El cuento por su autor

En el centro de este relato hay una experiencia traumática. Muchas veces, son la peor excusa para escribir ficción. Otras veces se convierten en una obsesión por años que si uno o una no las escribe no puede llenar ese vacío de sentido que tiene el trauma en la experiencia. El lenguaje es una piel, dijo Barthes. ¿Qué pasa cuando se quema? Eso es lo que intenté responderme. Creo que un relato quemado, como todo relato que aborda una experiencia así, es siempre fallido. Lo que interesa es el gesto de escribir, como una piel nueva que crece sobre viejas ceremonias.


Un fuego ocasional

Por lo general nunca pasa nada. Los días se acumulan, son un poco lo mismo. A veces uno se deprime, más o menos, dependiendo del clima. Hasta que un día soleado, supongamos un martes 30 de marzo de 19.., tirás nafta a una pila de hojas húmedas y tenés un accidente de quemadura en el pecho, la espalda y el brazo derecho. Para peor, estás solo en tu casa. Tuviste la maravillosa idea de limpiar el jardín porque querías alejarte por unos minutos de la responsabilidad de hacer algo responsable, aunque a los 14 años no hay mucha responsabilidad que afrontar, salvo que hayas tenido una infancia pobre y extrema, que no es tu caso.

Hoy miro la cicatriz en mi brazo derecho, parte de la espalda y una gran fracción de mi pecho (46% del cuerpo, dice el reporte), y alcanzo a rastrear un mapa de cómo fue el accidente. Puedo visualizar la escena aquella, como si estuviera mirando una vieja proyección casera de súper 8, mientras la comentamos con tres tías aburridas que han venido un sábado por la tarde desde la remota Capital Federal para conocer la tierra de los patios con parra y limoneros. ¡Vean cómo amontoné las hojas húmedas en la parrilla del fondo! Ahí - saludo a cámara - estoy tirando unos fósforos que se apagaron. Ahí tuve la mágica fortuna de encontrar un bidón de nafta guardado en el cuarto de herramientas. Ahí, vean, arrojé el líquido sobre la pila y, ¡plaf!, tiré otro fósforo. ¡Arde una nueva llama! Impecable cómo vuelvo a repetir la acción, nafta y fósforos, con el mismo resultado. Una llamita sobrevive, ¿la ven? Sobre ella estoy tirando un chorro de nafta desde el bidón y…

La nafta es un solvente altamente volátil, sépanlo. Cuando arrojé el líquido desde el bidón sobre la última llama, las gotas se evaporaron con rapidez. El fuego recorrió el chorro que se dibujaba desde el pico y explotó. Intenté proteger mi cara de la lengua de fuego azul y amarilla con el brazo derecho sin soltar el bidón. La nafta se derramó sobre mi pecho. La parrilla, las hojas húmedas y yo volamos en una explosión por el aire.

Si alguien tiene la mala fortuna de prenderse fuego le sugiero la siguiente secuencia de acciones. 1) No corra con desesperación como una antorcha humana. 2) Le conviene tirarse al piso y rodar como pionono, así se apagará con mayor rapidez. 3) No tema de la basura que se le pueda pegar al cuerpo, hay cosas peores por venir. 4) Tenga a mano una ducha y métase debajo del agua con la mayor rapidez que pueda, como verá, la rapidez es clave en todo esto. El agua consuela al menos por unos segundos hasta que uno siente un dolor muy antiguo, como si viniera de otra vida. 5) Si no recuerda esto cuando está prendido fuego, confíe en su instinto, aunque nada le garantiza que él sepa qué hacer con usted.

No sé cómo hice para llamar a mi viejo por teléfono. Vino a buscarme y manejó por las calles internas del barrio a una velocidad acorde con su estupor. Gritaba, al igual que yo, tratando de entender qué había pasado. Estacionamos en el medio de la avenida y entramos en la clínica IMA. Yo caminaba con los brazos extendidos y lágrimas pesadas. Comprobé la seriedad de la situación por la reacción en las caras ajenas que llegaban hasta la clínica con órdenes y recetas. Sus gestos mezclaban asco y terror, aunque también había alivio por no ser ellos los protagonistas de esta historia.

En primeros auxilios me pusieron una sonda, me vendaron como una momia, y fui transportado en ambulancia hasta el Instituto del Quemado, sobre la Av. Goyena, en el barrio de Caballito, Capital Federal. Los ansiolíticos y los calmantes hicieron su efecto con lentitud. Cuando ingresé al hospital me retiraron las vendas. El dolor reapareció como una descarga eléctrica, una lluvia de aguas vivas. En el brazo derecho tenía ampollas del tamaño de una pelota de tenis.

