No elijo esta canción porque sea mejor o peor que otras: la elijo porque es infinita. La escribió Ignacio Corsini, con un misterioso amigo llamado Julián de Charras, y la grabó durante toda su vida. Fue su primer acople, en 1912, para el sello Víctor. La volvió a registrar, pocos años después, al iniciar su primer contrato importante con el sello Nacional Odeón. La grabó también en la década del treinta, ya con sistema eléctrico y trío de guitarras. Y una vez más, la última, dos días antes que comenzara el invierno de 1946, con el agregado de un piano y en el estudio de grabación que no volvería a pisar jamás.

Pero me gustaría contar, para mayor comprensión, algunos detalles importantes: Corsini llega a los 10 años a Buenos Aires, con su madre, desde Sicilia, y a los pocos meses lo envían a trabajar de boyero a Carlos Tejedor. ¿Entienden lo que esto significa? Corsini es un niño que apenas habla el español y lo mandan a trabajar en el campo, en medio de la peonada, guiando bueyes por la hacienda e imitando el canto de los pájaros. Porque esto es lo que lo destaca: su imitación de los pájaros de la provincia. Un viejo payador le enseña unos pocos acordes y cuando regresa a la ciudad, a los 17, ya tiene un puñado de temas propios: 19 canciones. Y en esta, la primera que graba, a guitarra y voz, enlista en cuartetas de versos decasílabos una serie de elementos, sonidos y recuerdos, que siente condenados a la extinción: las flores del rancho, el sonido de las espuelas, el sombrero con barbijo y los tristes que cantaba Santos Vega, el fantasma de la pampa. Todo está desapareciendo y el título es alarmante: "Decadencia criolla". ¿Por qué? Porque en la ciudad ha comenzado el siglo XX. Pero nuestra pregunta es: ¿Y entonces qué? Porque, de buenas a primeras, nada nos indica que un italiano recién llegado al continente, a la ciudad y luego al campo, pueda añorar lo que poco ha tenido. Pero en Corsini, el cantautor, nada es como debería haber sido.

Mientras revoca molduras con yeso sobre los frentes de Boedo, comienza a actuar, contrae matrimonio, tiene un hijo y canta sus canciones, en el teatro y en los circos del Río de la Plata, la pubertad de Corsini se extingue por completo: llegan la radio, las giras y la "Pulpera de Santa Lucía", que se graba 5 veces para abastecer la demanda. Pero antes, al conseguir un contrato con la compañía de discos que se establece en la ciudad, apostando a la música que estalla en las calles, entre otras versiones y pamperías vuelve a grabar la canción. Ahora se llama "Popular tradición de esta tierra" y está en otro tono, con nuevos acordes y la letra cambiada, pero la canción es la misma. Y ya siendo cantor solista, cuando arma el trío de guitarras y las grabaciones se vuelven algo usual, la registra de nuevo. Y ahora encuentra, ahora sí, una letra estable sobre un ritmo claro: el vals a tres guitarras. Pero lo verdaderamente singular, asombroso por su insistencia y conmovedor en su narrativa, es que, al entrar por última vez a un estudio de grabación, cuando ya entra muy poco y el folklore cubre las tardes, graba otra vez la misma canción. Último número en el registro de sus grabaciones: "Tristeza criolla". Suman un piano, cambian de nuevo el tono, asientan el ritmo y la poesía por completo. Y el pampero, finalmente, sopla fuerte sobre la gran ciudad.

