En el mundo del cine argentino la pregunta era inevitable: “¿Quién es más cabrón, Héctor Alterio o Federico Luppi?” Los dos tuvieron numerosos papeles de hombres duros e implacables, pero Luppi pasará a la historia como el mejor puteador que tuvo la pantalla grande. Señalar solamente eso sería, sin embargo, muy injusto: fue uno de los más grandes actores argentinos. Temperamental tanto cuando actuaba como en la vida misma, Luppi no tenía medias tintas porque era un hombre de fuertes convicciones políticas que lo llevaron en muchas ocasiones a ser denostado por su ideología. Actor enorme, tipo recio, áspero pero querible, su faceta más explotada fue la visceral, pero además del tono enérgico que le imprimía a sus personajes Luppi también demostraba convicciones y principios que ponía en práctica en cada película que hizo, entre ellas para algunos de los mejores directores argentinos, desde Leonardo Favio a Adolfo Aristarain. Ayer, a los 81 años, Federico Luppi falleció en la Fundación Favaloro, donde estaba internado desde hacía varios días. El 4 de abril de este año el actor había tenido un accidente doméstico en el que se golpeó la cabeza contra una mesa de luz. La consecuencia fue un coágulo por el cual debió ser internado e intervenido. Luego se sometió a un proceso de rehabilitación neurológica. Pero las secuelas quedaron y no resistió. El cine nacional perdió a uno de sus intérpretes más importantes. Su vozarrón, que supo hacer rugir en más de ochenta películas, es una marca indeleble que seguirá resonando en el corazón de sus numerosos admiradores. 

Nacido el 23 de febrero de 1936, en Ramallo, provincia de Buenos Aires, Luppi se crió en una familia humilde de ascendencia italiana. Se alejó de su pueblo natal con el objetivo de estudiar dibujo en La Plata y llegó luego a matricularse en Bellas Artes y pensar que su futuro estaba en la escultura. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que las máscaras del actor eran más placenteras que tomar el pincel o darle forma a la cerámica y abandonó sus estudios para dedicarse al teatro. Mientras tanto trabajó de viajante de comercio, en un taller de cromados, fue empleado del Ministerio de Educación, también se desempeñó en un banco y en un frigorífico. Si bien Luppi protagonizó numerosas obras iezas teatrales y programas televisivos, esencialmente fue –y así pasará a la historia– un gran actor de cine. Debutó a los 29 años, en 1965, con una participación en Pajarito Gómez, la emblemática película de Rodolfo Kuhn. Dos años después, llegaría su consagración como el protagonista de El romance del Aniceto y la Francisca, una gema del cine argentino y una de las películas esenciales del enorme Leonardo Favio, la historia de un enamoramiento entre el rumboso gallero Aniceto (Luppi) y la Francisca (Elsa Daniel), una chica dulce y “decente”. Sin embargo, todo se teñía de otra densidad cuando el Aniceto seducía, al mismo tiempo, a la apasionada Lucía (María Vaner), y, entonces, las dos mujeres se enfrentaban como en una riña de gallos. 

Unos años más tarde, en 1974, se estrenó otra de las grandes películas en las que participó Luppi: La Patagonia rebelde, dirigida por Héctor Olivera y basada en la obra cumbre de Osvaldo Bayer, Los vengadores de la Patagonia trágica. El film recrea el fusilamiento de los obreros patagónicos entre 1920 y 1923 en manos del Ejército Argentino y contó con un elenco de lujo que también incluía a Héctor Alterio, Pepe Soriano, Osvaldo Terranova y Luis Brandoni, muchos de los cuales partieron al exilio, tras la muerte de Perón y el inicio de las amenazas de la Triple A. Relato político e histórico con tono de western, La Patagonia rebelde exponía, en clave de ficción, aquel doloroso hecho histórico, donde Luppi encarnaba a Facón Grande, uno de los personajes más queridos y uno de los principales referentes de la huelga patagónica.  

1981 quedará como un año clave en la carrera de Luppi: fue en el que participó por primera vez en una película de otro grande del cine nacional,  el director Adolfo Aristarain, quien lo eligió en buena parte de su filmografía, por lo que fue el cineasta con el que el actor más trabajó. El primer film que Luppi hizo a las órdenes de Aristarain fue Tiempo de revancha. Filmada en plena dictadura, a la que aludía y cuestionaba sin ambages, la película tenía un cuarteto inolvidable que se completaba con Ulises Dumont, Rodolfo Ranni y Julio de Grazia. En la ficción, Luppi era Pedro Bengoa, un ex sindicalista que, al comenzar a trabajar como dinamitero en una mina de una multinacional con oscuros intereses económicos, le propone a Bruno Di Toro (Dumont), su compañero de trabajo y viejo compañero de la lucha obrera, provocar una explosión que parezca accidental, para simular luego que Di Toro perdió el habla y negociar así una indemnización con la empresa. Un año más tarde, en 1982, Luppi volvió a trabajar con Aristarain en Ultimos días de la víctima. Basada en la novela homónima de José Pablo Feinmann, la película tuvo al actor componiendo a Mendizábal, un asesino a sueldo con la misión de matar a un oscuro hombre de negocios. Pero algo no sale como se esperaba: el implacable profesional del crimen se obsesiona, como corresponde al arquetipo del film noir, con una rubia fatal, que intepretaba por Soledad Silveyra.

