Ella me dijo que habíamos vivido muchas vidas. Lo dijo así: muchas vidas y me abrazó y me besó. En ese instante comprendí que hablaba de cuán diferentes habíamos sido a lo largo del amor. Muchas y diversas primeras personas, del singular y del plural, enancadas en una pasión que jamás había dejado de galopar.

Una sucesión de vidas, durante toda la vida, también es o puede ser una oportunidad cuando, desde la vida que estás viviendo, en éste u otro día, tu vida anterior se te aparece como necesidad de ponerla en presente. Volver a presentarla. Representarla. ¿Personajes?

Me reflejo en ese niño, por ejemplo, que a hurtadillas escapa del cuarto donde yace enferma su madre, del único cuarto que comparte con ella, con su hermana y con su padre en el conventillo que lo viera nacer. Tiene, en este día, poco más de cinco años. Llueve, o cree que llueve porque así lo recordará muchos años después. Sale a uno de los dos patios del conventillo y mira hacia el cielo. Luego, con sigilo, se dirige hacia el zaguán. Todavía no ha llegado a trasponer la puerta cancel cuando un ruido atronador, que estalla sobre su cabeza y luego se aleja con toda rapidez, lo paraliza al inicio del pasillo. Alcanza a ver a su padre que está en la vereda y que no repara en él porque está mirando hacia el cielo, hacia el lugar o en la dirección en que él sintió que el ruido se alejaba. El niño no tiene idea de la fecha en que vive. Pero es el 16 de junio de 1955 y los aviones Gloster Meteor que pasan a baja altura, con el estrépito característico que hacen los cazas a reacción, vuelan hacia la Plaza de Mayo. Nunca sabrá si esos aviones son los que bombardearán la zona de la Casa Rosada, o si son los que vuelan para atacar a los aviones golpistas, o si no son los Gloster y son los cazas de la aviación naval de Punta Indio. El niño rememorará, una y otra vez, aquel ruido de los aviones.

Sin embargo, el niño nada sabe del objetivo militar de los aviones en ese día. Es más: nunca pudo registrar en su memoria lo que fue el otro sonido, el de las explosiones de las bombas lanzadas contra la gente indefensa que transitaba, a esa hora, por la Plaza de Mayo y sus inmediaciones. Y eso que del conventillo hasta la Plaza no hay más de quince cuadras en línea recta, pero su memoria habrá de ser selectiva (para no desmentir aquello de que uno siempre elige lo que quiere recordar) y sólo retiene, para los años venideros, aquella imagen de su padre en la vereda, recortada por el vano de la puerta de entrada al conventillo, el grito de su madre intimándole a volver al cuarto y, por fin, el gesto adusto de su padre que, cuando lo descubre paradito en el zaguán, flaquito, expectante, curioso y ajeno a todo y cualquier peligro, lo manda para adentro con un gesto enérgico de su brazo, justo cuando vuelven a sobrevolar los techos de Monserrat y San Telmo dos aviones más que, esta vez, tampoco puede ver. A modo de respuesta a su padre, él ensaya una morisqueta, tal vez un puchero, algo que hace que su padre no insista con la orden silenciosa pero inequívoca de que se mande a mudar para adentro y entonces, patitas flacas, rodillitas peladas, avanza lentamente hacia la puerta de calle. Primero asoma la nariz sin dejar de mirarlo a su padre. Como ve que éste no lo reprende se anima y pone un pie en la vereda. Esta vez sólo atina a dar una rápida ojeada hacia las vías del tranvía que, a esa altura de la calle que va hacia la Plaza Constitución, pasa casi pegado al cordón del lado de su casa y es el motivo por el cual nunca lo dejan salir solo a andar con su triciclo a la vereda.

Entonces retiene otra imagen. Por la esquina que cruza su calle con Independencia, cuando ésta todavía era angosta, pasan dos camiones jaula, de esos que llevan vacas al matadero, repletos de soldados. Van en la misma dirección que los aviones y, con los años, sabrá que se dirigían a Plaza de Mayo. ¿Leales al Gral. Perón? ¿Golpistas gorilas? Incontables veces ha de hacerse estas preguntas que, desde luego, permanecerán sin respuestas. Busca, escudriña, bucea en su memoria y nunca aparece el retumbar de las bombas ni el tableteo de las ametralladoras pesadas. Como queriendo escuchar aquel estrépito tan familiar y tan esquivo al recuerdo, de grande recorrerá con la mirada las marcas ominosas de los disparos y las esquirlas sobre los mármoles de los edificios de la Recova del Bajo. Sólo muchos años después verá las fotos en blanco y negro. Los cadáveres aún sin cubrir, retorcidos por efecto de la onda expansiva de las bombas, mutilados por la metralla, los colectivos, autos y tranvías despanzurrados, los pedazos de mampostería y guijarros y cascotes de todos los tamaños regados por el piso. A las perdidas sabrá que allí fueron masacradas más de trescientas personas, mujeres, hombres y niños asesinados por los golpistas. Pero ahora su padre le pone una mano en la nuca, con cuidado, con cariño, lo lleva hacia adentro y la memoria de aquel día lo conducirá, de modo inexorable, a otras memorias.

