En la penumbra del cuarto en siesta y acostada el lado de su madre, Lía abría mucho los ojos buscando algo en el techo absolutamente blanco. Ni siquiera aparecían para consuelo las líneas de sol horizontales y definidas que dibujaban las celosías sobre la madera del piso a la mañana. Fue entonces cuando algo adentro de ella eligió un rumbo y a los trece años de su edad abrió la boca y dijo “quiero ser trabajadora social”. La respuesta de Nilda, su mamá no se hizo esperar: “eso es peligroso”. Faltaban mas de veinticinco años y muchas decisiones y barrios y gentes y países recorridos, para que el educador y filósofo Leonardo Boff pusiera su atención en ella y a su trabajo.

Lía De Ieso vuelve a abrir los ojos, sonríe con algo de nostalgia y recuerda que “hasta mis quince años nos mudábamos mucho y finalmente recalamos en una casa en Palomar, creo que tantos cambios me llevaron a pensar en el tema de los cuidados. En qué significa y como se valoran los cuidados. Me preocupaba, pensaba siempre el tema de cuidar del otro, de la otra, del núcleo.”

A pesar de la firmeza de sus palabras en aquella siesta, siguió pensando que podría ser eso o directora de teatro. Y finalmente fue trabajadora social con el agregado de su interés en los cuentos de tradición oral, que aplicó a su tarea que “es compleja y hay que sumar creatividad. Trabajo con grupos de personas de altísimo riesgo y hay que, no solo cuidar y contener, sino darles herramientas nuevas que las ayuden a sobrellevar su situación. Siempre vi que el arte era positivo y vital y yo ya coordinaba grupos terapéuticos, grupos de familiares de chicos que estaban internados por adicciones.” Y se queda pensando en lo acertado que resultó su interés por la cultura de cuentos orales para su quehacer y que “esa incorporación fue algo natural.”

Quizá por las sensaciones que le provocaban sus mudanzas permanentes había comenzado a preocuparse por los cuidados mucho antes, desde la escuela de monjas misioneras con las que visitaban villas y asilos de ancianos de Buenos Aires, Chaco, Neuquén, y familias con problemas varios que “siempre me hacían volver sobre el tema de los cuidados. A cada lado que iba, mi preocupación y mi foco se ponía en quien cuida, cómo se cuida, y hasta para qué cuida.”

La salida de la escuela le planteó una bifurcación que era necesaria: quería salir del ámbito de la iglesia: “las monjas eran, son buenas en el trabajo social, pero no me convocaba el tema de la evangelización, a pesar de que en ese grupo había laicas también, pero cargaba con la visión de la carrera en la universidad de La Matanza, ese postulado que decía que la religión debe estar lejos de nuestra ciencia. Ahora está cambiando un poco eso, pero era un signo de época. Yo venía de la escuela Cristo Rey de Caseros y había que cortar.” Mas tarde se daría cuenta que “después en todos los espacios de trabajo aparecía lo religioso y eso me llevo a una reflexión en profundidad.” Y supo que a la teoría y la práctica, había que agregarle comprensión de lo que sucedía en la realidad del territorio y cariño.

En el año 2008, siendo muy joven pero teniendo ya un intenso trabajo de campo, fue al foro social mundial en Brasil, con la Red de Mujeres de La Matanza, espacio al que llegó a través de las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, y entonces, recordando se vuelve a reír fuerte “¡no me podía sacar de encima a las monjitas!” y menos pensando que fue con las monjas del colegio Cristo Rey que había sido invitada años antes a presenciar y presentarse en el modelo de la OEA en Washington, y que -seguramente- esa misma inquietud sin sosiego de las monjas, la llevó a pasarse todo su último año de secundaria “recorriendo todas las universidades de Buenos Aires. Sin invierno ni primavera ni verano.” Siempre intentando esquivar a las monjitas, pero “Mis primeros trabajos fueron con las Hermanas Oblatas, ahí en Matanza. No quería ir con monjas y al final fui. Fue toda una discusión con mi profesora porque ¿qué tengo que hacer yo con las monjas? Yo voy a ser trabajadora social. Al final fui. Igual la monja que era mi referente, Sandra, es trabajadora social. Y allá armamos siete centros de alfabetización de adultos.”

La risa de la conclusión invita a armar otro mate, a navegar otros momentos, sin libros, ni viajes, ni gente al borde de la vida. Un ratito de aire y cuentos de hija que ahora va al mismo club que iba ella, el AFALP, en Palomar, que parece una casita suiza y cuyo escudo tiene el Discóbolo de Mirón. Volver ahí le remontó otras cosas. Sueños pasados y presentes, incertezas felices en el futuro propio y una preocupación nueva:” esto que se está hablando de las internaciones involuntarias sin el proceso de evaluación es muy peligroso, porque si internás para luego evaluar y si no fue correcto, es una violencia que después lleva un montón de tiempo reparar. Necesitamos una sociedad cuidadora, familias e instituciones, porque allí hay muchos temas, desde adicciones y violencias, hasta salud mental. Es un momento para discutir y llevar a buen puerto el trabajo de las instituciones de cuidado.” Pero nos salimos del tema para ver la Underwood antiquísima que le dejó el abuelo José que era un gran viajante y contador de historias y que “ya encontrará su lugar en la casa. Mientras tanto es una maquina itinerante. Casi como mi abuelo.”

De Bujarú, ese pueblo lejano de Belem do Pará (a donde llegó al foro social mundial) más que el agua verde del río y la tierra colorada, la impresionó que “siempre llovió. Calor y lluvia todo el tiempo. Un lugar rudo para nuestro trabajo.” Y fue allí mismo que vio por primera vez a Leonardo Boff, hablando de la ética del cuidado y quedó fascinada.

Terminada la tesis sobre cuidados, su buen amigo, el periodista Rogerio Tomaz, se ofreció a presentárselo a Boff.

Tiempo después, su tesis convertida ahora en libro pronto a salir titulado “Cuidar: una mirada desde el territorio”, tiene dos prólogos, uno de Leonardo Boff y otro de Ana Domiguez Mon, antropóloga e investigadora del CONICET, lugar a donde “llegué por casualidad, porque el CONICET no estaba en el paisaje de la Universidad de la Matanza. A mi me dijeron que había un lugar que daba becas para investigación, postulé mi trabajo y gané.”

Hoy, la investigadora Lía De Ieso, se tomó un tiempo de su actividad territorial para preparar su libro y descubre que “es raro, cuando estás en territorio no tenés tiempo de sufrir por los otros, porque esos otros necesitan cuidados y esa es tu tarea. Y la hacés. Ahora tomando un poco de distancia, duele ver todo lo que viste. Me duele más la pobreza, la mirada a la distancia. Cuando estás ahí no tenés tiempo de que duela. Estás viviendo y resolviendo y compartiendo, viviendo situaciones muchas veces monstruosas. Ahora es un tiempo de lejanía y eso te permite sentir, pero igual pronto volveré al territorio. No sé pensar en términos abstractos. Hay que seguir alfabetizando adultos. Hay que seguir guiando para cuidar mejor. Todo es lo que uno puede hacer. Y yo soy el cambio social. Para eso aprendí abriéndome, vinculándome. Viendo y buscando saber con el cuerpo. Es lo que hago, es lo que hacemos. Es mi vocación y de la que no puedo ni quiero salirme, porque mi guía es mi compromiso conmigo”.