Desde Londres

En medio del repentino reacomodamiento internacional por la invasión rusa asombran las conversaciones del gobierno de Joe Biden y el de Maduro y la decisión de Boris Johnson de poner fin a la dependencia del petróleo ruso mediante una negociación con el democrático régimen de Arabia Saudita que decapitó el sábado a 81 personas.

Entre agujeros, hilachas y remedos tan a la vista, hay otros que pasan desapercibidos. El proyecto de ley contra el Delito Financiero del Reino Unido es un ejemplo. En teoría es un símbolo de la decisión británica de poner fin al uso de paraísos fiscales por los oligarcas rusos, eje de su estrategia para desestabilizar el gobierno de Vladimir Putin. En la práctica está llena de rendijas legales que la vuelven más un tramposo ejercicio retórico para salvar al gobierno de Boris Johnson que en una efectiva táctica en el enrarecido escenario diplomático que abrió la guerra.

El mayordomo británico

El actual proyecto de ley contra el Delito Financiero (Economic Crime Bill) que aprobó la Cámara de los Comunes y está debatiendo la de los Lores tiene una historia sinuosa y accidentada. David Cameron lo propuso con gesto adusto en un congreso internacional contra la corrupción celebrado en Londres en mayo de 2016 poco después de que fuera uno de los mandatarios (junto a Mauricio Macri, entre otros) nombrados en el escándalo de los Panama Papers. Ese mismo año el referéndum a favor de salir de la Unión Europea sacó al tema de agenda y a Cameron del gobierno. Resurgió en 2018 con un proyecto de ley redactado y cajoneado por el gobierno de la sucesora de Cameron, Theresa May. El sucesor de May, Boris Johnson, lo descartó en la campaña electoral de 2019 y nuevamente hace unos dos meses. La invasión rusa lo desempolvó y maquilló como para que, en un pase de magia, parezca nuevo.

El proyecto contempla la publicación de los beneficiarios finales de empresas extranjeras registradas en el Reino Unido, enmiendas a la ley de sanciones financieras y una reforma de las UWO (unexplained wealth order) para la detección de operaciones de alto volumen y oscuro origen. Según la retórica conservadora, se busca “garantizar la transparencia financiera” con nuevas medidas regulatorias. No se trata de un fenómeno marginal. En juego, solo en el el capítulo inmobiliario, hay más de 80 mil propiedades que en conjunto valen unas 100 mil millones de libras y que pertenecen a empresas extranjeras fantasmas radicadas en paraísos fiscales.

El problema es que, según uno de los grandes expertos británicos en el tema, Oliver Bullough, las medidas no solo son insuficientes sino que tienen tantas rendijas legales que no van a servir para detectar ninguna propiedad en manos de una empresa pantalla de billonarios rusos o de cualquier otra parte del mundo. “La definición del Proyecto de un beneficiario final es que tenga un control del 25% de la compañía offshore. Esta es una regulación muy fácil de sortear. El oligarca puede dividir la propiedad en cinco partes con parientes que tengan cada uno un 16,67% de las acciones. Ninguno tendrá que revelar su identidad. Otra vía es ser dueño de la compañía a través de un Trust corporativo (…fideicomiso….) con lo que no tendrá que dar su nombre. Estos mecanismos que estoy nombrando los detecto yo sin ser abogado. Imagínense lo que pueden hacer con estas medidas los expertos legales que tiene la City”, escribe en el The Guardian el autor de “Butler to the World: How Britain Became the Servant of Tycoons, Tax Dodgers, Kleptocrats and Criminals”.

Hay otras maneras más elementales de fraude señaladas por el autor de “El mayordomo del mundo: cómo Gran Bretaña se convirtió en el sirviente de magnates, evasores fiscales, cleptócratas y criminales”. La más obvia está al alcance de un niño de cinco años: mentir. En el corazón del proyecto de ley para revelar los beneficiarios finales de las empresas extranjeras offshore con propiedades en el Reino Unido está el registro de compañías de Gran Bretaña, la Companies House, que fue desregulada a mansalva en los últimos 10 años.

El queso Gruyere

El año pasado, la Companies House, llegó a tener unas 3 millones de empresas con una incorporación anual de unas 550 mil nuevas entidades. Esto significa que cada día se registran más de 1500 empresas. El trámite por internet cuesta el equivalente a unos 15 dólares, se hace en minutos y la aprobación llega en menos de 24 horas. El chequeo de información es nulo.

Una saga farsesca revela la degradación institucional de ese queso gruyere que es la Companies House. En 2013, un hombre de negocios con conciencia cívica, Kevin Brewer, intentó demostrarle al gobernó la falta de chequeo que había sobre los datos que presentaban las compañías en el registro. Brewer fundó una empresa con el nombre del principal responsable del tema a nivel gubernamental que figuraba como único accionario de la empresa: la John Vincent Cable Services Ltd (nombre del ministro de negocios e innovación).

