Las PASO nos enfrentan a hordas de diarieros del lunes y nos hacen buscar similitudes en ficciones distópicas (¿Milei es Menken, de Succession?; ¿Somos personajes de Years and Years?). Todos, además, buscamos causas, desde nuestros distintos saberes. Mis últimos ocho años, tanto desde lo académico como desde lo profesional, giraron en torno a un solo tema: la criminalización de la política, cuyo inicio puede situarse cerca de 2013 y su aceleración en 2015, que nunca paró. Algunos la bautizaron “lawfare”, otros “fin de la impunidad”, pero todos coincidieron en que la política pasó a discutirse en los tribunales penales federales con una intensidad sin precedentes. Este fenómeno, desde mi humilde y sesgada perspectiva, puede haber sido una causa importante del triunfo de un candidato antisistema que felicita a sus perros y le dice “el jefe” a su hermana, entre otros rasgos que muestran que no es parte del establishment político. A su vez, las PASO, dejan una enseñanza: que buscar ganar a cualquier precio, a través del uso de herramientas no tradicionales, como el uso de la persecución judicial con fines políticos, puede generar un efecto boomerang que termine por sacar de la cancha a quienes echaron mano a estas herramientas.

Desde su creación menemista, Comodoro Py fue considerado una garantía de impunidad para el poder político. Más allá de la caída esporádica de algún político en desgracia sin estructura propia (Maria Julia Alsogaray es el ejemplo más usual), los poderosos solían salir indemnes de los eternos pasadizos procesales de los tribunales federales. Luego de la asunción de Mauricio Macri, esto cambió. Cristina Fernández de Kirchner es la figura más asociada con la persecución judicial: ocho indagatorias en un día, la imputación de su hija o el pedido de prisión del juez Bonadio son algunas de las imágenes grabadas en la memoria popular. Pero no fue sólo a ella: también fueron denunciados ministros, dirigentes políticos, empresarios y hasta empleados públicos de bajo rango. Causas como “vialidad” u “Hotesur” marcaban a los políticos como corruptos; otras, como “dólar futuro” o “memorándum con Irán” presentaban como oscuras hasta decisiones de gestión; el caso “cuadernos” mostraba a un sistema político podrido en su totalidad, del que también eran parte los principales empresarios del país.

En un contexto de restricciones materiales, en el que satisfacer demandas sociales es difícil, hacer política a través de la denuncia comenzó a verse como una forma fácil de sacar réditos electorales y, probablemente, hasta se volvió contagioso. Entre 2013 y 2021, se presentaron 731 denuncias contra el kirchnerismo/FdT y 757 contra el macrismo/JxC. Evidentemente, la responsabilidad no es igual: el macrismo presentó el doble de denuncias contra el kirchnerismo que el kirchnerismo contra el macrismo (246 vs. 126) y su injerencia sobre la justicia federal fue notablemente mayor. Pero también es cierto que, más de una vez, el kirchnerismo cayó en la tentación de hacer política a través de la denuncia: por ejemplo, cuando Alberto Fernández instruyó a denunciar a la gestión macrista por la toma de deuda del FMI (por más nefasta que sea la decisión, es claro que su debate debería ser político, y no quedar en manos de un juez federal).

En el proceso de criminalizar la política se pagaron costos altísimos: se dilapidaron recursos judiciales, se generó que altos cargos políticos inviertan su tiempo en defensas penales en vez de en gestionar y se introdujeron desincentivos a ejercer la función pública (¿quién quiere agarrar un cargo, incluso de mediano rango, si sabe que se va con una denuncia casi que haga lo que haga?). Además, la discusión política se llevó a un plano personal: si alguien quiere meter presa a tu familia la virulencia del debate y la posibilidad del diálogo se modifican sustancialmente. Las ganancias, después de 8 años, pueden reputarse como nulas. La única condena por corrupción contra funcionarios públicos relevantes se dio en una causa en la que no hubo una sola prueba concreta contra esos funcionarios (“vialidad”) y que no consiguió explicarle a la sociedad cuáles habrían sido los delitos cometidos. De esta forma, todo este proceso de supuesta indagación profunda en la corrupción no reveló un solo entramado relevante de corrupción (no porque no los haya habido, sino porque siempre se priorizó el impacto político a investigar en serio), más allá de los relativos a personajes de menor relevancia, que no son una muestra de un problema estructural. En otras palabras, se pagó un costo altísimo y no lograron objetivos penales concretos, ya sea probar que hubo corrupción o que no hubo corrupción: las investigaciones fueron tan malas y tan intencionadas políticamente que ni siquiera sabemos si no hubo condenas porque los hechos acusados no existieron o porque se investigó mal, más pensando en los medios y en la política que en el proceso penal.

