Hay dos secciones diferentes en los relatos de Pequeñas bestias, el segundo libro del joven autor afroamericano Brandon Taylor. Por un lado, cuentos que no se relacionan ni parecen integrar un universo común –salvo el del Medioeste, en particular Wisconsin, donde Taylor vive, aunque nació y creció en Alabama-- y por el otro cinco historias que narran el encuentro de Lionel, un estudiante de matemáticas “en pausa” tras un intento de suicidio, con Sophie y Charles, dos esbeltos y hermosos bailarines que tienen una pareja abierta. ¿Podrían ser una nouvelle? Quizá, pero funcionan bien como el hilo conductor de Pequeñas bestias, alternando el protagonismo y el trasfondo.

La primera novela de Brandon Taylor, que tiene 33 años, se llama Real Life y fue finalista del Booker Prize. La protagoniza un joven afroamericano del Sur que estudia en el Medioeste (Taylor fue a las universidades de Wisconsin y Iowa). Tiene tintes autobiográficos y él mismo dijo en entrevistas que fue un intento de escribir sobre sí mismo y sus amigos en un género tradicionalmente blanco y heterosexual: la novela de campus. Taylor es queer y, para estos cuentos y para su trabajo futuro, afirma, abandonó la idea de la representación de lo afroamericano en sus textos. “Uno puede gastar todo su trabajo artístico en intentar hacer visible a la gente negra y a uno mismo de una manera que sea entendible y legible para los blancos. No tengo interés en hacer eso”, le dijo a GQ. “Y creo que la idea de ‘humanizar’ a la gente negra y la experiencia negra es fundamentalmente un proyecto que tiene todo que ver con ser blanco y nada que ver con ser negro”.

Así en los relatos de Pequeñas bestias no se pierde el tiempo sobre si los personajes son negros o blancos, el intenso e interminable debate sobre la representación y la raza está ausente a cambio de una comodidad y seguridad que nada explica, que no es docente, que sencillamente presenta una gama de personajes –la mayoría queer, pero no todos-- sin tratar de abrirle los ojos a nadie. Es gente, sencillamente, con sus experiencias, y no hay carteles de neón que griten este es un libro queer. Aunque, por supuesto, lo es.

Las cinco historias sobre el trío de Lionel, Sophie y Charles son “Cena”, “Cuerpo”, “Supervisión”, “Departamento” y “Carne”. Hay otra, “Masa”, que podría incluirse en el ciclo porque Charles y Sophie tienen apariciones periféricas, pero pertenecen a otra inquietud de Brandon Taylor de la que hablaremos. “Cena” transcurre en el escenario de una fiesta, gran favorito proustiano para presentar personajes. Lionel, graduado en matemáticas recién salido de una internación psiquiátrica, llega a una fiesta de universitarios y estudiantes. La duda, la inseguridad, el cuerpo vulnerable de alguien que sale del hospital, todo está presente, pero también la agencia de las personas con problemas de salud mental, la capacidad de controlar sus condiciones. El propio Taylor pasó por un periodo de ataques de pánico interminable y, admite que quería mostrar cómo una persona en crisis puede encargarse de su tratamiento y recuperación, que no es un indefenso de novela decimonónica que acaba encerrado en una institución hasta hacerse viejo. Y así Lionel, con sus temblores ocultos y las cicatrices en el brazo termina levantándose al guapísimo Charles, que está en la fiesta con su novia: pasan una noche intensa y rabiosa. Los demás cuentos del ciclo apenas cubren días en la incipiente relación entre los tres, pero dejan saber mucho del trío: Charles, de 24 años, ya no es tan joven para el ballet, tiene una lesión y un talento moderado, y es capaz de todo por conseguir la participación en un espectáculo que, quizá, implique cierta intimidad por conveniencia con el coreógrafo. Sophie, atractiva y huidiza, peleadora, de lengua que aparenta ser confiable pero puede cargar veneno, es el centro y el desequilibrio. “Había mil maneras sutiles de lograr que alguien se pusiera mal por algo sin necesidad de decirle nada abiertamente” escribe Taylor y esto es así en el trío, en cuya relación subyace una violencia que se representa de diferentes formas: Charles muerde la mejilla de Lionel casi hasta lastimarlo sin motivo, Lionel obliga a correr a Charles en la nieve a pesar de la lesión en la rodilla, el vidrio de una ventana estalla en el departamento de Lionel y casi lastima a los amantes, Sophie, que finge ser una chica salvaje y libre, termina llevando a Lionel a una encrucijada de falsa domesticidad para espetarle: “¿Cuándo me vas a agradecer por prestarte a Charlie?”. Veinteañeros, inseguros, indecisos sobre si mostrar su intimidad con sinceridad o usar sus dolores como un arma contra el otro, el ciclo de Lionel, Shopie y Charles es el corazón de Pequeñas bestias. Y se entiende bien la propuesta de Taylor sobre cómo “visibilizar”: que Lionel sea afroamericano es evidente y no se oculta, pero tampoco define las relaciones ni tiene un peso determinante en la historia. Son todos estudiantes de clase media en una universidad, parece decir Taylor, y es la clase lo que los define, o la posición universitaria que no es de Ivy League, que no les asegura un futuro brillante.

Entre los demás relatos hay cuentos notables. Pequeñas bestias, el del título, es un fogonazo de iniciación adolescente en el que irrumpe la violencia de manera repentina y brutal, como si esos chicos la cargaran en su código genético y solo estuviera esperando por manifestarse. “Masa” y “Están hechos de lo mismo que tu” tratan sobre la enfermedad, tema que Taylor tiene entre sus prioridades: el primero es sobre un bailarín de familia rusa atacado por una tos persistente que, una vez estudiada por los médicos, parece indicar que hay algo sumamente mal en su cuerpo escultural. “Están hechos…” es sobre una agonía: una joven que descansa de la quimioterapia en la casa de su abuelo médico, y pasa los días que le quedan preocupada por Davis, su hermano gay, a quien el abuelo rechaza. Es un último deseo: los quiere ver juntos. Esta familia es afroamericana, pero no importa demasiado: lo que importa es ese cuerpo de veintipocos años que no se puede mover y que huye del sufrimiento tratando de arreglar lo ajeno.

Pero el mejor relato es “Como si fuera amor”, la amistad después de una relación fallida, por falta de química sexual, entre Hartjes y Simon: uno es constructor, el otro tiene una casa de campo. El deseo frustrado, la reciente muerte de la madre de Hartjes --una mujer incapaz de cariño hacia su hijo-- un arrebato de violencia brutal, la sombra de una enfermedad, todos estos indicios lo convierten en el cuento más tenso y misterioso del conjunto. “Jamás me pides nada salvo lo que sabes que no voy a darte”, le dice Hartjes al cachondo y enfurruñado Simon y eso define la complejidad y los rodeos de un relato sobre la insatisfacción y su lado oscuro que resulta estremecedor.