En una carta al ministro, Brewer citó este ejemplo para demostrar el impacto que la desregulación estaba causando. La única respuesta que obtuvo fue una dura amonestación de la asesora del mismo John Vincent Cable quien le aseguró que el sistema funcionaba de maravillas.

Brewer insistió años más tarde, con el gobierno de Theresa May, fundando exitosamente otra compañía inventada. A fines de 2017 la Companies House lo llevó a la corte y tuvo que llegar a un acuerdo extrajudicial para no perder la ropa. Ironía del destino, Brewer fue el primer caso que la Companies House llevaba a la justicia entre las decenas de miles de compañías que se registraban cada año. El proyecto de ley no soluciona esta patética mecánica institucional para el chequeo de datos.

En “The Financial Curse” (La maldición financiera), Nicholas Shaxson, describe al Reino Unido como un estado atrapado en un laberinto de opacidad financiera que impregna su vida política, institucional y legal. El reinado de la city y su entramado financiero y de paraísos fiscales ha colonizado y limitado los distintos gobiernos y su capacidad de reacción: es lo que está pasando con esta legislación, teórica pieza central de las sanciones contra Putin.

Sin dinero a ninguna parte

Aún si la ley no tuviera todos estos agujeros, haría falta un marco institucional bien presupuestado para su implementación. La National Crime Agency (NCA) y la Serious Fraud Office, que se encargan de todo tipo de delito financiero, no tienen ni por asomo los fondos o el personal necesario para luchar contra el ejército de abogados y contadores con que cuentan los cleptócratas, multimillonarios evasores y mafiosos para aprovechar y/o crear vacíos legales que blanqueen los fondos más opacos.

Según la ONG, Spotlight on Corruption, el presupuesto de la NCA ha disminuido en un 4,2% en los últimos cinco años. El año pasado, en su discurso de despedida, la directora saliente de la NCA, Lynne Owens, señaló que la agencia necesitaba un aumento presupuestario del 54% para lidiar con la epidemia de crimen financiero que el Covid agravó con todo tipo de estafas al fisco.

Spotlight on Corruption calcula que el Reino Unido invierte un 0,042% de su PBI para financiar a los organismos estatales que combaten un delito financiero equivalente al 14,5% del PBI. “El NCA estima que el fraude causa pérdidas a los consumidores, negocios y el sector público de alrededor de 190 mil millones de libras anuales y que el lavado de dinero hace perder 100 mil millones de libras”, señala un informe de la ONG.

Los oligarcas rusos son apenas una mínima fracción de todo este dinero que ha creado el Paraíso Fiscal UK. Según las estimaciones, siempre aproximativas en un tema de tanta opacidad, representan unas mil millones de libras del universo inmobiliario opaco del Reino Unido.

El pasado me condena

La ministra del interior Priti Patel señaló durante el debate en la Cámara de los Comunes que se va a necesitar una nueva ley para complementar la actual. Las chances de que lo haga son casi nulas dada la escasa credibilidad y voluntad política del gobierno para enfrentar los intereses combinados de la City de Londres, las ingentes sumas de dinero lavadas y la propia ideología libertaria conservadora.

En enero el Secretario de Fraude del tesoro (su título es “Fraud secretary”), Lord Theodore Agnew renunció porque, según dijo, “es imposible defender la conducta del gobierno en esta área”. El año pasado el inefable Boris Johnson ridiculizó el informe del comité de inteligencia y seguridad de su propio parlamento sobre la influencia de cleptócratas rusos acusándolos de ser anti-Brexit.

Estos fondos han alimentado las arcas del partido Conservador durante las cuatro victorias consecutivas que obtuvieron en las urnas desde 2010. Hay una alianza de hierro, difícil de derretir. Esta es la explicación de la política pendular de los conservadores y en especial Boris Johnson con Rusia, pero también con China o con cualquier fondo opaco que ingrese vía la City de Londres, “no questions asked”.

Paul Mason, ex editor económico de la BBC, autor de “Meltdown”, un análisis del estallido financiero de 2008, predice una vuelta del péndulo. “La relación de Boris Johnson con Rusia y China es bipolar. Pasa de una directa cooperación con sus oligarquías y el mantenimiento de Londres como un centro de lavado de activos a repentinos intentos de confrontación”, señala Mason.

Para Johnson Rusia ha sido un salvavidas político de los escándalos por las fiestas en 10 Downing Street en tiempos de pandemia y la actual crisis del standard de vida. Un proyecto de ley que aparentemente endurezca el régimen regulatorio, pero que esté tan lleno de agujeros que sea inútil, es una solución perfecta para alimentar esa ambivalencia que detecta Paul Mason, para seguir con el péndulo del que ladra mucho y muerde poco.