Viajé en una camilla. Las luces internas me encandilaron. Mi campo visual iba del verde al blanco hasta amalgamar todo en un color pastel y brillante. Me declararon de urgencia. Entré en el quirófano. A cada minuto la situación se volvía más espesa, pero yo estaba lo suficientemente dopado como para no predicar su gravedad. Escuchaba las indicaciones de los enfermeros como en una obra de música contemporánea.

Me raparon el cuerpo por completo. El pelo arrastra suciedad, me explicó un enfermero días después. Cualquier mugre en contacto con la carne viva puede producir una infección o una hemorragia, cualquier infección puede matarte. Por la aguja del suero se filtró una anestesia general que hizo un efecto alucinógeno como si estuviera mirando una película. The end. Créditos.

Empezó otra película. Los médicos se convirtieron en mis compañeros del colegio que, con bisturíes y una sabiduría desconocida, rasparon el tejido muerto mientras se reían. Un chico de la escuela a quien había visto una sola vez me saludaba desde la puerta. La habitación copió el movimiento de su mano y caí en un pozo de colores. Cuando desperté estaba subiendo por un ascensor en la camilla.

***

Compartí habitación con un viejo que se cagaba por las noches. El olor a mierda, mezclado con antisépticos y comida de hospital, era el perfume de cada día. Un enfermero distinto me despertaba para bañarme. Mientras contenía el dolor, el enfermero me daba vuelta para lavarme la espalda. Me aplicaban una crema, parecida a una melaza traslúcida que unas horas después se convertía en un engrudo hecho por restos dérmicos y piel quemada.

- Vos te vas a ir rápido - me dijo el enfermero, un hombre flaco, de pelo fino y ojos hundidos - tenés piel nueva. Crece rápido. No como este - y señaló al viejo -. Tiene para rato. Le metieron tres injertos, y no se va.

El cirujano a cargo de mi caso era un hombre canchero. Debía andar por los cincuenta. Llevaba pantalones livianos y en la camisa abierta hasta el pecho se agitaba como un péndulo una cadena de oro macizo. Su asistente era una chica de unos treinta pocos, alta, rubia y muy linda. Cada vez que entraban lo hacían dejando atrás una fragancia que desaparecía ni bien salían de la habitación. Traían con ellos la esperanza de la calle.

El cirujano le indicaba con el dedo a la chica, siempre con una distancia prudente, los distintos grados de mis lesiones y los explicaba con asombrosa objetividad que incluso a mí, espectador privilegiado, me cautivaba con una genuina curiosidad científica.

- Ahí, ¿ves, en la cintura? - decía el cirujano - el fuego quemó las centrales nerviosas. Debajo de la axila y el codo, eso es una quemadura de segundo grado. En el antebrazo llegó hasta el hueso. El fuego explotó y él se quiso tapar la cara, que si le agarraba el cuello es lo más jodido de curar porque te sale una costra sobre costra. Tenés que mandarlo después a estética, pero ni ahí salen bien.

La chica anotaba. Después de unos segundos en silencio, el cirujano dio su veredicto: Hay que sacar el tejido, tres lavajes diarios y esperar. Mucha, mucha agua. Suero y paciencia. Por ahora no veía injertos. Era un alivio.

- La piel no hace otra cosa que contener el valor libidinal del cuerpo - dijo el cirujano. La chica anotó.

***

Con el correr del tiempo entré en una irrealidad. Toda experiencia traumática está conformada por un cúmulo de imágenes sin conexión. El uso diario de analgésicos, ansiolíticos y antidepresivos, sumado a las tres anestesias completas que me dieron para los lavajes profundos, ida y vuelta por el quirófano, me llevaron a un estado de limbo continuo. Perdí la noción del tiempo, del espacio, del cuerpo. Cuánto tiempo estuve en el hospital, no lo sé. El registro dice cincuenta días.

Uno de los enfermeros que más me atendió por las mañanas se llamaba Hugo. De modales finos y movimientos bruscos, maniobraba mi cuerpo como un quiropráctico. Hablaba hacia las esquinas de la habitación como si usara un megáfono.

- Estamos bajo el reino de la probabilidad - decía - una lesión se puede infectar, un médico puede leer mal lo que te pasa y una decisión tomada fuera de tiempo te manda directo al quirófano.

El viejo dormía ajeno a mis gritos de dolor cuando Hugo pasaba su mano enguantada de látex por mis ampollas para explotarlas una por una. Luego aplicaba la crema translúcida que me daba unas pocas horas de calma y humedad, clave en el proceso de curación. Una quemadura seca es un caldo vivo para las bacterias.

- ¿Lo escuchás?

