Atraviesa la avenida Juan B. Justo, el Puma Flores; debe apresurarse, la pistola en el bolsillo le golpea el vientre. Ya en la vereda, por enésima vez vuelve a retarse: Tengo que ser menos boludo, debo observar el tiempo en el semáforo antes de largarme alegremente a cruzar, soy un viejo jubilado, un viejo-viejo-putísima-madre-que-lo-tiró. Pasando bajo el puente deduce: los sabios del ecologismo no tienen razón, porque lo que ellos promedian como sacrosanta sensación térmica, no es la misma en diferentes personas. La abuela sentada en la silla que le alcanzó el mozo del bar, aferrada a su bolsa, con la boca muy abierta reclamando aire, que por suerte está siendo auxiliada por unos policías abrigados hasta la tortura, seguramente está resistiendo mucho más de los 38 grados que está dictaminando la radio del quiosquero de diarios. Otra tiene que ser la sensación térmica que maneja el muchacho escurriéndose a admirable velocidad luego de haberse apropiado de un celular ajeno. Como igualmente es otra sensación la del gordo de portafolios y corbata floja corriendo detrás del chorro y a los gritos, que debe detenerse para colocar una mano en su pecho. Atribulada, la muchacha policía le dice a su camarada que ella se queda con la anciana, entonces el otro policía cumple sus funciones de perseguidor y parte, aunque el arrebatador ya giró en la esquina con mucha ventaja. Él mismo, el Puma Flores, que acaba de caminarse unas quince cuadras y si quiere puede más, debe tener una particular sensación térmica. Tal como debe ser, quizás menos, por lo lozano o muy joven, para el hombre sin brazos que le pide limosna sosteniendo una estampita en el pulgar de su pierna extendida. Decide cambiar de antro el Puma Flores, se mete en la hamburguesería que hace mucho no visita. Pide el desayuno económico y, bandeja en mano, ufano va hacia las escaleras para subir al piso superior desde donde con ingenuo goce aprecia el movimiento de la calle, como si estuviera viendo el noticiario en un cine antiguo. Putea. El cartel dice que no puede subir. Vuelve a putear porque entiende que debió ser previsor y verificar antes si la putísima cadena estaba o no. Hay poco lugar. Ve una mesa a la entrada. Se acomoda. Descubre que la luz no cumple su función. Toca el bombillo. Pregunta. Sí, eso, no sé, no hay luz, ya. Reputea. Se le prende su propia lamparita. Con la bandeja cargada, sale a la vereda perforada por el sol, toma los recaudos necesarios para evitar que lo choquen, y se mete en la competencia, en la otra hamburguesería de la esquina. Ingresa como si tal, cruza el local y sube las escaleras, anda por el salón y abre la puerta que da a la azotea. Nadie. Su mesa amada lo espera con la sombrilla correctamente desplegada. Dios existe. Limpia la mesa con una servilletita de papel y se sienta como un rey azteca dispuesto a presenciar el sacrifico de los privilegiados a quienes les arrancarán el corazón. Disfruta el paisaje urbano. Come y lee el final de “El Coronel Lawrence” de Lowell Thomas. El mariscal de campo despide al muerto que se transformará en leyenda: “Alabanzas o reproches fueron siempre mirados con indiferencia por Lawrence. Cumplió con su deber como debió cumplirlo. Nos ha dejado, a nosotros que le conocimos y admirábamos, una imperecedera memoria, y a todos sus compatriotas el ejemplo de una vida bien empleada en su contenido”. Tanto le ha gustado el libro, que el Puma Flores se promete leer “Los Siete Pilares de la Sabiduría”, del propio Lawrence. Bebe el agua que resta en el vasito de plástico y se retira dejando la bandeja en la mesa. Al llegar a la calle Oro se sorprende viendo a un inmigrante haciendo malabares aprovechando la tolerancia del semáforo. La gente va tan apresurada tras sus propias carencias y fracasos que la mayoría cambia de vereda sin percatarse de la maravilla que se está perdiendo. Él, para disfrutar mejor, se apoya en el poste de luz, evitando que lo lleven por delante. La precisión del muchacho es prodigiosa. Cuando se prende la luz roja salta al medio de la calzada. A una pelota grande la hace girar sobre un dedo. Girando, la coloca en la punta de un paraguas abierto. Mientras lo eleva, al mango le suma la prolongación de un caño que eleva mucho más el paraguas sin que la pelota deje de girar. Apoya la prolongación en la cabeza y los tres bolos que cuidaba bajo el brazo los va soltando y cambiando de mano con una tal severa elegancia que pasma. Rubrica la actuación con un paso de bolos por debajo de una pierna sin que la pelota arriba de todo haya dejado de girar. Teniendo bien calculado el tiempo que le presta el semáforo, sin perder la elegancia desbarata lo creado y con todo ello a cuestas se mete entre los autos de cuyas ventanillas sobresalen brazos en ristre con la propina agradecida, merecida, nada regalada. El artista descansa con la luz verde. Y apenas se pone la amarilla salta nuevamente al centro de la pista para cumplir con su arte. Torpemente, un viejo al pedo, amargado y de mierda, cruza irrespetuoso y lo roza arruinándole el brillante show. Ni le pide disculpas. Realista, el muchacho junta sus cosas y en lugar de meterse entre los autos va a la vereda, respetuoso del fracaso que no merece recompensa. A pesar de su noble actitud, brazos en alto sacuden billetes. Siempre realista, el muchacho piensa en sus hijos y acude y suma propinas. Y así toda la mañana. Antes de continuar su derrotero, el Puma Flores no deja de darle al muchacho el merecido pago y le dice: Cuando era chico mis padres me llevaron a todos los mejores circos que venían al país; en cualquiera de ellos hubieras sido un gran artista. Agradece con una sonrisa, el muchacho. Y el Puma Flores se va palpando el arma, con la secreta esperanza de encontrarse con ese viejo de mierda y …