Poco antes del retorno de la democracia, en 1982, fue el turno de la recordada Plata dulce, una comedia dramática dirigida por Fernando Ayala y co-protagonizada por Julio de Grazia y Gianni Lunadei. No se puede descontextualizar esta ficción de la realidad que vivía el país por entonces: con la caída estrepitosa de la producción industrial, sumada a la prohibición de los derechos sindicales, los bancos tuvieron su momento de gloria y la deuda externa trepó hasta las nubes, como consecuencia de las políticas económicas del entonces ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, que abogaba por la llamada “plata dulce” y que derivó en uno de los mayores desastres de la historia argentina. En la ficción, dos industriales sufren el colapso económico implementado por la dictadura de Videla. Mientras que Bonifatti (Luppi), decide reconvertirse y dedicarse a la bicicleta financiera –influido por el intrigante Arteche (Lunadei)–, Molinuevo (De Grazia) pelea por mantener abierta la fábrica. Cuando Boniffati se da cuenta de que el personaje de Lunadei lo engañó, dice una de esas frases que, dichas por Luppi, quedaron en la memoria popular: “¡Arteche y la puta madre que te parió!”. 

El retorno a la democracia encontró a Luppi participando en una de las películas más importantes del cine argentino: No habrá más penas ni olvido (1983). Basado en la novela del gran Osvaldo Soriano, con guión de Roberto “Tito” Cossa y con dirección de Héctor Olivera, el film ubica la historia en el sereno pueblo Colonia Vela, a comienzos de la década del 70, cuando se produce una tensión que sube cual espiral entre dos facciones del movimiento peronista: la izquierda y la derecha, con desenlance trágico. Allí, Luppi componía a Ignacio Fuentes, el delegado municipal, respetado por el pueblo y reconocido por la Juventud Peronista, mientras se lo acusa de tener “infiltrados” marxistas en su gestión. Esta película también tiene una frase antológica –proveniente de la novela de Soriano–, cuando un empleado administrativo le dice a Fuentes: “¿Cómo bolche?, si yo siempre fui peronista, nunca me metí en política”.    

Diferenciado ostensiblemente de la dureza de otros personajes, el de Sol de otoño tuvo a un Luppi parco pero tierno. En el film dirigido por Eduardo Mignogna (1996) el actor hizo una dupla inolvidable con Norma Aleandro, cuyo personaje contrata al de Luppi para que simule ser su novio frente a la llegada desde el exterior de su hermano. Ella es judía, pero él no lo es, por lo tanto debe “aprender” a serlo, para resultar convincente. La película hace hincapié en el inevitable romance otoñal, dejando claro que nunca es tarde para el amor, y muestra a un Luppi sentimental y sensible que conmueve junto a Aleandro.  

Con Aristarain, Luppi volvió a trabajar en The Stranger (1987), Un lugar en el mundo (1991), La ley de la frontera (1995), Martín (Hache) (1997) y Lugares comunes (2002). Compartiendo el elenco con Cecilia Roth, Leonor Benedetto y el español José Sacristán en Un lugar en el mundo, Luppi fue parte de un film clave en filmografía del realizador, y la película fue premiada con la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. En la ficción era Mario Dominici, un comerciante de lana, y padre de Ernesto, el hombre que vuelve a su pueblo donde pasó varios años de su infancia y donde conoce a un enigmático geólogo español. A su vez, por Martín (Hache), Luppi ganó la Concha de Plata al Mejor Actor en San Sebastián. Allí encarnaba a un guionista de cine porteño radicado casi toda su vida en España y que estaba peleado mal con su país.