Popular tradición de esta tierra: decadencia o tristeza criolla. Con mayor o menor fatalismo, el espíritu del siglo XIX parecía condenado al olvido. El malambo, la tapera, el paisano a través de la laguna. ¿Quién ha inventado aquellas tradiciones? ¿Por qué Corsini se cargó sobre los hombros una mitología tan lejana? Algo parecido hicieron Gombrowicz y Luca Prodan, aunque con menos tacto, poco tiempo después: intervinieron sobre lo que había aquí como si alguien o algo los hubiese llamado a participar. Como si fuese necesario, mientras contrabandeaban modismos y se reían de la jerga local. Gringos mequetrefes, que trajeron libros desconocidos a la biblioteca y pusieron a girar los nuevos discos, mientras miraban con sorna los estilos criollos. No fue un mal negocio: el entrevero de filiaciones y la traducción como plagio, al pensar de Piglia, formarían parte de nuestra propia combinación de registros. Pero Corsini, con menos viveza y mayor sencillez, trabajó en forma obsesiva sobre una y la misma idea: estampar fielmente los recuerdos camperos hasta establecer un universo mitológico, con la sorpresa del que mira con ojos plateados, como el río.

Ya dirán ustedes: otra vez este flaco escorchando con Corsini. No le bastó con escribir un libro, hacer una película y cantar sus canciones. Aquí viene de nuevo. Y es verdad: acabamos de grabar esta canción con el trío de guitarras, en su nombre intermedio y con una nueva edición, porque más que la perfección nos cautiva la aventura. Y fuimos con parte del Comando a Carlos Tejedor, para filmar lo que será el regreso a la pantalla de su canto aurático. Porque es en los registros improvisados y en las grabaciones en vivo, de aquellos años y de los corrientes, en donde hace sus últimas señas el misterio que hoy buscamos convocar: el de la canción popular en su andar libre, fuera de toda exhibición, demorándose en las palabras con la intuición de alguna certeza.

Al mirar el vasto campo cultural de Buenos Aires solo veo pibes en cueros, chicas tetonas, viejos cancheros y piercings hasta en la pija. De Corsini, ni noticias. Pero no hay que alarmarse: debajo de la superficie suceden cosas extrañas. Corsini también tiene una legión de hinchas, seguidores y poetas, que se apasionan con su voz tanto como nosotros. Además de un grupo de fans, los Corsinófilos, que se han confabulado para despreciarnos: me acusan de mequetrefe, sabihondo y desorientado. Que así no se canta el tango. Que el libro y la película hablan de cualquier cosa, cada cual a su manera, pero diciendo muy poco sobre el Caballero cantor. Antes de volver al viejo Brassens, o de traducir una que saben todos, me gustaría entonces dejar en claro nuestra posición: estamos en guerra contra las tradiciones opresivas y contra los progresistas tradicionales. Y hoy nos dedicamos, sin más, a la blasfemia.

¿Ya los aburrí con esta vieja historia? Más te aburrirías con un engolado en tragedia, sacando a relucir sus lustres al son de precisiones absurdas. Podrías decir, entonces, que ves el color en el aire y es púrpura. Púrpura, como el cielo de la pampa. Y escribirías lo que aquí estoy pensando: Ignacio Corsini soy yo.

Pablo Dacal  es músico, escritor y artista diletante. Editó diez discos como solista y en colaboración con la Orquesta de salón, las Guitarras del tiempo, y una larga serie de músicos y productores. Compuso música para teatro y cine. Trabajó en los largometrajes Charco, canciones del Río de la Plata (Julián Chalde, 2017) y Corsini interpreta a Blomberg y Maciel (Mariano Llinás, 2021). Actuó en cine, teatro y performance. Publicó Las canciones escritas (Mansalva, 2017), Por qué escuchamos a Ignacio Corsini (Gourmet, 2021) y ¡Oh, Nuestra maestra de canto! (Mansalva, 2022). Dio conciertos de todo tipo en ciudades de Argentina, América Latina y Europa. Junto a Mariano Llinas y Agustín Mendilaharzu forman el Comando Corsini Este domingo se publica Tristeza criolla, su nuevo álbum junto a las guitarras de Julio Sleiman, Muhammad Habbibi Guerra y Gustavo Semmartin, con quienes se presentará el sábado 12 de agosto en la parroquia de Santa Lucía.