La guerra ruso-ucraniana estalló. El acuerdo con el FMI se encamina a su tratamiento definitivo en el Congreso con su secuela de crisis tanto en el oficialismo como en la oposición. Como en espejo, la dura realidad refleja un panorama que saca de discusión cuestiones que parecían centrales una semana atrás, generando la ilusión de que por fin se debatan los problemas centrales que nos afectan gravemente.

Los roles se ven invertidos, pero no se han sincerado. Es el macrismo el principal interesado en que el Parlamento legitime la deuda. ¿Es posible otra cosa? Seguramente no. Con el cuchillo en la garganta y la débil reacción opositora en el momento de tomarse la deuda, ahora parece ser demasiado tarde. Ello explica la renuncia de Máximo Kirchner a la presidencia del bloque, pero no abre la puerta a una decisión diferente.

Las decisiones arrancadas bajo presión a la corta o a la larga terminan estallando. Alcanza el ejemplo de la OTAN con Rusia para ponerlo en claro. Abundan acuerdos ruines como el de Grecia para entenderlo por el contrario sentido. Tal vez lo más sensato para el Gobierno sea mantener este impase hasta que la situación internacional encienda nuevamente las luces de la escena. Está claro de qué lado viene el apuro. O es solo conseguir el mayor plazo posible sino poner en cuestión la legitimidad de la deuda.

Si un capo cómico desconocido en la política de Ucrania generó tamaño revuelo internacional poniendo en cuestión el orden mundial nos enfrentamos a una coyuntura donde basta que un loco ejecute al príncipe de Sarajevo para ver de nuevo la política de la primera guerra mundial.

Son tiempos de ocupar los espacios y mantener las posiciones. De ver al movimiento obrero más que nunca abrazado a sus banderas y abriendo puertas al movimiento de Derechos Humanos, organizaciones sociales y colectivos de mujeres consolidando el enorme logro de la resistencia al macrismo que supo reemplazar las debilidades de nuestra representación parlamentaria.