Entre las mejores razones para no leer ni escribir, está el calor. Es una excusa poli- funcional como un marcador de punta -que no corre ni entra en juego- o un delantero que se mueve por todo el frente de ataque, pero se detiene en el sector de la cancha donde da la sombra. (Ha habido casos.)

En la Historia, las etapas de calor extremo producen ira, guerra, insomnios. En la Literatura, el calor tiene sus propias categorías. Mejor que los ambientes forzosamente tropicales de García Márquez, el calor interior de los celos en Bajo el Volcán, la novela de Malcom Lowry. En esa ciudad ubicada entre dos volcanes hace mucho calor; sólo las botellas de Juancito Caminador sobre la mesa, ofrecen una salida. Dura, por cierto, que necesita de un cubito de hielo y de mucha sed.

Al calor lo reconcilian los recuerdos. Volvemos plácidamente a una noche de verano en la que dormíamos en el techo, con todas las estrellas a disposición para regodearnos y filosofar con ellas, sin saber qué era la filosofía; la aventura de la noche entre grandes discursos solitarios, como los soliloquios de Persio, antecesor del Morelli de Rayuela en Los Premios, una novela que -Cortázar ha dicho- se escribe: “con la puerta abierta para que entre el aire de la calle”.

Ese es el punto exacto en que el verano atravesaba las casas, vecinos en camiseta en los zaguanes y árboles con sus copas quietas en la plaza. (Cruzo corriendo para tomar mi turno en la bicicleta, sin advertir el alambre que baja del poste de luz y hace bisectriz con la esquina; culpa de las sombras, me lo llevo puesto. Merthiolate, curaciones y “minga” de bicicleta. Cuarenta y cinco años después, cuando suelo regresar, todavía perdura. Nadie lo ha quitado, se ve que no es un peligro o yo, ya de niño, era demasiado torpe.)

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La representación del calor como la maduración de un proceso cualquiera, y la aparición del cuerpo tal cual es, con su belleza lechosa, sus curvas y su volumen real, desligado de la ropa del invierno. La ligereza y la molicie de la hora de la siesta, la juventud bajo el sol, líneas que dan forma a la ceremonia y se representan en emblemas ondulantes, solares, de la libido. Ahí está otra vez el calor en modo pasado, la tolerancia al verano. Es justo amarlo cuando ya se está yendo y viene el otoño.

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Leer y fumar con un ventilador tiene su tempo. El ir y venir al que hay que ajustar la lectura y la pitada. El aire consume la brasa (aquellos Parisiennes que se consumían rapidísimo) y revuelve las páginas del libro.

Esta voluntad de leer pegoteado entre las sábanas, exigente voluntad al borde del abandono siempre. De esa prueba, sale invicto Cees Nooteboom. Uno puede leer La historia siguiente sin prisa, paladeando las palabras, porque la trama es un escenario de sueño que se desmorona cuando avanza la poesía. Aquí hay dos lados: el de la noche del narrador, el profesor Mussert convaleciente en Ámsterdam, y el del día siguiente, en Lisboa, ciudad que es algo así como el puerto de todas las historias, las muchas vidas que deseamos, a partir de Pessoa. Entre ambos momentos: el amor. Quizá el único amor del viejo profesor Mussert por María Zeinstra, su joven colega.

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Nooteboom ya casi no figura en el fondo de las editoriales por estos pagos. Es y ha sido uno de esos escritores cuasi secretos que bien podrían formar parte del calembour crítico, de inventario, de Luis Chitarroni. Es también un escritor de viajes, como su alter ego en la novela, el doctor Estrabón, que escribe guías destinadas a los que se dan el lujo de viajar, ahorrándoles el ethos de algunos sitios, sus detalles culturales, dando por descontado que los viajeros no sabrán apreciarlo. El único viaje que cuenta, parecen decirnos Mussert- Estrabón - Nootemboom, es el último, ese viaje final en el que hay que embarcarse para alcanzar Belém entre el calor humeante del río y la inconmensurabilidad.

Dicho de otro modo: una pequeña cantidad de tiempo donde puede almacenarse un inmenso espacio para el recuerdo. ¿El recuerdo de María Zeinstra? Claro, la misma noche de Lisboa, los paseos en los transbordadores, los cafés de espejos que multiplicaban su imagen (“llenaba tanto los espejos que todavía hoy la busco en ellos”) y la redención final de un amor menos carnal que el de María Zeisntra. (“El amor está en aquel que ama, no en quien es amado” la fórmula de Platón.)

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No sé si la lectura de Nooteboom me ha convocado desde la abrumadora realidad del tiempo que hace -al que hay que olvidar para demolerlo- o desde lo que podemos llamar, pomposamente, la situación de la literatura. “El tiempo que hace” parece ser una fórmula que satura lo cotidiano y, más aún, el arte; ya nadie recuerda a las María Zeisntra, -al amor bajo cualquier condición- como si el calor de afuera exigiese ser apagado en un instante mensurable de sed y con algún testimonio más o menos tautológico.

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Cees Nooteboom estuvo en Buenos Aires varias veces. En la primera, aprovechó para darse una vuelta por la Biblioteca Nacional, de mudanza por esos días. Vio el viejo despacho del director sombrío y, ante la fila de libros en sus estantes (“mi único árbol genealógico auténtico” como dice Mussert), no pudo resistirse a anotar en una libreta los títulos que desfilaban ante sus ojos. Después se tomó un bondi y alguien le robó la libreta y la billetera.

Más tarde, le contaría a un periodista que en ese instante sintió que era ciego como Borges, porque había perdido todo lo que había visto.

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Cuando este texto se lea, si es que se lee, la ola de calor seguramente habrá pasado. Quedarán los recuerdos de la lectura. Vendrá el tiempo del otoño y será otra la historia.

 

Habrá que redimirlo.