Un alarido lejano, cavernoso y grotesco resonó por los pasillos hasta mi habitación.

- Ese entró ayer – dijo Hugo, y arrugó los ojos y la boca, como si oliera algo en mal estado -. Negro, un carbón, un amasijo de carne, nunca vi una cosa así.

(Siempre había cosas que nunca había visto.)

- ¿Qué hizo?

- Un asado al lado de un barril de thinner, ¿a quién se le ocurre hacer una cosa así? Saltó una chispa y explotó todo.

- ¿Cuánto se quemó? - pregunté, con los ojos llenos de lágrimas.

- Un cien por ciento del cuerpo - dijo, y se escuchó otro alarido -. La voz es así porque se le quemaron las cuerdas vocales. El sonido le sale por el cuello.

El proceso de curación de una quemadura es siempre incierto y puede pasar cualquier cosa. Son muchas las obligaciones, los pasos a seguir, como en una receta de cocina. Limpiar el cuerpo del tejido muerto provocado por el fuego, mantener húmeda la lesión y evitar todo contacto con ácaros, polvo o humo. Estar atento ante una coagulación, un sangrado, una fiebre continua o un desmayo.

Si no duele, decía Hugo, hay que preocuparse. Ante la ausencia de dolor, hacía un gesto invisible de preocupación que los pacientes preferíamos desentender. Cuanto más profunda es una quemadura, mayor es la cantidad de centrales nerviosas quemadas. El dolor garantiza la superficialidad de la lesión. Es una señal de estar cada vez más cerca de una salida.

***

El fuego es efímero, bello y fotogénico. Se relaciona con el exceso y la destrucción. Es un catalizador de pasiones. El melodrama ha hecho del fuego un estandarte. No pude contener las lágrimas cuando en Jane Eyre de Charlotte Brontë, la esposa de Rochester, la loca del altillo, prende fuego la casa y el dueño queda ciego. Se quiebran las pasiones contenidas entre Jane, institutriz que ama a su empleador, Rochester, que no sabe qué hacer con su vida, y la de la esposa, atrapada en un mundo de sombras y de olvidos. El fuego sella la historia y da sentido.

Un día, el cirujano canchero apareció y me dijo:

- Andá, empezá a caminar. Veinte minutos por día. Estirá esa piel que aparece.

Pasear por los pasillos del hospital era un verdadero ejercicio zen. Se empieza de cero, primero un paso, luego el otro. Avanzaba con la mirada puesta en el piso. El torso y los brazos estaban cubiertos por un film plástico para controlar que la crema se mantuviera pegada a la carne viva. Había de todo en esos pasillos. Salas de bebés (esos entran y salen en pocos días, la piel se regenera rápido, decía Hugo), salas de crónicos (nunca vuelvas a tirar un petardo en Navidad, aconsejaba Hugo) y las salas de mujeres.

Le pregunté a Hugo por qué no había espejos en las salas. Con la misma naturalidad con la que un guardaparques puede hablar sobre las verdades más obvias del Universo, dijo:

- Muchas chicas entraban en colapsos nerviosos cuando se veían el rostro quemado. También se sacaron las ventanas corredizas para evitar que los pacientes se tiraran.

El fuego tiene una antigua relación con el terror. Hacia el final de El resplandor de Stephen King las llamas estallan, queman la experiencia terrorífica y se cierra el pacto de lectura. El Overlook se reduce a cenizas con el padre desquiciado por el alcohol, la confusión y los fantasmas del hotel. El fuego nombra lo que no podemos entender.

En una de esas caminatas, quise ver al hombre que se había quemado con thinner. Sus gritos en el hospital se habían vuelto esporádicos. Los enfermeros tenían nuevos pacientes a quienes referirse. Una madre había dejado aceite hirviendo al alcance de la mano, un chico había perdido dos dedos con un “buscapiés”. Las historias circulaban como en una máquina de vapor que condensa y expulsa chismes y especulaciones mientras borra la línea divisoria entre la vida y la muerte.

El hombre estaba en el tercer piso. Subí las escaleras con dificultad. Pude localizar el lugar gracias a las indicaciones de Hugo. En la puerta estaba la esposa, debía tener no más de cuarenta años. Los dos hijos estaban sentados en largas banquetas, en la sala de espera. Un grito ancestral atravesó la puerta que conducía a la habitación, en cuyo centro debía estar el hombre o lo que quedaba de él. Ninguno de sus familiares quería pasar a la habitación. Ninguno quería reconocer en ese cuerpo desarmado la figura tutelar de un padre.

Me detuve unos minutos. Después del grito, la mujer volvió a conversar con uno de sus hijos. Las charlas de los que esperan corren por sendas paralelas. El otro hijo bajó la cabeza. Yo di un paso más y seguí con mi rutina de recuperación. El hombre murió pocos días después.

