Desde Washington, el gobierno de Joe Biden analiza con cuidado cómo ha venido decantando la campaña política en Brasil y, aunque ha optado por sostener una postura neutral, no ha ocultado su temor por la posibilidad de que Jair Bolsonaro obtenga su reelección o, más aún, busque perpetuarse por la fuerza en el cargo presidencial.

Obviamente, no es que la administración de Biden se haya enamorado de la candidatura de Lula da Silva pero, con todo, un triunfo de la izquierda implicaría un mal menor frente a un mandatario que, aun derrotado, no reconozca los resultados y decida mantenerse por la fuerza en el gobierno brasileño, negando así la victoria del PT en primera vuelta o rechazando la convocatoria al balotaje a ser realizado el próximo 30 de octubre.

En este sentido, el público alineamiento del gobernante brasileño con Donald Trump, con quien comparte su ideología y, en general, su manera de entender el mundo y la política, le ha generado tensiones con la Casa Blanca, incluso antes de que el líder demócrata asumiera. En efecto, Bolsonaro recién reconoció a Biden como el nuevo presidente de Estados Unidos el 15 de diciembre, casi un mes y medio después de que se hubiera concretado la elección presidencial del 3 de noviembre de 2020.

En estos momentos, desde Washington aseguran que, si el gobierno no reconociera su derrota el domingo 2 de octubre, las condiciones estarían dadas para la profundización de la inestabilidad en Brasil y para un pronunciado aumento del nivel de violencia en las calles. Sobre todo, si se tiene en cuenta que, según un reciente estudio de la Universidad Federal de Río de Janeiro, en el primer semestre de este año se produjeron 40 muertes por razones políticas, la mayor parte de ellas de militantes del PT.

Dentro de los análisis prospectivos, se teme que en un escenario de crisis política y de progresiva desinstitucionalización de la democracia, la corporación militar, el principal sustento del gobierno, podría asumir un claro protagonismo en el respaldo a un presidente debilitado hacia el interior de Brasil y cada vez más aislado en el frente externo, particularmente, en las estratégicas relaciones con Estados Unidos.

Así, lo que finalmente ocurra en Brasil podría convertirse en una de las más serias preocupaciones para la administración de Biden. Por ende, las iniciativas desplegadas desde la Casa Blanca para incidir en el escenario electoral han sido múltiples, ya sea para impedir que el aliado de Trump prosiga en el gobierno si es que es derrotado, como así también para contribuir al triunfo de un líder popular que, además, podría ayudar a ordenar el mapa político sudamericano.

La primera reacción, a seis meses de la toma del Capitolio, fue el envío a Brasilia de William Burns, director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), quien mantuvo reuniones con el presidente y los principales funcionarios del gobierno. En todos los casos, en sus intervenciones sostuvo la importancia de sostener la democracia y no provocar interferencias ni fomentar dudas en torno al sistema electoral. Los encuentros, siempre secretos, recién se conocieron casi un año después, en mayo de 2022.

Las dudas sobre el potencial accionar del mandatario terminaron despejadas el 18 de julio de 2022 cuando, en un gesto deliberado, cuestionó el sistema de votación y alimentó las versiones de supuesto fraude por parte de la oposición en una reunión con unos 40 embajadores acreditados en Brasilia. Para Washington resultó claro que la democracia brasileña entraría en una zona de riesgo en los meses siguientes.

Con todo, la falta de diálogo entre Washington y Brasilia, y la creciente inquietud sobre la real implicación de las Fuerzas Armadas en las elecciones presidenciales, influyeron para que Joe Biden designara como principal interlocutor al Secretario de Defensa Lloyd Austin. En un segundo plano, también comenzaron a operar la Secretaría de Estado a cargo de Antony Blinken y el Consejo de Seguridad Nacional comandado por Jake Sullivan.

El viaje a Brasil del jefe del Pentágono a fines de julio, con un mensaje basado en el respeto a la democracia y a los valores cívicos, no pareció amedrentar las intenciones de Bolsonaro, quien profundizó sus críticas hacia el sistema de votación y el tribunal electoral. De ahí que, sin dejar de lado la influencia que pudieran obtener sobre el mandatario, en los últimos meses la estrategia de Estados Unidos pareció centrarse en la posible intervención de los militares en la escena política brasileña.

A principios de septiembre, y a través de una carta pública dirigida hacía el alto mando militar brasileño, ocho ex secretarios de Defensa y cinco ex jefes militares de Estados Unidos enviaron una señal de subordinación a la Constitución y al poder civil. Si bien existirían garantías de neutralidad por parte de las autoridades castrenses, las dudas subsisten todavía hoy en torno a los cuadros intermedios del cuerpo militar.

Por ende, las iniciativas más duras fueron encausadas por la bancada legislativa del Partido Demócrata. Cerca de cuarenta representantes y senadores de ese partido le enviaron una misiva a Biden con la advertencia de que Brasil quedará aislado de EE.UU. y del mundo si se intenta “subvertir el proceso electoral”. Por lo mismo, Brasil perdería su condición de socio global de la OTAN, y resignaría el apoyo estadounidense para su entrada en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

El corolario de esta sucesión de iniciativas tuvo lugar el 21 de septiembre, cuando Lula da Silva mantuvo una reunión con el encargado de negocios Douglas Koneff, principal autoridad de la embajada de Estados Unidos en Brasilia y un funcionario con amplio recorrido en la Secretaría de Estado. Este tipo de encuentros suelen realizarse de manera reservada pero, esta vez, existió un interés deliberado porque trascendiera en la prensa.

Así, Brasil llega al 2 de octubre en un contexto de incertidumbre en torno a la democracia que innegablemente afecta al propio país pero que, de manera progresiva, podría comenzar a irradiarse también a otros países de Sudamérica.

En medio de un conflicto sin solución a la vista en Ucrania y que además amenaza con expandirse a Europa, y frente a las posibilidades renovadas de una guerra comercial con China, lo que menos quiere Washington en estos momentos es un escenario de inestabilidad en Sudamérica. No lo va a permitir, principalmente, porque teme que, en medio de la crisis de la democracia brasileña, sus principales antagonistas en la geopolítica global aprovechen para fortalecerse en la región.