Como la del día cuando murió Marcelo Frondizi, el Nono, que llovía sobre la ciudad y el cementerio de Chacarita se me antojó igual de plomizo que aquel otro día de 1955. Algo funcionó entre las vidas vividas durante ese lapso, entre esos dos días de mierda, para que yo evocara el bombardeo de 1955 durante la despedida póstuma al Nono. ¿Cuánto había pasado desde la primera memoria, aquella en la que retengo que ambos, el Nono y yo, caminamos por Perú en dirección a la Avenida de Mayo y hablamos del exilio? Esa es mi primera imagen junto a él. Tal vez habíamos salido de la oficina del PAMI, la que queda en Perú y la Diagonal Sur, o quizás del INDEC, que queda a la vuelta, sobre la Diagonal pero mirando a la oprobiosa estatua del genocida Roca. No sé, seguro que salíamos de una asamblea, de esas que se multiplicaban por esos días de 1985, poco después de que la Lista Verde, encabezada por Víctor De Gennaro y Germán Abdala, arrasara en las elecciones de la Asociación Trabajadores del Estado. Claro, yo le pregunto si él tiene algo que ver con los Frondizi. La pregunta es de cajón: no todo el mundo se apellida igual que un expresidente, un exrector de la Universidad de Buenos Aires, un intelectual asesinado por la Triple A. Sí, soy sobrino de Arturo, de Risieri, de Silvio -dice- pero soy hermano de Diego, soy el mellizo de Diego, el de las Fuerzas Armadas Peronistas -no dice las FAP, dice Fuerzas Armadas Peronistas y cada palabra la tañe como a un bronce- el que cayó en el combate de Rincón de Milberg con Manolín Belloni. En ese momento, cuando él pronuncia “pero” siento que el sonido retumba. Con los años, yo descubriría que Diego no sólo había sido su hermano mellizo sino, tal vez, la poderosa fuerza interior que lo compelía a plantarse siempre, absolutamente siempre, en el puesto más avanzado de la lucha de calles que todos y todas protagonizaríamos contra el neoliberalismo. También llegaría a comprender, a partir de aquel descubrimiento, que esa vocación del Nono por poner el cuerpo por delante de las ideas habría de ser la cifra oculta, la contraseña que él se había guardado para que las pibas y pibes, los más jóvenes, vieran en él un modelo a seguir pero absolutamente alejado de la estatuaria y de los mausoleos de la revolución.

Lo miro de soslayo mientras seguimos caminando y él, que se da cuenta de mi azoro, se sonríe. El Nono se sonríe como diciéndome no te azores y, casi llegando a la Avenida de Mayo, nos metemos en un bar de oficinistas. Entre cerveza y cerveza nos contamos la vida. Algo, que todavía hoy no puedo describir ni calificar ni nada, nos lleva por el camino del reencuentro, como si alguna vez, antes de aquel día, hubiéramos intimado, o militado en la misma organización y, llegado ese día, caminando por la calle Perú, nos reencontráramos para seguir como si tal cosa. Entonces me cuenta de los títeres que fabricaba artesanalmente para vender en El Rastro, de Madrid, o en Las Ramblas, de Barcelona, o en el Ponte Vecchio, de Firenze y yo le digo que no me lo imagino artesano. Y quien ahora mira de soslayo es él, no sin preguntarme de qué iba yo en el exilio. Le cuento con detalle y él no para de reírse. El destierro, dice, nos hizo creativos. Me llama la atención que diga destierro. De hecho es la primera vez, o al menos creo eso hasta hoy, que escucho a un antiguo exiliado hablar de destierro en lugar de exilio. Suena más fuerte porque tiene otra densidad, pienso, sobre todo porque el destierro no implica solo el hecho de que te ves obligado a abandonar tu lugar, tu tierra; el destierro, antes que la idea de exilio, comporta la conciencia hecha palabra de que te quieren sacar de adentro tuyo ese lugar que te define y que, por no poder llamarlo amasijo de sangre y de recuerdos y de infancia y de lengua propia, llamamos patria. En el destierro, le digo al Nono, todo se trata de impedir que te saquen la patria de adentro.

