La Tía Laura, que solía ir a misa hasta cuando misa no había, se colgó una estrella de David en el cuello y, con las mismas yemas que usaba para acariciar al Nuevo Testamento, se aferró a un foto de Messi rubio. La Tía Dalia, judía y heredera directa del primer Moisés, se hizo la señal de la cruz y se envolvió en una camiseta blanca, celeste y de Messi. El Tío Rodolfo, entrenado en ser agnóstico, se puteó por los prejuicios que le impidieron acercarse al islamismo y repitió, tres veces, al aire, al sol y al agua, “salvanos diez, salvanos diez, salvanos diez”. El Tío Carlos, ateo desde el biberón, persistió en lo suyo y proclamó, también al aire, al sol y al agua, su convicción más enraizada: “Yo sólo creo en las personas. En especial, en una persona que es Messi”.

Como avanzaba  el martes 10 de octubre y, en apenas un rato, la Selección Argentina se jugaba frente a Ecuador y en Quito su posibilidad última o penúltima de ir al Mundial de Rusia, muchos de los vecinos que desfilaban azorados delante de ese caos religioso que retrataba a nuestra familia suponían que tanta creencia súbita y, sobre todo, tanta invocación a Messi eran consecuencia de transitar, como otras familias, acaso como el país entero, sobre una cornisa futbolística. Sin embargo, nuestro vecindario, igual que demasiados vecindarios, hablaba sin saber. Ni las tías ni los tíos andaban a la caza del credo que fuera y del Messi más excelso para que el equipo nacional diera un paso bueno y soñado rumbo a las veredas de Moscú. Nada que ver. Sufrían otro problema: el Primo Pablo se había perdido.

Toda pérdida significa algo, como detallan bien los terapeutas, incluido el del Primo Pablo. Pero que se perdiera el Primo Pablo carecía de lógica. De los parientes que anudaba nuestro enorme tejido familiar, él quizás constituyera el único que jamás se extraviaba. No se trataba de un tema de geografías: lo que el Primo Pablo jamás extraviaba era el sentido de las cosas. Cuando, por ejemplo, en las sobremesas de un domingo, surgía un sobrino fervoroso que se quejaba por la insistencia de algunos malos bichos en las elecciones, en los televisores o en los libros de historia, el Primo Pablo desenfundaba su frase favorita de Rodolfo Walsh y ordenaba todo: “El sistema no castiga a sus hombres: los premia. No encarcela a sus verdugos: los mantiene”. Cuando la Tía Dalia preguntaba en público qué virtud hay en el amor si, a causa del amor, sus hijas se enganchaban con novios invariablemente boludos, el Primo Pablo tarareaba unos versos de La Renga llenos de respuesta: “Soy el que nunca aprendió/desde que nació/cómo debe vivir el humano”. Y cuando cuñados a los que nadie había invitado y vecinos que -de nuevo, de nuevo, de nuevo- hablaban sin saber fustigaban al fútbol y sentenciaban que todo lo que sucedía arriba del césped era una porquería, el Primo Pablo se recubría con una armadura de paciencia y ofrendaba un consejo invencible: “Miren a Messi”.

Por eso en nuestra familia había alarmas colectivas, rezos a dioses cruzados y miedo en el viento. El Primo Pablo no se perdía jamás porque conocía cómo estar bien ubicado. Y menos le correspondía perderse un rato antes de que Messi, justo Messi, Messi que representaba todo lo que el Primo Pablo percibía con una nitidez que ojalá sus compatriotas le copiaran, tuviera que salir a la cancha para afrontar una de sus paradas más bravas.

Estaba desconcertada la Tía Dalia, bastante más desconcertada que la tarde en la que conoció al último de sus yernos insatisfactorios. En busca de un consuelo, nos consultó si recordábamos cuál había sido la circunstancia que inauguró la fascinación del Primo Pablo por Messi. Algunos arriesgamos que eso ocurrió una noche catalana en la que tiró sus dos paredes iniciales con Ronaldinho y el subsuelo del mundo se sacudió de sorpresa. El Tío Rodolfo, aún enredado en sus conflictos con la fe, rechazó esa hipótesis y aseguró que Messi capturó los párpados y el corazón del Primo Pablo el día en el que destartaló a un ejército de jugadores del Getafe y reiteró, geometría por geometría, el golazo de Maradona a los ingleses. “Sigo siendo agnóstico -certificó el Tío Rodolfo-, pero esos dos goles me hicieron dudar mucho. Llegué a creer no en un dios, sino en dos: ellos dos, Messi y Maradona”. El Tío Carlos lo retó feo con eso de los dioses, enfatizó que se cree en la gente o en nada y evaluó que el Primo Pablo se había cautivado con Messi cuando lo detectó mirando la Copa del Mundo luego de perder la final con Alemania en el Mundial 2014. “Los hombres que valen la pena son aquellos que se paran adelante de una frustración y siguen valiendo la pena”, apostrofó. Acelerando los zapatos hacia una de sus misas, la Tía Laura sólo nos remarcó que el Primo Pablo dormía pegado a una página del diario Olé del 2003 en la que Messi no se parece a un dios sino a un niño y su entrevistador, el Topo López, sonríe una sonrisa que Messi, desde entonces, lleva adherida a sus pestañas. Luego, rozó con ilusión la estrella de David que le colgaba del cuello y, además, se persignó.

