¿Cómo no empatizar con civiles ucranianos si les cayó un misil en su edificio en Dnipro matando a 45? ¿O con 500 niños muertos? ¿Cómo no repudiar la invasión, si uno rechaza que EE.UU. lo haya hecho en 34 países y tenga 750 bases militares fuera de su territorio?

Limitar este análisis a los ataques rusos trunca el abordaje borrando la gama de grises. La prensa dominante limita su cobertura y análisis a mostrar crímenes de Vladimir Putin, reduciendo la guerra a un guion hollywoodense de “buenos” y “malos” fácil de comunicar: “democracia” vs. “dictadura”.

Lula da Silva se atrevió a una nota disonante: “Rusia no debería haber invadido Ucrania. Pero no sólo Putin es culpable. EE.UU. y la U.E. también lo son”. Y rechazó enviar armas.

Militares y civiles ucranianos neonazis del batallón Azov fusilaron a prorrusos en esta guerra, ya desde 2014 cuando las repúblicas de Donetsk y Lugansk se declararon independientes para aliarse a Rusia. Nacionalistas en Odessa quemaron vivos en un edificio a 36 ruso-parlantes. Esos ultraderechistas reivindican a Stepan Bandera --aliado local de los nazis masacrando judíos-- y entraron al ejército ucraniano. El 2 de marzo de 2022 secuestraron al alcalde de Kremina en Lugansk y lo mataron (Anton Gerashchenko, asesor del Ministerio del Interior de Ucrania, dijo "un traidor menos”). Y hay evidencias de rusos fusilando o bombardeando civiles en Bucha y otras ciudades.

Según cada bando, el otro tiró la primera bala. Pero el problema excede a Ucrania: aquí luchan ya Rusia contra la OTAN --con EE.UU. a la cabeza-- y su aliada la Unión Europea, sin cuyas armas la guerra estaría terminada. Decir esto no implica ningunear a los ucranianos --¿cómo pretender que no se defiendan?-- sino entender que son usados por Occidente, que sedujo a su población y gobiernos para que se alineen política y militarmente con ellos, aunque eso generara una guerra. Y Rusia falló en seducirlos: primero Stalin con su represión y ahora Putin, generaron un fervor antirruso, equivalente al sentimiento antinorteamericano de tantos latinoamericanos.

EE.UU. testea armas en Ucrania sin muertos propios. Y sabe que las reglas geopolíticas de las superpotencias son las de la mafia: “si no respetás mi área de influencia, te ataco”. Cuando un Estado teme su supervivencia, negocia y cede si es débil. O ataca, si le da la talla. Lo segundo hizo Rusia, juicios al margen: si las bases con misiles nucleares de la OTAN siguen acercándoseles, uno lanzado desde Ucrania golpearía Moscú en 5 minutos (desde Rumania hoy son 10 minutos). Así los rusos no tendrían tiempo de activar defensas antimisiles y la batalla estaría perdida.

La Guerra Fría fue caliente en la periferia. Las potencias temían la doctrina de Destrucción Mutua Asegurada (MAD). Ninguna haría un primer ataque nuclear: la réplica la destruiría. Las prohibiciones tácitas entre potencias son regla de oro en las relaciones internacionales. Occidente las rompió avanzando en la zona del ex Pacto de Varsovia: Bulgaria, Hungría, Polonia, Chequia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumanía, Eslovaquia, Eslovenia y Albania entraron a la OTAN. Tarde o temprano, habría guerra: Ucrania era la línea roja. Disuadido por la doctrina MAD, Biden no fue a la guerra. Pero mandó a los ucranianos: no influyó a Zelenski para que negociara, algo que suelen intentar si les conviene. Por ahora solo le entregan armas defensivas que postergan el final.

Desde 2014 Putin advertía a la OTAN que frenara y no lo escucharon. O sí, pero evaluaron útil un ataque ruso. El Kremlin está dando señas --o amagues-- de disposición a apretar el botón fatal. Sería razonable prestarle oídos: con el enemigo, siempre, hay que negociar. Y a tiempo.

Zelenski no buscó esta guerra en la que terminó siendo soldado de otro. La talla que le sobra de comediante le faltó como estadista: no supo acordar. Al mes de la invasión, el exprimer ministro israelí Naftalí Bennett logró un pacto entre Rusia y Ucrania que fue tumbado: “hubo una decisión legítima de Occidente de seguir golpeando a Putin y no negociar... bloquearon el acuerdo”, dijo.

Rusia violó el principio de territorialidad. A Zelenski le toca la máxima de que un buen general no va a una guerra que no puede ganar: aun expulsando a los rusos del Donbass, estos tienen un as atómico bajo la manga. Algún día negociarán y cada uno cederá algo. Ya antes de la invasión, Ucrania había perdido de hecho el Donbass con mucha población prorrusa. El futuro acuerdo de paz trazará una línea en el nuevo mapa, entre 200 y 500 kilómetros más al oeste o el este, respecto al anterior.

La clave será si Ucrania queda alineada con el bloque occidental o es neutral. Pero el país acabará devastado y endeudado con el FMI imponiendo privatizaciones y ajustes. Y lo peor: al menos 300 mil muertos, incluso sin hongo nuclear.

¿Tanto valía esa línea en el mapa como para no negociar con el vecino matón, optando aliarse con su enemigo americano --matón y seductor a la vez-- el cual, a la hora de la verdad, no puso el cuerpo?

¿Zelenski le advirtió a su pueblo lo que se venía? El actor se creyó el personaje de estratega militar --es un pop-star global pasando la gorra al mundo--, aunque llegó al poder con un discurso de pacificación. Ucrania acaso esté en su momento Malvinas: “vamos ganando”. Cuando paren las bombas y el fervor nacionalista, quizá les caiga la ficha de haber sido soldados de descarte para dos potencias ajenas a sus intereses.

Por la brutalidad de Putin, se perfila ya un gran ganador: EE.UU. Porque reflotó y cohesionó a la OTAN bajo su liderazgo --la que según Macron adolecía muerte cerebral--, recibiendo más pedidos de ingreso --Finlandia y Suecia-- y con una imagen renovada de “líder democrático” que nunca fue. Washington reactivó su industria bélica: el mundo se rearma y compra. Y se convirtió en el mayor exportador de gas a Europa, ante la salida rusa de ese mercado reorientándose a China. Las constructoras multinacionales se disputan el negocio de la reedificación de Ucrania. Es entendible que, en lugar de frenar la guerra, EE.UU. la haya dejado fluir.

En el teatro de operaciones batallan dos nacionalismos: uno liderado por un novato de poco manejo geopolítico. Y el otro, por un viejo lobo feroz de sangre fría. En la trastienda pugnan dos visiones imperiales, movidas por su voracidad económica y voluntad de poder: un imperio militar global contra un zar posmoderno y conservador, nostálgico del orgullo nacional desmembrado con la URSS. Putin --el emergente del capitalismo ruso-- no iba a ceder los meganegocios energéticos y minerales de su área de influencia --o patio trasero-- a Occidente: los reserva para sus “oligarcas” y el Estado.

 

Ambas potencias han usado fuerzas militares estatales y mercenarias --Grupo Wagner de Rusia y Blackwater de EE.UU.-- allanándole el camino a sus corporaciones en el tablero mundial. Mientras, dos pueblos hermanos --divididos por el patriotismo-- son carne de dron.