“Eso” está de vuelta. Es un payaso que detrás de su sonrisa esconde mezquindad, avaricia y malignidad. El autor de la novela, Stephan King, le puso el sobrenombre de Pennywise al payaso que siembra de sufrimientos el pueblo.  Su seudónimo puede traducirse como mísero o avaro, un sujeto que es portador de una máscara que esconde su genuino rostro alejado de toda compasión y solidaridad. La presencia de “Eso” está curiosamente precedida por un globo. Un soporte de apócrifa alegría que anuncia los peores males. El payaso irrumpe sobre el pueblo, periódicamente, cuatro veces en cada siglo y hace estragos entre sus habitantes. Es la manifestación de la perversidad investida en formato engañoso. Su sonrisa, la mueca de su gesto equívoco, es el signo que asume la simulación más despiadada y cruel.

“Eso” construirá el acontecimiento desde la celebración payasesca: matará en nombre de la convivencia. Desocupará en nombre del trabajo. Odiará en nombre del amor. Despreciará en nombre de la alegría. Acrecentará la violencia en nombre de la paz. Promocionará la indiferencia como acto de madurez republicana en nombre del compromiso ciudadano. Producirán pobreza en nombre de su reducción. Será la contracara, la espalda, de los que dice ser. El mal se despierta repetidamente luego de algunas décadas y se alimenta de miedos, fobias y miserias humanas. Se cría entre los narcisismos, las ambiciones, los egoísmos y la suma de intereses corporativos varios. Ensalzan la fiera que todas las sociedades tienen dentro para salir a la caza de los mismos sectores que ya fueron alguna vez agredidos: los más vulnerables.

Quienes le harán frente asumen formatos colectivos y siempre parecen demasiado débiles para combatir a “Eso”. Pero no se resignan al miedo. Desafían al payaso sin que las frustraciones y los azotes los hagan trastabillar. Saben que la única manera de vencer supone no ocultar sus propias debilidades, ni sus errores, ni siquiera sus íntimos dolores estrujados. Quienes resisten a “Eso” tienen que ser capaces de lidiar en todos los campos en los cuales el payaso desarrolla sus prácticas de sometimiento, castigo y disciplinamiento. Los más lúcidos de quienes suelen enfrentar a “Eso” saben, íntimamente, que el payaso nunca sucumbe del todo. Que en el mejor de los casos vuelve a su letargo, para comenzar de nuevo el ciclo que sólo la indolencia popular permitirá hacer presente nuevamente. Y que terminará, como otras tantas veces, con acontecimientos luctuosos que jurarán, colectivamente, nunca olvidar.

Stephen King en su libro deja en claro que el pueblo suele distraerse y permitir el renacimiento cíclico del mal. Que la peor parte de lo que somos alimenta a “Eso”. Y que quienes deben velar por su inactividad suelen olvidar y/o negar las angustias y opresiones del pasado, lo que convierte a los ciudadanos en presa fácil, en cobayos de los payasos malditos. En la ciudad donde tiene sede la perversidad y el cinismo de “Eso” –afirma King–, “olvidar la tragedia y el desastre era casi un arte”. Casi un pronóstico articulado con la escena final de “La Peste” de Albert Camus: “Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.”