Estaba sentado en el escritorio de mi oficina casera tomando un café mientras los restos del sol comenzaban a huir presurosos de esa habitación tan normalmente oscura, aunque una gran ventana reflejaba la luz de las paredes blancas del edificio de enfrente. Igual mi computadora me alcanzaba para ver lo que me interesaba, salvo que me era más difícil utilizar los libros que me rodeaban por todas partes. Con todo, me gusta trabajar en esa especie de penumbra mágica que acomoda mejor mis ideas.

Pero encendí inmediatamente la luz del cuarto cuando el portero me alcanzó un gran paquete envuelto en papel madera y con un montón de estampillas que tenía estampado en varios lados la palabra books. Mi curiosidad intelectual me invadió y utilicé un cuchillo para abrirlo enseguida. Las frágiles paredes de cartón se deshicieron y fueron apareciendo libros, el resultado de una promesa que no pensé que se cumpliría tan rápidamente. Hacía no más de unas pocas semanas que había regresado de un congreso en Finlandia donde quedamos en intercambiar nuestras producciones, y Gerson Moura, un joven y prestigioso historiador brasileño, me enviaba desde Brasil la mayor parte de sus libros y artículos, varios de cuyos enfoques e ideas coincidían con los míos.

Allí en Helsinki coincidimos en muchas otras cosas. Nos alegramos con los estudiantes, la mayoría rubios, espigados, de ojos claros, que el simpático profesor Jukka Nevakivi, bajo, de cabellos negros y ojos algo rasgados --una apariencia que no coincidía con las de sus estudiantes ni con la de las fotos o films que había visto de aquellos lugares--, nos presentó para asistirnos en el Congreso. No sabía que Laponia, una exótica y lejana provincia al norte de Finlandia, cerca del círculo polar ártico en una región compartida también por Suecia y Noruega, cuenta con una población indígena, los Samis, a la que Yukka pertenece.

Con Gerson, cuya pinta de carioca desenfadado le servía para ocultar su carácter de reconocido profesor e investigador, pasamos cinco días estupendos, que sólo se pusieron serios en el magnífico palacio medieval que constituía el marco del acontecimiento sobre las relaciones Europa-América Latina para el que fuimos invitados. Sobre todo, en las horas en que exponíamos nuestras ponencias, yo sobre Argentina, él sobre Brasil, escuchábamos las de los demás y participábamos en el debate de las mismas. El ritmo era casi desenfrenado y los finlandeses muy cordiales y generosos. No miento si digo que teníamos dos cenas diarias, además del desayuno y del almuerzo: una recepción abundante en alguna embajada o repartición pública, que servía como cena-lunch y luego, una más formal en la universidad. Eso no nos impidió recorrer una de las librerías más grandes del mundo en pleno centro de la ciudad, que tenía libros hasta de Marte u otros planetas más lejanos, recorrer museos, entrar a tomar una copita de vodka en uno de los innumerables bares existentes o escuchar la música de Sibelius en un impresionante edificio construido por Alvar Aalto, un afamado arquitecto y diseñador finlandés.

Con Gerson discutíamos sorprendidos si este más que un país era un universo. Varias veces ocupada por suecos y rusos, sus gobiernos fueron obcecados sostenedores de la neutralidad en las guerras, aunque la principal en la que participaron en el siglo XX, a contrapelo de las alianzas durante la Segunda Guerra Mundial, fue contra la Rusia de Stalin que antes los había invadido. Terminado ese conflicto se acercaron a Moscú en lo que se llamó la política de “finlandización” criticada en Occidente durante la guerra fría. Su idioma tiene similitudes con el magiar de los húngaros o con el de la vecina, cruzando el Báltico, Estonia. Pero lo más extraño es su pasión por el tango argentino, su música preferida, que nos permitió cantar en finlandés en el karaoke del hotel porque se lee literalmente interpretando nuestros tangos traducidos o los suyos propios, que son muchos. Allí me enteré y luego lo corroboré en Buenos Aires, que parejas de finlandeses viajan a un nuestro país especialmente para aprenderlo a bailar o incluso para exhibir sus propias habilidades. El tango finlandés había surgido de la oscuridad y desolación de sus largos inviernos que traían la misma melancolía y tristeza que la que tenían nuestros cafés de barrio y piringundines donde se juntaban a bailar criollos e inmigrantes.

