El mediodía parece lejano. Por ahora, el sol es un reflejo dorado sobre el agua marrón del Paraná, unas vetas que llegan desde el cielo turquesa y anticipan el resplandor brillante que irá ganando el día. Ahora, la caminata es arropada por la brisa tenue que hace susurrar a los árboles en las calles de la ciudad mientras despierta. Plátanos, fresnos, algún tilo si hay suerte, y lapachos. A esa hora, todavía, es posible olvidar que la vida urbana es hostil. Que las balas, que la miseria arrastrando a familias enteras a revisar la basura, que los incendios en las islas de enfrente. En la playlist suena Canto Versos, del gran Jorge Fandermole, en esta ocasión junto a Victoria Birchner. Y, si bien desafino, siento con elles: “Tan débil soy que cantar es mi mano alzada y fuerte canto”.

La caminata tiene sus propias reglas: imposible anticipar las emociones o los pensamientos que sobrevendrán, aun cuando los auriculares estén prendidos. Por momentos, los conductores de la Futurock o el podcast elegido pasan a un segundo plano: mandan las ideas que llegan como una ola, dejan su espuma y a veces -solo a veces- se van.

Podrían llevarme hacia la escuela 756 del barrio Las Flores, allí donde un 19 de diciembre, en 2001, Claudio Lepratti recibió un itakazo en la garganta. La ciudad entonces era escenario de una cacería policial a personas que buscaban desesperadamente algo para comer. Sonó el teléfono en el pequeño departamento donde yo vivía con Cristina. “Lo mataron a Claudio”, dijo ella, cuando cortó. Era maestra en el jardín de infantes de esa escuela, compañera de trabajo de Claudio, no le decía Pocho. Mi grito inicial fue: “Noooo”, insistí unos segundos con la negación: “No puede ser”.

No sabía quién era Claudio, no tenía idea de cuánto más podía ser en esos días. Mi cabeza vuelve a esos momentos: en estos días de recordatorios de la revuelta popular de 2001, me acompañó la lectura del informe final de la Comisión Investigadora No Gubernamental de Diciembre Negro que debió conformarse en Santa Fe, ante la negativa del entonces gobernador Carlos Reutemann a investigar las nueve muertes de la provincia. Fue un pasaje de ida al nudo en la garganta de aquellos días aciagos. Cada crimen estatal está relatado con detalle, en las voces de testigos. Finalmente, se convirtió en un libro, 20 diciembres impunes. Sí, fueron crímenes planificados. Sí, fue la policía. Esa noche salimos a la calle. Éramos muchísimos.

El día que León Gieco cumplió 70 años, en la celebración que se hizo en el Centro Cultural Kirchner, Nadia Larcher regaló una interpretación urgente de El ángel de la bicicleta. Con el crimen de Lucas González a flor de piel, la cantante catamarqueña terminó con “Basta de gatillo fácil, dejen de matar a los pibes”. Su voz, una vez más, fue el vehículo de una potencia ancestral.

No hay forma de elegir en qué se quiere pensar mientras se camina, y así sigo, saltando de un tema al otro. Las minucias cotidianas se enredan con la emoción que todavía me genera el triunfo en Chile. Pasan los días, y la garganta se sigue anudando cuando escucha a Gabriel Boric. Todo lo que hizo -antes, ahora, durante- el movimiento feminista para terminar con el neoliberalismo tiene para mis caprichosos pensamientos nombres de cantantes. El amor eterno por Violeta Parra ya formó parte de esta columna, pero ella vuelve, una y otra vez: la traen las pibas, las que hoy ya no lo son tanto. La reviven con sus canciones. Francisca Gavilán, la elegida para Violeta se fue a los cielos, parece ella cuando canta Arriba quemando el sol. “Abajo la noche oscura, oro, salitre y carbón, y arriba quemando el sol”.

De Chile a Chubut, escuchar música durante la caminata lleva a otra copla, con la que la murga La Caterva grita ¡Megaminería No! Nuestro pueblo dice no. Tanta gente que pregunta con malicia dónde están las feministas. También estuvieron ahí las compañeras chubutenses, resistiendo contra la destrucción de los territorios.

Territorios y cuerpos, cuerpos y territorios. Sabemos cuál es la lógica que les domina.

Lo saben las compañeras chilenas. “Chile despertó”, decían en 2019, mientras daban vuelta el país. Mon Laferte ya vivía en México, pero se pintó: “En Chile torturan, violan y matan” en el pecho, y se quedó en tetas para protestar en la entrega de los Latin Grammy. Al día siguiente, lanzó Plata Ta Ta, escrito en colaboración con El Guaynaabichi. “Nos sacamos los sostenes, levantamos los pañuelos, verdes como la marihuana”, baila y canta.

El "despertar" de Chile fue largo y potente. En 2006, les estudiantes secundaries empezaron una rebelión que nunca dejó de latir. Trece años después, cuando comenzó el estallido de los 30 años, que no fue por 30 pesos, resultó emocionante ver -por televisión, claro, nunca estuve en Santiago de Chile- a una multitud cantando El derecho de vivir en paz, ese tema de Víctor Jara dedicado a Ho Chi Ming que tras el estallido fue reversionado en un manifiesto colectivo de músiques. “Los estudiantes no lo dejarán dormir si usted no los deja soñar”, decían. 

Más que las noticias, es la música lo que me lleva a ese país que no conozco. En la lista hay varias canciones de Ana Tijoux, su canto rebelde no puede faltar. Me detengo -pero sigo caminando- con Somos sur, en versión conjunta con la cantante de hip-hop británico-árabe Shadia Mansour, que también hace música como “una forma de resistencia no violenta”.

No habrá tregua, tampoco me la dan los pensamientos, mi paso será cansino pero la cabeza no para. En estos días me conmovió el libro Línea Materna, de Lila Paolucci, publicado por Editorial Brumana. “Mientras camino desde mi casa a la primera consulta con una médica china se me hace patente lo atolondrados que son mis pensamientos. Esto me pasa exactamente en una esquina, antes de cruzar una calle sin semáforo, cuando ya caminé siete cuadras muy rápido, a más de trece pensamientos por minuto”, relata Lila en la página 71. No fue ése el fragmento con el que lloré como si mi mamá recién hubiera muerto, pero ésa es otra nota al margen. “El día que mi madre cumple sesenta años, ya hace más de tres que ha muerto y yo elijo decirla por su nombre y no por el lazo que la une a mí. Silvia”, empieza el ¿capítulo? 25, y esas dos hojas quedarán arrugadas para siempre por mis lágrimas.

Claro que todavía no sé leer mientras camino, ni uso audiolibros, así que son, apenas, retazos de ideas que vuelven a aparecer cuando quieren.

La playlist sigue su curso, aunque yo durante minutos me abstraiga. Hasta que suena Javiera Mena, y me envuelve con su Otra Era, bien electrónica. Casi que bailo mientras camino, y muevo los labios con la letra. Cantar, no sé, pero el placer de seguir la letra quién te lo quita. Y si me diera vergüenza, que no me da, llevo el barbijo puesto.

Ana, Mon, Javiera, cuántas cantantes trasandinas amadas, como Francisca Valenzuela que, en El último baile nos arenga: "esta noche se baila, como si fuera la última". Al fin y al cabo, hoy termina 2021 y, haya poco o mucho que festejar, lo mejor es recibir el 2022 a puro baile.