Hace demasiado calor, el sol implacable astilla los troncos de los árboles y el agua es un fuego encendido. La descripción meteorológica que observa sin condescender le pide palabras prestadas a El mundo sumergido de J. G. Ballard y al diccionario veraz de los pueblos originarios, víctimas directas de lo que anticiparon: variaciones letales y una naturaleza arrebatada. Tempestad a la que le hacen frente con creatividad hereditaria y sin haber contribuido en la emisión de gases de efecto invernadero. 

Por eso, entre otras premuras territoriales, hablar de cambio climático es hablar de la necesidad urgente de escuchar lo que dicen los pueblos originarios, especialmente lo que dicen las mujeres de la comunidad porque son ellas las que buscan y juntan agua, las líderes de las organizaciones cotidianas y las estrategas. Escucharlas a ellas en la tierra de las nubes reales y a las que desde la academia y las instituciones piensan en la crisis climática por fuera del formato patriarcal establecido. 

¿Cuándo pudieron las mujeres estudiar meteorología? En la Argentina fue en 1953 y fue María Luisa Altinger (nació en Munich, Alemania en 1935 y se nacionalizó argentina en 1974) la primera que se inscribió en la licenciatura en Ciencias Meteorológicas en la Facultad de Exactas en la calle Perú. “En silencio presté atención a las palabras del tornado”, dice María Luisa uniendo saberes doctos (se graduó en 1959) y atávicos. Una habilidad que la vocación atenta, agita, promueve y comparte. Como la de Roxcy Bolton (1926-2017), la científica que batalló para que dejaran de ponerle solo nombres de mujeres a los huracanes porque eran “temperamentales y coqueteaban” y como la de las hermanas Urquiola, las ninguneadas meteorólogas españolas del siglo XIX. 

Las hermanas Urquiola

La historia de las hermanas Urquiola se contó como solían contarse las historias de las mujeres, como merodeadoras aspirantes en la vida de sus maridos, padres o hermanos varones. ¿Quiénes eran estas dos mujeres? ¿Fueron en verdad esas dos nenas que posan en una foto familiar junto a su mamá dando el presente en las crónicas que las rescatan? Isabel estaba casada con Manuel Iradier, un explorador de la España colonialista y según las crónicas, decidió acompañar a su marido a África y llevar a Juliana, su hermana pequeña, porque no quiso quedarse sola en tierra vasca (Vitoria). La idea de que Isabel (21) y Juliana (18) tuvieran vocación aventurera, estaba descartada. Mientras Iradier exploraba el continente las hermanas se quedaron nueve meses en Elobey (una isla) recopilando variables meteorológicas con minuciosa exactitud. 

Medían la dirección del viento, anotaban “los datos de la columna termométrica, la aguja del hidrómetro, las oscilaciones de la pomada”, el desarrollo de las tormentas, lluvias y humedades. Dos meteorólogas. Durante años nadie (incluyendo a Iradier) las tuvo en cuenta; en las publicaciones solo aparece que fue él quien instaló el observatorio meteorológico y quien les dejó indicaciones a las dos mujeres a las que las entretenía mantener limpia la casa, la pesca, las mariposas y el jardín. 

Lo sí se dijo fue que ese trabajo de medición que Iradier les había encomendado las salvó de “volverse locas” mientras esperaban el regreso de La Esperanza, el barco en el que Iradier viajaba. Lo que nadie dijo fue que las mediciones de las hermanas Urquiola eran un hallazgo científico, uno de esos hallazgos que permiten exponer las variables sobre el cambio climático. La exploradora, como llamaron a Isabel después, estaba embarazada, su hija Isabela nació en la isla y murió a los quince meses a causa de “las violentas fiebres” y fue enterrada debajo de un caobo en Fernando Poo (la Guinea española durante la colonia). Isabel volvió a España.