Quiero simplemente recordar aquí algunos hechos conocidos de todos los botánicos. No he realizado ningún descubrimiento, y mi modesta aportación se reduce a algunas observaciones elementales. No tengo, inútil es decirlo, la intención de pasar revista a todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Estas pruebas son innumerables, continuas, sobre todo entre las flores., en las que se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu.

Si se encuentran plantas o flores torpes o desgraciadas, no las hay que se hallen enteramente desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad. Todas se aplican al cumplimiento de su obra; todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en él hasta el infinito la forma de existencia que representan. Para llegar a ese fin, tienen que vencer, a causa de la ley que las encadena al suelo, dificultades mucho mayores que las que se oponen a la multiplicación de los animales. Así es que la mayor parte de ellas recurren a astucias y combinaciones, a asechanzas que, en punto a balística, aviación y observación de los insectos, por ejemplo, precedieron con frecuencia a las invenciones y a los conocimientos del hombre.

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Sería superfluo trazar el cuadro de los grandes sistemas de la fecundación floral: el juego de los estambres y del pistilo, la seducción de los perfumes, la atracción de los colores armoniosos y brillantes, la elaboración del néctar, absolutamente inútil para la flor y que esta no fabrica sino para atraer y retener al libertador extraño, al mensajero de amor, abejorro, abeja, mosca, mariposa que debe traerle el beso del amante lejano, invisible...

Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio, obediencia, recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta, su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta no hay duda: es la que la condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere. Así es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija, que sube de las tinieblas de sus raíces para organizarse y manifestarse en la luz de su flor, es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejos posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado. ¿No es tan sorprendente que lo consiga, como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia? Veremos que la flor da al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad. Si hubiésemos desplegado en levantar diversas necesidades que nos abruman, por ejemplo las del dolor, de la vejez y de la muerte, la mitad de la energía que ha desplegado tal o cual pequeña flor de nuestros jardines, es de creer que nuestra suerte sería muy diferente de lo que es.  


Fragmentos de La inteligencia de las flores (Interzona) del dramaturgo y ensayista belga Maurice Maeterlinck, Premio Nobel de 1911, y autor, entre otros libros de La vida de las abejas