Pero ellos tienen también otra cosa que algunos pretendieron acercar a nuestra realidad. Sus propias Malvinas, las islas Aland, mucho tiempo ocupadas por los rusos y que tienen por principal monumento histórico un fuerte que éstos construyeron cuando las invadieron. En los hechos dependen del gobierno de Helsinki pero son casi suecas. El sueco es el idioma de la mayoría de su población. Un finlandés debe residir dos años para que la den allí una ciudadanía local. Comparar su situación con la de las Malvinas carece de sentido. Su clima, naturaleza y economía son muy superiores, y allí conviven al igual que en Finlandia costumbres e idiomas diferentes. No se trata tampoco de un resabio colonial.

Cuando subimos al autobús que llevaba a los miembros del congreso para una excursión que creíamos consistiría en un recorrido por los espléndidos bosques escandinavos, Yukka nos dio un ticket de avión. Una excusión fuera de lo común que iba a llevarnos lejos, un viaje de una hora sobre el Báltico hacia aquellas lejanas islas Aland, mucho más cerca de las costas suecas que de las finlandesas. Ni bien descendimos del avión, estuvimos explorando con Gerson las bellezas del lugar. Entramos a la gran fortaleza construida por los rusos cuando ocupaban las islas y nos metimos en túneles oscuros donde agujeros en las paredes rocosas permitían apoyar los fusiles o cañones de los defensores frente a los atacantes rivales.

El almuerzo al aire libre consistía en un plato repleto de arenques, mariscos y otras suculentas delicias del mar. Terminado el mismo, nos llevaron a conocer el edificio de la Alcaldía que tenía un magnífico recinto circular donde una cincuentena de representantes de diferentes partes de las islas discutían como en un parlamento los problemas comunales. Un verdadero lujo que estaba no sólo física sino también políticamente a muchas leguas marítimas del gobierno autocrático y dependiente de las Islas Malvinas. Al atardecer nos preguntamos si volveríamos de nuevo en avión o lo haríamos nadando. Nada de eso, nos hicieron subir a un barco de la Viking Line, la línea de transporte marítimo de pasajeros más fastuosa del Báltico y durante todo el viaje estuvimos sentados junto a grandes ventanales, donde veíamos pasar en el anochecer como fantasmas islas en medio de suaves olas que parecían aferrarse a ellas y donde otrora los soldados de uno u otro bando, suecos, rusos o finlandeses batallaban sable o fusil en mano. Algunas islas estaban desiertas, otras vestidas de casitas o mansiones.

 

Estaba ensimismado en mi escritorio mientras abría los libros que Gerson me había enviado, la mayor parte suyos, y en una dedicatoria en uno de ellos se alegraba de haberme conocido y podido establecer en pocos días, en la lejana Finlandia, una hermandad académica entre argentinos y brasileños, entonces infrecuente. Justo en ese momento, golpearon nuevamente la puerta. Era el portero que me traía un telegrama con la fecha del día que decía brevemente: “Lamentamos informarle el fallecimiento repentino de nuestro querido profesor Gerson Moura, recién llegado de Finlandia. Entre sus papeles encontramos un informe para la firma del rector en el que se lo invitaba a dar unas clases en nuestra universidad. El profesor Moura era uno de nuestros más brillantes docentes e investigadores”. El telegrama estaba firmado por la directora del departamento de la universidad carioca donde mi nuevo amigo enseñaba. Fue la amistad mas corta de mi vida, Mi verdadero tango finlandés.