La convalecencia es el trance que se atraviesa al salir de una enfermedad o, dicho por la positiva, al recuperar la salud. Convalecer es transitar ese pasaje inevitable y necesario entre un estado y otro; es, por eso, el momento en que se puede experimentar con mayor intensidad la sensación de estar vivo. Quien convalece sabe que está escapando del peligro cierto de la muerte y es, en ese sentido, un sobreviviente. Es también, como ha dicho Friedrich Nietzsche, un renacido. Por eso la convalecencia no es sólo el restablecimiento de un estado anterior a la enfermedad, sino un proceso del que se "vuelve renacido, con una piel nueva, más quisquilloso, más malicioso, con un gusto más sutil de la alegría, con un paladar más fino para todas las cosas buenas, con sentidos más agradables, con una segunda y más peligrosa inocencia de la alegría, al mismo tiempo más infantil y cien veces más refinado".

Este fragmento, tomado del prefacio a la segunda edición de La gaya ciencia, describe con bastante precisión el estado en que Alberto Giordano ‑-investigador, crítico literario y profesor en la UNR‑- emprendió un juego cuyas reglas se autoimpuso: escribir a diario en una red social acerca de esos breves momentos en los que la vida se le presentaba con mayor intensidad, esos fogonazos en los que el caos parecía cobrar sentido y la escritura encontraba una forma virtuosa de dialogar con la vida, haciéndole experimentar la "propia rareza".

Hace alrededor de una década, Giordano propuso, con mucha repercusión en el ámbito académico y también en el de la crítica cultural, la expresión "giro autobiográfico" para aprehender un fenómeno que observaba en la literatura argentina de aquellos años: el anudamiento cada vez más estrecho y explícito entre la literatura y la vida (cotidiana, emotiva, privada, íntima) de los autores. Es posible que la reflexión sobre el campo problemático de las llamadas "escrituras del yo" lo haya impulsado a indagar las formas que asumía esa misteriosa relación en su propio trabajo como lector profesional. Si en un primer momento lo autobiográfico apareció en su obra bajo la forma de breves intervenciones que iluminaban alguna zona de las lecturas, esa inclinación fue tomando con los años una dimensión ética y sensible más visible, más productiva, y es posible que le exigiera llevar las cosas un poco más lejos. Como sea, El tiempo de la convalecencia da cuenta de un deseo de explorar las posibilidades creadoras de la convivencia en la propia escritura de la experiencia diaria y la reflexión teórica.

En este libro raro, inteligente, irreverente y precioso, Giordano inventa nuevas formas de pensar y sentir la literatura y la vida; a veces las hace chocar, otras rozarse suavemente, ignorarse, identificarse hasta casi confundirse. Cada entrada del diario, que reúne las intervenciones que realizó en Facebook entre noviembre de 2014 y diciembre de 2015, parece producir y al mismo tiempo observar, como en los sueños, la fertilidad de esos encuentros. A lo largo de ese año la vida y la escritura toman para él una relevancia que deben, por un lado, a la decisión de jugar un juego con total seriedad (escribir y publicar un breve texto con rigurosa regularidad) y, por otro, a la circunstancia personal (e impersonal) de estar atravesando una larga y dolorosa convalecencia. En ese ejercicio cotidiano, casi rituálico, descubre que la escritura no es sólo la única forma posible de sanación, sino también el camino ineludible de una elección ética: llevar "un estilo de vida intelectual o artístico que sea, al mismo tiempo, soberano y ligero, abierto al descuido, el error y la negligencia". Tal vez el pronunciamiento más decisivo, por los efectos que tiene sobre su labor, sea el que hace en torno de la tensión madurez/inmadurez. Aquí Giordano invierte el sentido común, entendiendo la madurez como el momento en que por fin se alcanza la libertad de ejercer una "irresponsabilidad metódica", y la comprensión de que lo único que se puede hacer en el acto creativo, si se tiene el coraje suficiente, es insistir.

El tiempo de la convalecencia llega a la literatura por el camino más incierto, más sinuoso, más placentero. El diarista dice en un paréntesis, casi al pasar, "nunca me sentí más cerca de la literatura como en estos apuntes, aunque permanezca inalcanzable". Y es cierto; el lector puede encontrar en este libro reflexiones sutiles y punzantes sobre manifestaciones culturales recientes, sobre teoría literaria, sobre psicoanálisis, pero también hay en él una novela deliciosa, divertida, refrescante. La convalecencia es la oportunidad de amar y cultivar el error como forma de conocimiento, de abrazar la inocencia de la alegría con el aplomo de quien ya experimentó el fruto amargo de la adultez. Como decía Carlos Guerin, mi terapeuta durante algunos años (sé que Alberto me perdonará el capricho de esta referencia autobiográfica), "el que madura, se pudre".