Lugares comunes, en tanto, marcó el regreso temporario del actor a la Argentina, en 2002, y además de abordar temáticas como el amor y el envejecimiento, también hace hincapié en los ideales políticos. Justamente por la dolorosa coyuntura política, en 2001 el actor se había ido del país, al ser uno de los tantos perjudicados por el corralito que impuso Domingo Cavallo, el ministro de Economía de Fernando de la Rúa. “Me robaron, me engañaron, me frustraron, me violentaron, me estafaron y me quitaron como a tanta gente el proyecto de un país. No estamos hablando de elementos puramente sensibles o emocionales. Estamos hablando de hechos concretos. Esta gavilla de ladrones, ineptos, desvergonzados ha hecho esto que acabo de decir con todo el país. Por supuesto, en la crisis muchos ganaron y otros perdieron. Está claro. Como yo no pertenezco al poder soy de los que perdieron”, le dijo Luppi a este cronista en 2002. Años después, aclaró que no se fue de la Argentina indignado con el país “porque sería una abstracción más o menos genérica” sino “con cierta gente del país”.

Luego de convertirse en uno de los actores argentinos de mayor prestigio nacional, al radicarse en España en el 2001 participó de importantes realizaciones, pero también trabajó en series de televisión y tuvo su debut como director, con la película Pasos, de producción ibérica. Luppi también ganó mayor reconocimiento internacional cuando el director mexicano Guillermo del Toro lo contrató para El espinazo del Diablo (2001) y la multipremiada El laberinto del fauno (2006). Por aquel entonces, Del Toro ya conocía a Luppi porque había popularizado su nombre en la película de ciencia ficción Cronos (1993), donde el actor argentino debutó con el cineasta mexicano, uno de los primeros en declararse dolido por su muerte (ver aparte). 

Luppi fue también el intérprete más premiado en el país: ganó seis premios Cóndor de Plata como mejor actor, récord que ostenta por sus interpretaciones en Sol de otoño, Un lugar en el mundo, Plata dulce, Tiempo de revancha, El romance del Aniceto y la Francisca y Martín (Hache). Por su vida privada, en cambio, recibió críticas tan feroces como justificadas cuando fue acusado de “golpeador”. Luppi se casó por primera vez a los 23. Fruto de ese primer matrimonio, tuvo dos hijos: Gustavo y Marcela. Luego mantuvo una relación de más de una década con la actriz Haydeé Padilla, quien denunció públicamente que la golpeaba. En 2003, se casó con la actriz española Susana Hornos, quien estuvo a su lado hasta su muerte.

Escéptico de los políticos, pero no de la política, Luppi siempre dijo lo que pensaba. Del desencanto del corralito pasó a la esperanza con el kirchnerismo, proyecto que le devolvió el sueño de vivir en un país mejor. Cuando murió Néstor Kirchner, le dijo a este cronista: “En lo que a mí respecta, y por lo que he vivido, fue uno de los políticos más importantes de las últimas décadas. Cívicamente corajudo y con vergüenza política, capaz de enfrentar ciertas cosas con lenguaje directo, un poco a cara de perro, campechano, y a veces remando en situaciones muy complicadas, muy duras. Me impresionó mucho cuando hizo bajar los retratos. Me pareció una forma de simbolizar el inconsciente de un país de manera viril y frontal. Y eso me dio la pauta de que había algo ahí que tenía que ver con la decisión, con la ejecutividad, con ver las cosas con perspectiva. Cuando pidió que descolgaran el cuadro de Videla fue la primera vez que como habitante de esta Argentina en la que envejecí viendo presidentes cagones, cobardes, mentirosos y truchos, vi a un tipo que se puso los pantalones y dijo lo que tenía que decir. ¿Por qué? Porque él era el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas”. Luppi también fue un defensor de la ex presidenta Cristina Kirchner, sobre quien dijo: “¡Cristina es enérgica, sabia y aguda!”

Con Federico Luppi se va una parte muy importante del cine argentino, aunque quedan sus películas, muchas de ellas piedras preciosas de diferentes épocas del cine nacional. Firme hasta el final, supo hacer del oficio de artista una experiencia digna. Sobre el trabajo que tenía, Luppi   le comentó a este cronista que un actor tiene un grado mayor de exposición que otros profesionales y que, paradójicamente, muchas veces surgen del artista sus facetas íntimas más desconocidas. “La paradoja reside en que el trabajo del actor es profundamente egocéntrico pero, a la vez, exige también no ser egoísta. Ser el centro de atención de las miradas o suscitar la emoción en los otros habla de una producción de energía que es naturalmente personal, egocéntrica. Pero hacer de eso un fin en sí mismo es de un profundo egoísmo y el actor no puede serlo. Y cuando lo es, se jode. Esa es la paradoja”. Así pensaba Federico Luppi. Supo lograr el mayor de los anhelos de un actor: emocionar en la oscuridad, algo que sólo logra un gran artista cuando el personaje lo muestra como un “otro” que no es él, pero que en definitiva tiene mucho de sí mismo. Ahora habrá más penas, pero no olvido.


Luppi y María Vaner en El romance del Aniceto y la Francisca (1967), de Leonardo Favio.