Lo que sí hubo fue un efecto enorme sobre la percepción de la clase política en general por parte de la sociedad. Los procesos penales se estructuran de una forma y en un lenguaje inaccesibles para el público en general, en un oscurantismo netamente deliberado. Pero lo que sí son entendibles son las acusaciones cruzadas de corrupción, los incesantes titulares de diarios que hablan de delitos y más delitos de los políticos (aun cuando nunca se prueben, luego, judicialmente) y los allanamientos y detenciones en vivo en casas de dirigentes (aunque luego sean sobreseidos, la imagen queda). Aunque las pruebas marquen que no son todos chorros, la narrativa da la impresión de que sí son todos chorros. Y los que son presentados como todos chorros son los políticos de partidos tradicionales. La casta.

En consecuencia, luego de años de demolición política a través de Comodoro Py (en la mayor parte de los casos impulsada por JxC, pero, como dije, a veces contagiosa), lo único que queda en pie es la anti política o, mejor dicho, la anti política tradicional. Le podrá agradecer a los perros, le podrá decir “El Jefe” a la hermana, pero no es parte de “los chorros”. De tantas acusaciones de corrupción entre el establishment político, no es sorprendente que surja un candidato cuyo caballito de batalla es poner fin a “la casta política chorra”. El fenómeno no es nada sorprendente, y es hasta casi lógico. Pasó en Italia con el Mani Pulite, que terminó con Berlusconi, un político no tradicional y excéntrico, en el poder; pasó en Brasil, que terminó con Bolsonaro, un político no tradicional y excéntrico, en el poder; pasó (por suerte reversiblemente) en Argentina, con Milei, político no tradicional y excéntrico, en el poder.

Por eso es una paradoja, pero una paradoja que podrían haber anticipado si hubieran parado a reflexionar, que después de años de equiparar la política con la corrupción, quienes impulsaron las persecuciones penales como herramienta electoral resultaron y resultarán ser, quizás, los más dañados. Si hay un candidato que puede llegar a arrasar con los privilegios del Poder Judicial Federal que, por años, jugó fuerte en la política nacional, es Milei. Todos los demás, como indica la historia, seguramente hubieran negociado con los jueces federales. Si hay alguien que puede amenazar a los medios tradicionales (las caras de devastación en TN eran novelescas), cuya agenda por años fue la corrupción de la política, es Milei. Como decía un Tweet, la amenaza no era Magnetto, era TikTok; y, para Magnetto, TikTok es una amenaza más real que el gobierno (¿Tendrá que venderle Clarín a GoJo?). JxC, cuya única línea clara fue denunciar kirchneristas, hizo una elección todavía peor que el gobierno, en términos de expectativas. Algunos de los viajeros a Lago Escondido son parte de un espacio que sacó un 10% con la caja más grande del país, lo que los condena al ostracismo. Equiparar, por lustros, gestión política con corrupción tiene el evidente riesgo de caer en la volteada si tu slogan es ser gestión política (larretismo) o si tu característica es ser un actor clásico de la política clásica (medios, jueces).

La esperanza es recuperar la política tradicional, con sus luces y sus sombras, porque, en este caso, está bastante claro que es mejor malo conocido que malo por conocer. Una de las formas de hacerlo es a través de la concientización de los actores clásicos de esta política tradicional, que si las formas tradicionales se rompen y vale todo (perseguirse penalmente en vez de discutir políticamente), es probable que, al final, solo quede tierra arrasada.

* Abogado, UBA; LLM, London School of Economics and Political Sciences