En algunos episodios de la última temporada en curso de The Crown, la princesa Diana es advertida por su hermano y un periodista de la BBC que la están espiando. Y quienes lo hacen no son ningunos cuentapropistas cuya finalidad inmediata sería vender información secreta a los tabloides sensacionalistas, sino que, en todo caso estos se desprenden de la estructura de los servicios secretos quienes, a su vez, estarían espiando para el Sistema, eufemismo de la Corona.

Eran otros tiempos, claro, y Diana no se desayunaba con sus audios y chats de Telegram filtrados por doquier sino que escuchaba unos ruiditos cri cri cri en el suntuoso teléfono fijo cuando hablaba con sus hijos, su acupunturista o con un eventual futuro novio. Entonces, el objetivo no era tanto incendiarla hacia afuera sino tenerla controlada hacia adentro. Así es el sistema, le sugiere, un tanto consternado, el periodista de la BBC. Pero en el otro costado estaba el caso de El Carlos a quien le interceptaron unos procaces diálogos nocturnos con su entonces amigovia Camila Parker, que salieron a todo trapo y a ocho columnas en las páginas del diario dominical provocando un terremoto al interior del Palacio de Buckingham. Los dos modelos en acción.

Escribí varias veces acerca de la relevancia actual del género novela de espionaje para entender la estructura de complot que toma la realidad en tiempos de fake news y posverdad, advirtiendo sobre el posible agotamiento del énfasis sobre el enigma en la novela policial clásica o negra. La última vez, hacia octubre de 2020, fue a raíz de las revelaciones sobre el espionaje a los familiares del ARA San Juan. Si comparamos con los episodios revelados por The Crown, estaríamos ante un caso de autodefensa preventiva del Sistema: los espío para saber cuáles son sus reclamos y si los van a plantear de forma humilde hacia el Señor Presidente, o le van a reclamar con firmeza, si los reclamos lo incluyen, si le piensan tirar un café a la cara. Así y todo, el hecho de espiar a familiares de víctimas rompía las paredes internas del Sistema y llevaba no solo a rememorar la pesadilla de un modelo de militares y policías desalmados infiltrados entre madres y hermanos dolientes sino que revelaba un preocupante plus de depravación mental, de irrealidad sociópata.

Pues bien, pasaron dos años más, la Reina ha muerto, el otrora espiado Príncipe quizás esté ahora, como rey, tomándose alguna revancha y, en Argentina, en una sucursal colonialista llamada Lago Escondido (John le Carré hubiera rechazado el chiste privado, Graham Greene lo habría usado para la sátira estilo Nuestro hombre en la Habana), los conspiradores producen una nueva seguidilla de episodios entre desopilantes, algo patéticos y, si se me permite sobre todo en relación a la parte de los medios de comunicación implicada, muy pero muy decadentes. Y, como si fuera poco, ¡como si no leyeran novelas de espionaje ni a los gargantas de sus propios medios! reproducen el enchastre en audios y mensajes que de tan bien guionados, ni necesitaron la mano del editor. Grandes redactores resultaron ser.

Y poco tiempo después, en las nuevas, pero seguramente no últimas filtraciones, ya aparecen otros tonos de la argentinidad al palo: los monólogos de Tato Bores, los diálogos cruzados de Mesa de noticias (“¿estás disponible?” “¡Siempre!”), la compadrada, en fin, un muestrario algo vergonzoso de la patria auditiva. Recuperando, eso sí, “el lenguaje perdido de las grúas” como había titulado su primera novela David Leavitt, en referencia a un lenguaje mudo que de pronto sale a la luz. ¿Será ese el mensaje que nos quiere transmitir el ruido de cadenas arrastrándose en las noches de la ciudad?

Como los tiempos han cambiado, pero no tanto, como el Sistema se renueva, pero desde una raíz difícil de modificar, hay una especie de escena que se repite, una secuencia de escenas, si se quiere: grabar-escuchar- guardar- esperar- difundir. Grabar la conversación, escucharla una y otra vez con un gesto melancólico y tintineando los hielos en el vaso de whisky. Escuchar con la paciencia de un psicoanalista. Guardar. Volver a escuchar. Cada vez que te escucho, siento como una garra seca y afelpada se va cerrando sobre tu cuello, gatito.

Para quien sabe que tarde o temprano lo van a escrachar debe ser una especie de alivio cuando estalla la bomba, cuando empieza el ciclo que va del climax al anticlímax, al olvido, a la bolsa reciclable de las cintas magnetofónicas de todos los tiempos. Al fin y al cabo, el único sentido que tiene todo esto es escrachar, exhibir a los exhibicionistas compadritos y matones para ensuciarlos y dejarlos en evidencia. O, hipótesis plausible por estos días, para devolver un golpe anterior. Pero téngase en cuenta la dinámica de que cuando devuelvo el golpe, es más fuerte el mío que el tuyo.

No soy de los cínicos o resignados que creen que nada de esto tiene o tendrá consecuencias porque la impunidad todo lo cubre y lo arrasa. Creo –volviendo a las novelas de espionaje- que estamos en el exacto momento de la guerra interna en el mundo de los topos y de aquellos para quienes los topos trabajan (recordad, señores jueces y fiscales: todo espía es un doble espía). El problema es que, si este sistema se vuelve a incorporar a una política de seguridad de estado, inevitablemente volveremos a la etapa de la depravación mental, cuando se termina espiando a los familiares de las víctimas, a un ex de un familiar, a alguien que no me cae bien aunque sea mi aliado circunstancial. A la manía, a espiar porque… ¿por qué no?

En definitiva, todo puede empeorar. Y eso lo sabemos de sobra.