Creo que fue en ese momento de la charla que, por enésima vez, brindamos. Uno tras otro decimos los nombres del destierro, quizás como un conjuro mágico para aventarles los ribetes de tragedia griega que el extrañamiento te impone en la cotidianeidad de la lejanía obligada. Hasta que en medio de los recuerdos, no sé bien a título de qué, uno de los dos dice Carta Abierta. Me parece que él, sí, sin dudas es él quien nombra a la histórica agrupación estudiantil de Filosofía y Letras de la UBA, la de los finales de los años 60 y principio de los 70, porque se acuerda de Emilio, al que todos, en aquellos años del no menos histórico Cuerpo de Delegados de la facultad, llamábamos El Príncipe y quien, junto a otras compañeras y compañeros de la agrupación, se uniría, por fuera de la militancia estudiantil, a Eduardo Jozami y Lila Pastoriza en los Comandos Populares de Liberación donde, dice el Nono, también recalé yo.

Otro brindis. El Nono lo recuerda a Emilio porque cuenta que más de una vez, caminando por las calles de Palomeras Bajas o Entrevías, esos arrabales duros del Vallecas madrileño, creyó verlo al Príncipe con su andar ligero, casi etéreo, cuando ya llevaba un tiempo como desaparecido. Espejismos, le digo y me mira. Hay un chisporroteo en esa mirada, un aviso de que el recuerdo de Emilio navega en la cubierta de otra remembranza, la de Diego en Rincón de Milberg, aquel 8 de marzo de 1971, cuando trata de recogerlo a Manuel Belloni, tendido en el piso porque lo hieren en una pierna y él, Diego, dispara su pistola hasta que lo bajan. Los canas lo abaten a Diego y luego rematan a Manolín, dice el Nono y ahora sus ojos se detienen en un punto indefinido del no tiempo y la deshora. Entonces le cuento que unos días después, en una asamblea en Filo leímos, a modo de homenaje a los dos compañeros, el comunicado de las FAP en el que se relataba el combate. Tendríamos que habernos conocido ahí, dice el Nono, porque merodeaba los bares de Urquiza e Independencia para las citas.

En eso soy yo quien mira a cualquier parte, como para borrarme de la cabeza que, poco tiempo después de aquella asamblea, terminaría en la cárcel de Villa Devoto, teniendo como abogados defensores a Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde quienes, para la época, ya eran dos de los más conocidos defensores de los presos políticos de la dictadura. Ahí es el turno del Nono, de percatarse de que mi memoria se interna en una bruma de recuerdos y me pregunta en qué pienso. Le digo. La mención al Pelado Ortega Peña lo pone a él en el recuerdo de Silvio Frondizi, asesinado por la Triple A al igual que Rodolfo pero, como si quisiera sacudirse de encima la pesadumbre de aquel dolor, el Nono dice Duhalde y se sonríe. De qué, le pregunto. De mis andanzas en Madrid con Eduardo, Carlos María y Marcelo, los tres hermanos Duhalde. Los Dalton, le digo yo; los llamábamos Los Dalton porque andaban los tres juntos, más Rodolfo Mattarollo, recorriendo Europa con la CADHU, la Comisión Argentina de Derechos Humanos, denunciando el genocidio.

Volvemos a reírnos y, de nuevo, a las pequeñas anécdotas, aquéllas que una y otra vez nos ayudarían a no abandonar el sueño de la revolución ni siquiera en el destierro. Ese día, el del reencuentro de los que nunca se habían encontrado, ambos supimos que ya nada nos separaría y que sería para siempre, aunque discutiéramos y discrepáramos, claro, pero aquella primera confesión, la de que ambos luchábamos por la revolución, nos marcaría indeleblemente por más de tres décadas.

Transcurrido todo ese tiempo, y hoy que el Nono ya no está, siento un orgullo inconmensurable cuando me digo que él, como expresión de toda una generación nacida durante el bautismo de fuego de 1955, es el único que logró conectar con las esperanzas y los sueños de los más jóvenes. Aunque más no fuera por eso, las pibas y los pibes lo recordarán por siempre.