El Primo Pablo no regresó para la hora del comienzo del partido. A esa altura, el Tío Rodolfo achicaba ansiedades leyendo, por fin, el Corán y nosotros, todos nosotros, apelábamos a religiones en expansión y en extinción para que los dioses y las personas le guiñaran el ojo a la Selección Argentina y, a la vez, auxiliaran a que el Primo Pablo volviera. En el segundo en el que la Tía Laura le entregó su beso décimo al Messi de su foto, el Messi de Quito recibió un pase exacto de Di María, movió los pies como sólo los mueve Messi y llegó el primer gol. “Hay que creer en ciertos hombres y, también, en ciertos sueños”, nos reafirmó el Tío Carlos, seguro de que el Primo Pablo pronto vendría y mientras golpeaba los pisos, las ventanas y su propio pecho al grito de gol, gol, gol.

“Si mete otro, prometo ser compasiva con el más boludo de los novios de mis hijas”, anunció la Tía Dalia, con una vela encendida para reforzar su compromiso. Y Messi, generoso con el fútbol, con la belleza, con nuestra alegría y hasta con los novios boludos del planeta, habitó de asombro su zurda  y convirtió otra vez. Un propagador de alguna corriente religiosa indefinible tocó timbre en ese momento y, emponchado con la 10 de la Selección, nos recitó un salmo y nos propuso abrir nuestras almas a su fe. Lo que nosotros abrimos fue la puerta porque, detrás de ella, se asomó el Primo Pablo.

En nuestra familia, preferimos los alborozos a los reclamos y, entonces, la llegada del Primo Pablo, sazonada con las fiestas de los goles de Messi, provocó que lo abrazáramos y que no le preguntáramos nada. Tampoco indagamos nada cuando, después del instante cumbre en el que el cuerpo de Messi y el fuego del arte se pusieron de acuerdo para iluminar el tercer gol, el Primo Pablo besó con mansedumbre a las tías y a los tíos y emergió una vez más de la casa.

Nuestros vecinos solían hablar sin saber pero eso no impedía que los quisiéramos. De allí que, cuando el pasaporte al Mundial quedó sellado, migráramos a la calle a celebrar con ellos. Uno de los que durante la tarde había despotricado contra el fútbol proclamaba que el fútbol era lo mejor de la vida porque era fútbol y porque jugaba Messi. El acto más conmovedor se produjo, de todos modos, cuando el recitador de salmos y el Tío Carlos, agua y aceite de la condición humana, se dieron un apretón de manos y cantaron a coro “Messi, Messi, Messi”.

Encantado con la escena y con la clasificación argentina, el Tío Rodolfo despidió a la Tía Laura, que naturalmente partía a misa sin desprenderse de la foto del Messi rubio, y, al alzar la vista, localizó al Primo Pablo en la otra cuadra. Lucía calmo de frente a un pino flamante.

Nos estremecimos: ahí latía la explicación de todo. 

-¿Quedó bien, no? -nos interrogó, sin la menor estridencia.

Ahí sí que la familia le hizo preguntas. Como cuando citaba a Walsh, a La Renga o a Messi, el Primo Pablo no había perdido el sentido de las cosas.

-¿Y qué podía hacer? Algunos nos avisaron que este partido de la Selección era el fin del mundo. Me acordé de la frase de Martin Luther King: “Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol”. Y, bueno, acá está el árbol. Le puse nombre para ayudar a que nos quede claro que ni el mundo ni el fútbol ni las esperanzas grandes o chiquitas tienen que acabarse. Le puse este nombre: Messi.

Fue sublime. Los que se apoyaban en sus dioses habituales o en sus dioses de ese día, agradecieron. Coherente, el Tío Carlos dijo que había que creer en ciertos hombres, en ciertos sueños y, desde ahora, también en ciertos árboles.

En eso, precipitado, desembarcó el novio más boludo de las hijas de la Tía Dalia. De verdad boludo, pretendió saludar y se llevó puesto al árbol. La Tía Dalia casi lo insulta, pero se le vino a la mente su promesa y, resignada, le clavó una insípida mueca de suegra.

No pasó nada. Como en la cancha, Messi seguía de pie.