Aben Amet Al Zugavi, que figuraba con el nombre cristiano de Abel Triste, tenía diecinueve años cuando la guerra civil interrumpió su carrera de letras apenas comenzada. En un barco griego, arribó al puerto de Rosario a fines de septiembre del treinta y seis. Jamás volvió a ver a su madre ni supo nada de sus hermanos. Forzosamente  adaptado a nuestras costumbres, mantuvo una cierta melancolía atemperada por la presencia de su amigo el Mocito y por la lectura de la Biblia, el Talmud y el Corán, que comentaba en algunas reuniones ocasionales, donde lo instábamos a hablar de su historia. Por lo demás, el Oriental, como lo llamábamos, fiel a su temprana vocación interdicta, que había heredado de su madre española, intercalaba la exaltación de la poesía con las aventuras de Hakim de Merv o el exterminio de los Abencerrajes en un patio de leones. Por supuesto, agregaba: siempre es más noble la predisposición de un pueblo para la poesía, que la predisposición a la batalla.

Cuando el Mocito desapareció en la siniestra represión del setenta, el Oriental quedó devastado y pasado un corto tiempo desapareció.  Yo había olvidado su historia, que retornó dieciséis años más tarde, un sábado a la tarde para ser preciso, cuando reconocí en un linyera muy viejo que rondaba la plaza Guernica, al Oriental, mendigando una exigua limosna. Su cuerpo encorvado se había achicado considerablemente y costaba reconocer su rostro surcado de arrugas y carcomido por una barba desprolija y sucia. Una expectación convulsiva revelaba su salud deplorable y decidí ocuparme en la medida de mis posibilidades.

Renuente como siempre, balbuceó algunos intersticios de su historia reciente. Asentado en el noroeste, había emprendido varias empresas desafortunadas y una relación que culminó en fracaso. Esa sucesión de lamentables sucesos terminó por derrumbarlo. En la actualidad, acostumbraba a pernoctar en un refugio de indigentes en el oeste de la ciudad, donde pasaba a buscarlo de tanto en tanto.

Hacia el fin del mes, me enviaron al Hospital Provincial donde lo habían internado. Una de las noches en que acompañé su febril agonía, arrasado por el delirio de la fiebre imploró por el Guadalquivir de las estrellas.

Un día después, incurablemente recuperado, me contó esta historia: como mi madre murió ocasionalmente en Guernica, tomé la costumbre de pasear por la plaza y sentarme en un banco para deleitarme con la vista del río. Muy cerca de la estatua que proyecta una sombra sobre la explanada, me sorprendió la presencia de Federico y el recuerdo de un fugaz trayecto que hice desde nuestro pueblo, Abérasturi, hacia la Alhambra, guiado por una inquietud filológica acerca del apellido de mi padre a quien nunca conocí. Realicé el trayecto en un tren que me permitía dormir durante la noche. La ansiedad me predispuso a un sueño donde me encontraba en el patio de los leones y Boabdil lloraba como una mujer lo que no había sabido defender como hombre. En ese trance, me desperté. El alba se insinuaba a través de la ventana donde el paisaje parecía susceptible de una modulación variable y continua que permitía un espectro de transiciones y yo me encontraba tan evanescente, que no sabía a ciencia cierta si viajaba en realidad o seguía en el sueño de la vigilia. Recordé la experiencia de mis ancestros y creí férreamente que viajaba hacia el pasado, convencido de que el tiempo se distendía en mi puño crispado para desarticular mi incipiente nostalgia. Para desalentar mi inestabilidad, decidí refugiarme en el vagón comedor, pero estaba prácticamente vacío. Solo uno o dos pasajeros departían el desayuno y sentado a una de las mesas del lado contrario, un hombre con la mirada perdida en las modulaciones de lo real, murmuró: "Qué extraño que me llame Federico". Por un momento, su reflejo en los cristales se confundió con el mío y cuando el tren trabajosamente se detuvo, el hombre y su reflejo descendieron. ¿Granada? Pregunté. Un empleado del comedor asintió y descendí. Tardé unos minutos en llegar a La Alhambra; demoré toda la mañana recorriendo el Generalife, el patio de los cipreses y la escalera del agua. Gradualmente esas bellas imágenes sucesivas, debieron agitar mi respiración, máxime al tratarse de hombres de mi sangre, sin embargo la experiencia de mi sueño había atenuado la admiración de lo real, sin duda exuberante. Tal vez, pensé, cuando la modulación alcanza el punto de equilibrio donde se instala la materia, el molde de lo real se torna previsible. En esas cavilaciones estaba cuando vi al joven del tren que era detenido por la Guardia Civil en el predio de una casa que, en ese momento sentí el verdadero destino de mi viaje. Después del breve tumulto, el predio quedó en silencio. Me apresuré a irme por temor a quedar implicado, pero no resistí la tentación de volver a la tarde siguiente, donde sentí una extraña congoja que debía desalojar de alguna manera a riesgo de perderme en una dimensión de tiempo anacrónico que me desdoblaba, puesto que una parte de mí, muy íntima, insalvable, reclamaba lo que escribí más tarde, en un papel que todavía conservo, como si no pudiese resignarme a ver morir, todo lo que muere o todo lo que en ese momento, había vuelto a morir con él, junto a mí en la tarde agobiante.

En ese momento, Aben hizo un esfuerzo para seguir, pero con un estertor enmudeció. Su mano se abrió involuntariamente y cayó un papel que todavía conservo. Mala muerte la tuya, hermano Federico, que niega la mesura en la voz de mi mano, sudario del olvido con el cual dignifico tu signo irreverente y tu verso ignorado. Historias reprimidas subyacen tu escritura que carnal, Federico, retorna a mi presencia, y este mínimo predio donde ocupo tu ausencia, intensifica el verso que en mis noches perdura. Tan férreo como un toro de funesta labranza, que un alfabeto traza en su ignota lectura, subvirtiendo su huella cual un paso de danza, danza de amor y muerte bajo un claro de luna. No habrá nunca un poeta de lúcida locura, que iguale tus figuras, tu morena semblanza, o tu mueca mortal, que mortal se adelanta, al saber que la vida tras la vida se fuga. ¡Qué muerte tan de muerte, la tuya Federico! para que yo resuma en silencio mi llanto, pudoroso secreto del sueño al que suplico, el tímido consuelo de perderme en tu canto. Ese eco es quien trae de tu voz la infidencia, de vuestra lengua madre, desgarrada y latina, cadencia de un estigma que tu verso lastima, para frasear tu muerte ganada en la imprudencia. Y aquí estamos los dos y yo, solo, en tu tarde, bordeando el más allá de tu canto apagado, busco forjar el sueño que imposible te aguarde o aguarde de algún modo tu verso sepultado.