***

¿Cuántas veces intenté escribir un cuento sobre mi accidente? ¿Son todos los accidentes materia para hacer literatura? ¿Podía escribir sobre el tema como tantos otros que han hecho del fuego un elemento simbólico, estético o narrativo? ¿Qué clase de drama hay en un lugar en donde el exceso es justamente el drama? Si hubo una narrativa de mi accidente es la que encontré en la lectura.

Las noches eran largas y aburridas. Mi vieja se quedaba a dormir en el hospital de vez en cuando. Me leía relatos en voz alta. Yo no podía sostener los libros porque en un brazo tenía clavado el suero mientras que el otro estaba inmovilizado por las lesiones. Ella intentaba animarme con novelitas pasatistas para adolescentes. Yo quería que me leyera Edgar Allan Poe. Recuerdo con claridad un cuento famoso, “El pozo y el péndulo”. Lo leyó una de esas noches.

Era una edición que yo había comprado en una librería de Lomas de Zamora, de pésima traducción, con un diseño de tapa horrible, bordes amarillos y un compendio de dibujos hechos con mal gusto. Pero amaba a Poe. ¿Se acuerdan de cómo empieza el cuento? Mi madre leyó con voz firme:

- Estaba acabado, acabado hasta no poder más tras aquella agonía tan larga. Cuando por fin me desataron y me permitieron sentarme, noté que me desvanecía.

Ahora bien. Yo no sé si mi vieja se daba cuenta de la directa relación que había entre la lectura y la experiencia, entre lo que le pasaba al narrador de Poe y lo que estaba pasando en esa habitación de unos pocos metros cuadrados, con un viejo cagado en la cama contigua, hundido en su sueño profundo y su cuarto injerto por venir. Yo percibí esas palabras como una revelación. Le daban un sentido a mi experiencia hospitalaria. Creaban en aquella oscuridad permeable y rancia, en medio de la noche, un marco fantástico que hablaba sin mediaciones médicas. Hablaba con la verdad.

La voz de mi madre continuó: “Me había desvanecido, pero no puedo afirmar que hubiera perdido del todo la conciencia. No intentaré definir lo que de ella me quedaba y menos describirla; pero no la había perdido del todo.” Yo estaba acostado, miraba hacia el techo de la habitación y creía ver la curva galvanizada del péndulo que asolaba a un grupo de hombres atrapados en una cueva. Yo formaba parte de ese grupo mientras la voz de mi vieja continuaba con la lectura hacia la ráfaga de luz en el final el relato.

***

Una mañana, mi cirujano me encontró sentado en el borde de la cama. No había un suero cableado a mi brazo, tampoco había una promesa falsa para conjurar una posible infección haciendo un “cultivo” (si te sube fiebre, te sacan sangre tres veces al día para comprobar que las lesiones no están infectadas).

La cadena de oro en el cuello del cirujano brillaba. Era una cruz incrustada en un círculo. No me había dado cuenta.

- Qué bien estamos. ¿Preparando la vuelta? A ver esa piel.

Me miró la espalda, el pecho y el brazo derecho. En la cintura, donde el fuego había sido más invasivo, estaban creciendo las centrales nerviosas. El cirujano tocó una y sentí un pinchazo en la médula.

- ¡Todo está de maravilla!

La regeneración de la piel y la rehabilitación muscular llevan tiempo, dijo el cirujano. Una vez que la piel cubriera la carne, debía ir a un kinesiólogo para recuperar la elasticidad. Nada de entrar en contacto con el sol por al menos dos años. Se podía manchar la nueva piel o crear otra lesión. También tenía que usar una malla elástica desde la cintura hasta el cuello durante un año. Esa malla me trajo complicaciones para retomar la secundaria. La presión del elástico acumulaba mi sangre en la cabeza.

- Lo que tenés es la piel de un recién nacido - dijo.

Yo no me sentía así. Nos despedimos del cirujano con la promesa de vernos una vez cada dos meses en su consultorio de Capital. Mi madre me ayudó a bajar las escaleras mientras llevaba mis pocas cosas. Saludé a Hugo con la cabeza, él me respondió a lo lejos. Nuevos quemados ingresaban para generar nuevos tejidos dérmicos. Los que salíamos, lo hacíamos como si tuviéramos que enfrentar el mundo por primera vez.

La calle parecía no tener sonido. Reinaba un silencio entre los autos, los colectivos y la gente. Las casas parecían hechas de cartón. Caminé con dificultad hasta la vereda. Hacía frío y me había acostumbrado a la calefacción del hospital.