Esto no se trata de un amor a primera vista, sino de un amor con mirada permanente. Me surgió esta reflexión, mientras paseaba, entre un tsunami de runners, en el parque diseñado por el arquitecto Carlos Thays, en la capital de Entre Ríos.

Saliendo de Paraná en dirección a la costa atlántica, antes de entrar al túnel subfluvial, me agarré la cabeza con las dos manos pensando que me había olvidado el celular sobre la mesa de un bar. No tenía opciones para atravesar ese gigante subterráneo construido en 1969, pero a la salida, justo frente al puesto de macetas y enanos de jardín, descubrí la paz plena al ver en el asiento trasero la luz de pantalla. Ya más tranquilo, decidimos hacer una parada en Ricardone, muy cerca de Rosario, cuando de repente me llamó la atención un cartel que decía: “ondas de amor”; todo me parecía sincronizado pero sin tener idea de qué se trataba.

Seguimos viaje, y al pasar por el camino de circunvalación me sonó el teléfono en plena ruta. Lo llamativo fue que cuando atendí se escucharon extraños ruidos en la llamada.

Me resultó como un viaje al pasado porque la conversación se ligó con otra, cosa que no me sucedía desde mi infancia cuando atendía el teléfono de línea que era un aparato negro a disco.

Apenas corté, me sumergí también en un recuerdo que se me vino simultáneamente. Un viaje a la costa me hacía descubrir los beneficios del roaming que te permitían hablar más allá del radio de cobertura. Es allí, cuando en pleno silencio, sonó una alarma en el celular que habilitaba a cambiar de ruta en el Waze. Entonces el chofer del camión que me llevaba a Villa Gesell, para emplazar los corazones de hierro que van quedando en nuevos escenarios para los enamorados, me dijo algo que me hizo pensar: -Son ondas de las antenas que están saturadas-, pero después de pasar el barrio Fonavi siguió con algo más: -O tal vez el celu te esté tirando onda y no te das cuenta-.

Cuando lo escuché, miré las columnas pintadas del “canalla” y crucé la mirada a un paredón “leproso”. Repasé atentamente el último mensaje y supe, en ese instante, que la epifanía del camionero tenía alguna relación con la verdad.

Eso que parecía un absurdo, lo relacioné con los mareos que vienen después de hablar con el teléfono en el oído.

Pero aquello quedó rebotando, como los chicos que sufrían marginados detrás de los caños, en la puerta de un boliche top en los ´90.

Frente al dilema de disfrutar de una soledad placentera y la permanente interpelación hacia una felicidad publicitaria, me llegó un botón para omitir el anuncio de un nuevo smart tv phone motorhome con cannabis de caucho reciclado.

Es ahí donde me quedo mirando la cobertura plástica del aparato, que protege los golpes, y me doy cuenta qué hay que renovarla por una acolchada.

El móvil pasó a ser mi apéndice en todas las posibles salidas, es como un tercero en discordia que no soporta la integración de vida humana y lleva a tener que tomar una decisión fatal.

Invitarlo a tomar un café, aunque no sé qué género podría tener aún. Ya estoy seguro que entre este objeto y yo hay algo personal que ninguno de los dos puede explicar.

La cita, que es una decisión unilateral, la impuso desde su poder absoluto sobre mí. Como si hubiera hecho un trabajo lento desde hace una década, para coptar la emoción y ahora busca emocionarme con su propuesta virtual.

Después de un tiempo me atreví a pasar un límite que me tenía con los nervios móviles. Fue la noche previa al partido de River y Fluminense que marcaba la eliminación del “millo”.

Todo hacía suponer que, por la cantidad de alertas que recibía el smartphone de las noticias de River, había también allí un mensaje oculto que tenía la esperanza de descifrar.

Pese a que miro más la pantalla del móvil que mi propio ombligo, pienso que algo pasa cuando nos miramos con la gelatina protectora. Una especie de neblina blanca me hunde los ojos y me los achina para vernos y no dejar de vernos.

En la oscuridad no nos separamos, y cuando nos enfrentamos me da la luz de una especie de ingreso al paraíso blue. Nos acostamos juntos y queda en el colchón, en modo vibrador, como para tener una noche con batería completa, por si surge un insomnio de novela.

Para un casamiento en la playa con el teléfono, tenemos la selfie como testigo implacable. No contentos con eso, ya tenemos asegurada la ubicación de cada uno, para saber dónde estamos para una posible o eventual infidelidad.

Todo hace pensar que será una pareja que dure cien años y me lleve a un encuentro cercano de tercer tipo, en alianza con el film de los años 80.

Alguna vez escuché que el enamoramiento es un estado de idiotez transitorio, y esta relación con el celular genera las emociones que esta época nos ofrece. Es una versión de pareja que, hasta ahora, tiene un misterio indescifrable porque nos toma la mano para no soltarnos. Es celosa y posesiva, tanto que nos boicotea cualquier vínculo que nos atrape la mirada.

El celular y yo no podemos dejar de mirarnos, construimos a través de estos años una alianza indestructible. Imagino que las decisiones las tomaremos juntos, con este objeto oscuro que ya es la media naranja de un nuevo cuentito feliz. Una delicada situación de nuevo bienestar, que podría convivir con “Divididos por la felicidad”, el disco mítico de Sumo. Me refiero a la era donde la ecuación de la pareja feliz quedó vieja entre tantas otras realidades.