Recordar es fundamental, pero aún lo es más no descansar. Setenta y tres años han transcurrido ya desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada y proclamada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas en la resplandeciente ciudad de París. Aquella ciudad cargada de simbolismo político y social, que gritó mucho antes que nosotros por la libertad, la igualdad y la fraternidad; aquella ciudad que vio nacer las repúblicas modernas y albergó la firma del Armisticio en 1918 nos interpela hoy a responder cuánto de aquel espíritu desilusionado por los horrores de la guerra permanecen aún en el horizonte de la humanidad en su conjunto. ¿O es acaso que los ideales universales ya no cuentan más que para unos pocos que los transan en una bolsa de valores bajo el régimen de la oferta y la demanda? ¿Qué pasó pues con esa perspectiva de sentido que significa la defensa de los derechos humanos en todos los rincones del mundo, aun en los más oscuros y desolados, y no solo en los iluminados de una vitrina comercial?

Tendríamos que recordar siempre que el motivo de dicha proclama fueron los actos de barbarie ultrajante cometidos en la más brutal experiencia de exterminio humano, sintetizada en Auschwitz como el centro administrativo de la masacre. Pero también como un intento de poner límite a la incesante repetición del uso y abuso indiscriminado de la violencia bélica en la fábula humana. Resulta entonces como efecto de un trauma global, que dejó su huella imborrable en la conciencia del mundo, que apela a la razón del derecho igualitario y la dignidad intrínseca del hombre como aspiración suprema al disfrute de una libertad sin temores ni miserias. Como tentativa de aludir a lo inefable. Pero las más de las veces nos sorprendemos y desalentamos ante el fracaso de dicha tentativa de resguardo que pregona un tiempo venidero del respeto, el reconocimiento y la aplicación del derecho universal.

Por desgracia, nuestra actualidad no se diferencia mucho de aquel pasado penoso, pues asistimos a un fenómeno discursivo ampliamente difundido en que las posiciones no se sostienen más que por su radicalismo y la búsqueda de otros en quien depositar la agresión. Mientras un velo que todo lo cubre desfigura cada exigencia, cada demanda pública, nuestra generación imperturbable se siente afortunada y dichosa. Después de todo no hemos experimentado una guerra, ni grandes hambrunas. Las dictaduras latinoamericanas nos parecen superadas y reina entre los jóvenes la aspiración a la opulencia omnipotente que se ha convertido en una exigencia personal y un imperativo universal. El individualismo se ha instalado progresivamente como el rasgo dominante del ethos contemporáneo, mientras que la libertad se ha convertido en una excusa explícita que niega toda forma del bien común.

Para nosotros psicoanalistas no es un asunto nuevo el intento de abordaje al problema del derecho, la violencia y la justicia. Freud mismo tuvo la oportunidad de discutirlo en un intercambio epistolar promovido manifiestamente por Albert Einstein, con el auspicio de la Liga de las Naciones, quien en 1932 le pregunta, en su condición de conocedor del alma humana, sobre la posibilidad de evitar a los hombres los estragos de la guerra. Ambos, sin saber lo que se les avecina, se aventuran a descifrar la nebulosa cuestión. La respuesta de Freud, como vaticinio de lo inminente, concluye con una disculpa por lo desilusionante de su exposición. Y es que se ve obligado a comunicar sus descubrimientos: el factor psicológico que no puede menos que poner en juego las originarias mociones pulsionales (o instintivas si se prefiere) de la autoconservación, el placer de agredir, la necesidad de amor y el esfuerzo hacia la ganancia de placer y la evitación del sufrimiento. Esa tendencia a la destructividad innata del hombre es lo que Freud llamará pulsión de muerte, que se opone a los instintos sexuales del Eros tendiente a la unión entre personas y la conservación de la especie. Sostiene que esa polaridad teórica se puede reducir a la consabida diferencia entre el amor y el odio. También sugiere que toda vida combina el deseo de supervivencia con un ambivalente deseo de aniquilación, y nos advierte de no desconocer esa tendencia originaria en nosotros mismos, no como un fenómeno patológico sino como una cualidad irremediable.

De modo que los derechos humanos están siempre bajo amenaza latente, y no hace falta más que escuchar aquellas voces desplazadas que se alzan a menudo en demanda de reivindicaciones políticas, sociales y económicas para constatar cuantas veces se quiera dicho panorama. Millones de voces en el mundo, consecuencia de la exclusión y la persecución, que reclaman por el reconocimiento y el respeto de sus derechos y su libertad sin distinción de raza, color, sexo, religión, origen social o posición económica. Voces y puños alzados que no descansan ni retroceden en la persecución de aquella promesa de igualdad de derechos: la eterna causa feminista de trato igualitario entre hombres y mujeres, renovada hoy bajo la consigna de “ni una menos” como efecto de los femicidios en la Argentina. El movimiento “black lives matter” en defensa de los derechos civiles de los afrodescendientes en Norte América. El movimiento de liberación LGBT contra la discriminación sexual. Las demandas étnicas de reivindicación cultural que surgen en todo el mundo colonizado, y las revueltas sociales en contra del modelo capitalista, que explota abusivamente tanto a trabajadores como recursos naturales y origina la crisis climática por contaminación más grande en la historia del planeta. Habría que agregar además la creciente dispersión de un discurso populista de carácter autoritario y totalitarista que rechaza abiertamente la emergencia de un mundo determinado por la igualdad de derechos. Discurso de odio erigido como garantía del orden y el progreso, en un supuesto fantasioso de decadencia y corrupción de la institucionalidad humana, que exige la recuperación de la grandeza de las naciones por medio de una dinámica terrorista del fin de los tiempos.

Finalmente, si bien Aristóteles declara en su Retórica que “el odio no tiene cura”, y no podemos menos que mostrarnos de acuerdo, nosotros estamos en condiciones de resistir ante dicho inconveniente de la cura que es posible subsanar por la vía del amor y la unión. De modo que ante el reclamo incesante de las grandes injusticias no se puede dormir ni descansar, pues en la apacible siesta es donde más avanzan los demonios, y toda vez que uno se repliega sobre sí mismo y se abstrae del mundo, la injusticia recupera terreno.

El llamado es a conmemorar y celebrar una vez más el Día Internacional de los Derechos Humanos. Fundamentalmente para dotar de sentido dicha experiencia traumática, para pensar y no repetir el pasado; para recordar pero sobre todo para trabajar sin descanso por la preservación de los derechos humanos (para todos los humanos).

Marco Antonio Negrón es psicoanalista en formación IUSAM, Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires.