El vínculo de Noé Jitrik con la poesía era lo suficientemente fuerte como para no ser subrayado con tanto énfasis a la hora de hablar de su escritura. Era uno de esos casos en los que la relación, se suele decir, “va de suyo”. Y aquí no hablamos solamente de su rol como crítico de poesía, sino también en lo que corresponde a su propia producción, que tiene libros como Addio a la mama, Fiesta en casa y otros poemas (1965), Comer y comer (1974) y Díscola Cruz del Sur, ¡guíame! (1986). Un poeta que escribe crítica y viceversa, eso era: alguien que se ubicó siempre del lado del peso de la escritura, de su fuerza y densidad, y no tanto de su valor intercambiable. En una entrevista que le da al poblado staff de la revista Diario de poesía en su número 3, observa -con la claridad que siempre lo caracterizó-, todavía radicado en México, que la crítica de narrativa suele primar en el periodismo y la Universidad porque se enfoca más en el valor de cambio de la palabra, en su modo de circular y representar, mientras que la poesía se concentra en el valor de uso, en ese separarse (nunca del todo) de lo rutinario para obtener su autonomía, para lograr un decir propio. En sus poemas, ese lugar de lo cotidiano lo acerca a Juan Gelman, a Edgar Bayley, a César Fernández Moreno, a Alberto Vanasco y a Francisco “Paco” Urondo, amigos y colegas, quienes coincidieron en una manera de pensar la poesía expresada en la revista Zona de la poesía americana (publicación de cuatro números entre 1963 y 1964). Lo cotidiano, entonces, que toma otro color sin perder los tonos originales, y que tanto marcó a la estética del “sesenta-setentismo”, si seguimos los términos historiográficos de otro poeta y crítico, Martín Prieto.

En la escritura de Jitrik, específicamente, ese valor de lo cotidiano tiene mucho que ver con la fuerza de las frases de todos los días, de lo que el poeta escucha en ese estado abierto que implica la escritura. Un estado que puede estar como puede no estar: de ahí la intermitencia, también, en términos de publicación, de sus libros de poesía (que deben ser puestos en serie con sus trabajos de narrativa, como Mares del sur de 1997 o Long Beach de 2004; o sus últimos libros autobiográficos). La relación con la frase y la importancia de la escucha está apoyada en su escritura a partir de esta atención variable con respecto a lo cotidiano, siempre presente, pero, a veces, visto desde un ángulo crítico, o un ángulo narrativo, o un ángulo poético. Ese lugar de lo dicho todos los días es una marca que le viene de la temprana influencia de T.S. Eliot, según sus propias palabras, aunque también reconoce una temática citadina que encuentra en el ultraísmo, esa vanguardia que tuvo en Borges su principal representante local. Algunos poemas del joven Borges muestran ese choque de imágenes, de ideas, que el deambular por la ciudad presenta. “Carnicería” es un claro ejemplo de ese movimiento: después de todo, es un poema que arranca con los versos “Más vil que un lupanar / la carnicería rubrica como una afrenta la calle”. Ese Borges de metafísica porteña es menos Borges que Macedonio Fernández, una respuesta programática del Jitrik crítico que encontraba la vitalidad que le faltó a la escritura borgeana posterior en esa fuente macedoniana común, de dónde también él como poeta supo beber. O sea, la ciudad es un tema, pero en la medida en que habilita el encuentro con lo “raro” que, en su distinción, se recorta de lo cotidiano para decir algo más. “Suburbios”, de Addio a la mama (título tanguero si los hay para un escritor que todo el tiempo habla del “jazz” en sus poemas tempranos) encierra ese encuentro casual con lo que parece presa de una motivación desconocida, de un más allá que no es simbólico, porque no se define, pero que sí puede sentirse: “Metida en sus sombras la noche sonríe / como un drogado confuso / que no ha encontrado un taxi para regresar”.

El afán crítico de Noé era implacable, incluso, hasta consigo mismo. En antologías posteriores, se distanció de esa presencia de lo cotidiano, y empezó a verla desde el punto de vista de un intento por presentar una idea que excede a la cosa, por armar, en la poesía, una línea narrativa. Por eso entiende que su poesía es referencial, como la de Urondo o Fernández Moreno, sólo que la referencia no es exterior, sino interior, de una realidad íntima que se confunde con el sentimiento como contenido subjetivo. A diferencia de poetas posteriores, Noé eligió siempre la posibilidad del cambio desde el interior hacia afuera a partir de la fuerza de la palabra frente al abismarse de la palabra por lo insondable del “hueco” de nuestros adentros, como puede pasar con la poesía de Alejandra Pizarnik. En “Arte poética”, dedicado a Paco Urondo, escribe: “me sube el pavor y se me atranca entre los dedos / balbuceo y el tormento se desorbita / las palabras / las palabras / un clima inalcanzable / para siempre el borde / nunca el abismo”.

Su último trabajo poético fue la organización de una antología temática sobre Nicolás Guillén. En la presentación en la Feria del Libro de este año, con La Habana como ciudad homenajeada, Noé habló del peso de Cuba en Latinoamérica, de la revolución, y también subrayó que lo que importaba en la poesía de Guillén, también volcado a encontrar el efecto poético en la captura del instante común, era el ritmo. El ritmo que funcionaba según sus reglas, autónomo, pero que no era un mero juego, sino que buscaba siempre un sentido, una orientación: la belleza con significado. Como en Gelman, como en Urondo, la gran búsqueda de Noé como poeta fue el ir al encuentro desde la forma poética hacia la vida, pero la vida entendida como la plenitud del sentir el riesgo, la fuerza, la bronca y el amor que a veces invaden a cualquiera con pulso, con ritmo. El vitalismo de la poesía de Noé Jitrik es algo que se desplaza hacia adelante, hacia la búsqueda, la misma de una generación de poetas que fueron al encuentro de un más allá en este mundo, asumiendo ese tipo de riesgos que sólo la poesía trata medularmente. Toda la poética de Noé Jitrik, todo su impulso, bien puede resumirse en los últimos versos del poema “No hay sordina”, de ese libro con título ansioso por vivir (como clave de época, como forma de ver la propia escritura) que es Comer y comer: “qué me queda / qué me queda / sino asegurar mis restos / no hay sordina suficiente / no hay algodón / me conmueve / la estridencia de la vida”.