Caminando por la ciudad, se ven lagunas de agua en las veredas donde los pájaros beben y se bañan. Chorros provenientes de medidores de agua corriente que hoy son el deleite de personajes en las madrugadas rosarinas. Cabinas de gas vacías, saqueadas. Cables de teléfono colgando por los aires como flecos de un cráneo moribundo.

Todo por migajas. Por algún que otro papelito tóxico o quizás por un pebete de mortadela y queso. Escenas domesticas en un país tan fragmentado como virulento.

Entonces nos deberíamos preguntar. ¿Naturalizamos como zombis esta manera de existir o nos rebelamos hacia nuestra intimidad para resguardarnos?

Pareciera que el desenlace trágico de este tiempo nos empaqueta como seres inertes en una realidad agónica. El pueblo nunca será pueblo si deja de lado al prójimo. Correrse de sus intereses propios, partidarios. Defender lo grupal. Sin ideologías que conspiren contra el bien de todas las personas.

Ocurre que cuando el poder reparte limosnas a sectores definidos, estos se guardan las banderas y los bombos en sus traseros. Y se comportan como aliados silenciosos y siniestros. Con un egoísmo visceral. Mientras el pueblo en su conjunto, sigue padeciendo las desigualdades persistentes de poderes arbitrarios.

La lucha será lucha si los sectores políticos, sindicales, empresariales, eclesiásticos, se permitan correr sus límites y podamos imaginar un universo de personas hacia un fin que estimule la solidaridad.

Mientras esto no ocurra, estaremos condenados a la espera de cambios ilusorios cada cuatro años, que en realidad, se asemejan a un moribundo que deambula de hospital en hospital, rogando morfina para palear su existir.

Osvaldo S. Marrochi