, me acerqué a la reja y encaré al celador: “Digamé, no escuché bien pero me avisan que acaba de nombrarme ¿Es verdad que me voy?” El tipo me preguntó el apellido y empezó a mirar la lista y a recorrerla con su dedo índice de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Una y otra vez miraba la lista y me miraba a la cara: “Soriani… Soriani...” repetía moviendo la cabeza negativamente. Mis piernas temblaban y esos minutos o segundos se hicieron eternos. Cuando ya estaba convencido de que era otro de los chistes habituales del “Pino”, aunque esa vez un poco más pesado, el guardián dijo: “Soriani, Hugo Ernesto, sí, acá está. Se va. Haga el 'Mono', porque no estoy para perder el tiempo”. Me di vuelta, y los compañeros que me rodeaban, ya estaban arriba mío para abrazarme como si hubiéramos ganado la final de porteños contra tucumanos, el clásico de aquella cárcel, donde dejábamos la vida en cada partido.

No hizo falta que preparara nada. Dejé las pocas cosas que tenía y formé fila junto a los que iban a salir liberados sólo con lo puesto. Abrieron la reja, y con un griterío infernal de todos, prolongamos la despedida para que los guardianes que habían sido nuestros verdugos, fueran testigos de nuestra alegría. Además, los que nos íbamos tampoco nos resignábamos a dejar a los compañeros que se quedaban adentro. Aunque supiéramos que lograr la libertad de todos era más fácil con nosotros afuera.

Nos llevaron desde ese pabellón a los calabozos de castigo y nos encerraron ahí hasta pasada la medianoche, mientras se hacían los trámites burocráticos propios de estas movidas.

Recuerdo los cánticos con que llenamos esos sucuchos inmundos, que nos habían tenido tantos días como sancionados, y las palizas o baños con agua helada recibidos ahí durante los peores años de la dictadura. Recuerdo también haberme sentado en el suelo y apoyado la espalda contra esa pared húmeda y sucia, en posición fetal, quizás sabiendo que empezaba a nacer de nuevo.

Nos sacaron el uniforme de chaqueta y pantalón azul que nos obligaron a usar desde siempre y nos entregaron las ropas civiles que el SPF nos requisó cuando fuimos detenidos. Recuerdo mi camisa entallada, con pespuntes y cuello en punta, mis pantalones oxford de “piel de durazno” y mis zapatillas Flecha blancas, que ya eran grises por el tiempo. Todos estábamos más flacos, así que no tuvimos problemas de talles. No sólo nos entraba la ropa sino que algunos tuvieron que pedir hilos para sostenerse los pantalones, que se caían por los kilos perdidos entre la mala alimentación y algunas huelgas de hambre de las que hicimos durante aquellos años. Cuando nos vimos “de civil” casi no nos reconocíamos. Fueron años de estar obligados a usar ese uniforme de “preso”, con el que también pretendieron degradarnos.

Horas después, a las 2 de la mañana del tres, nos abrieron las puertas. Formados en fila india y rodeados por un grupo numeroso de penitenciarios, nos guiaron hasta la puerta del Penal para que fuéramos saliendo en grupos de a diez, con intervalos de cinco minutos. Salí en el último grupo y un guardián que no era de los peores se acercó a mi oído y me dijo: “Soriani, salga caminando despacio, no corra ni mire hacia atrás. No de vuelta la cabeza porque dice la leyenda que el que corre o se da vuelta para mirar el Penal, vuelve”.

Le hice caso y trasladé la consigna al resto del grupo. Ninguno de esos diez compañeros corrió ni dio vuelta su cabeza. Aún hoy recordamos esa anécdota cuando la vida nos junta para celebrar los aniversarios de aquel día inolvidable.

 

La noche de Rawson y un cielo estrellado, que no veíamos desde hacía años, nos invitaba a mirar hacia arriba y a vencer la tentación de desobedecer el consejo. Estábamos afuera, estábamos libres, volvíamos a nacer. Ahora había que avisarles a nuestros familiares y preparar el regreso a casa. A eso íbamos.