La carrera del libertino. Música de Igor Stravinsky. Libreto de Wystan H. Auden y Chester Kallman. 

Dirección musical: Charles Dutoit. Dirección escénica: Alfredo Arias. Escenografía: Julia Freid. Orquesta y Coro Estable del Teatro Colón.

Reparto: Ben Bliss (Tom Rakewell), Christopher Purves (Nick Shadow), Andrea Carroll (Anne Truelove), Patricia Bardon (Baba la Turca), Hernán Iturralde (Truelove), Alejandra Malvino (Mamá Oca), Sellem (Darío Schmunck), Guardia del Manicomio (Alejandro Spies). 

En el Teatro Colón. 

Repite domingo 23 a las 17, y martes 25 y miércoles 26 a las 20.

Calificación: muy bueno


“El cuento ha terminado. Vamos a casa”, le dice el viejo Truelove a su hija Anne. La enamorada que no quiere ser Venus le suelta la mano al pobre Tom Rakewell, un alucinado que se cree Adonis, a punto de morir sin ni siquiera un infierno que lo devore para no quedar expuesto a la humillación de ser materia para la moraleja ajena. Termina así la parábola de los tres deseos -ser rico, ser feliz y ser bueno- de un hombre común al que el diablo hizo excepcional. Una obra maestra de la ambigüedad, un juego de espejos en el que modernidad y tradición, bien y mal, amor y piedad se enredan hasta el encanto. El gran cuento moral de un bromista o la gran broma de un moralista.

El martes, en el Teatro Colón se estrenó una nueva producción de La carrera del libertino, la ópera en tres actos y un epílogo con música de Igor Stravisnky sobre libreto de Wystan H. Auden y Chester Kallman. La versión resultó magistral desde lo musical, con un director sabio en la materia y un sólido elenco de cantantes y una puesta en escena que sin mayores hallazgos resultó lo suficientemente discreta para no recargar la maquinaria dramática de gran eficiencia. Como las tragedias líricas de Lully, aunque muy lejos de la flema solemne del francés, La carrera del libertino es un artefacto hecho de poesía. El libreto de Auden, en verso para las partes cantadas y en prosa para los recitativos, es caudaloso en su lirismo, agraciado en su imaginería y preciso en sus contenidos. Insinúa una forma de perfección dramática que se completa en una música que sin sacrificar su poder expresivo ni su galanura cromática es capaz de adorar su prosodia –otra vez Lully– para que todo se entienda.

La dirección escénica de Alfredo Arias contó con una escenografía única. La grada semicircular que con una mesa de operaciones en el medio terminaba de disponerse como los teatros anatómicos de la antigüedad fue una elección arriesgada, que además de suprimir la necesidad de cambios de escena impuso cierta quietud. La inmovilidad necesaria para dejar que la máquina de poesía avance en el relato, secundada por la discreción del buen nivel histriónico de los protagonistas, los prudentes desplazamientos del coro y las comparsas y los oportunos cambios de luces.

La dirección de Charles Dutoit al frente de la Orquesta Estable fue impecable. Temperó los volúmenes a tiempo, para acomodarse al sonido de los cantantes -que muchas veces obligados a cantar muy cerca del proscenio quedaban cubiertos por la masa instrumental- para terminar sacando lo mejor de una orquesta de óptimos reflejos.

Más que virtuosismo, Stravinsky le pide a los cantantes fidelidad al carácter de cada personaje. La claridad vocal del tenor Ben Bliss, incluso en los momentos oscuros, resultó ideal para personificar a un tipo como Tom Rakewell. En la misma línea, pero más arriba, la ternura de Anne Truelove tuvo en la soprano Andrea Carroll una intérprete superlativa, capaz entre otras cosas de pianissimos de trasparente firmeza. Hablando de fidelidad al carácter y de la ambigüedad de los personajes, el barítono Christopher Purves, como Nick Shadow, tuvo todo y se desdobló en un diablo-bufo formidable. Apenas correcto resultó el trabajo de la mezzo Patricia Bardon, como La Baba la Turca, mientras que el Truelove de Hernán Iturralde fue convincente, como lo fue la Mamá Oca de Alejandra Malvino y el Sellem de Darío Schmunck.

Basada en el ciclo de pinturas de William Hogarth, The Rake’s Progress es la deriva que el viejo y querido siglo XX hizo de un producto típico del moralismo de la cultura inglesa del siglo XVIII. Con eso y contra eso, Stravisnky y Auden lograron una obra maestra, en la que el libertino de la carrera no es Tom, mucho menos el diablo. El desenfrenado, en todo caso, es el compositor y sus secuaces, en lucha contra el principio del progreso lineal, sus lógicas y sus alquimias. Gente sin escrúpulos, capaz de ironizar incluso con ella misma.