Si hay un destino de la arquitectura -memoria de las piedras, propuesta sobre los modos de vivir las ciudades, pensamiento sobre el habitar el mundo- cabe en la palabra utopía. Audaces sugestiones acerca del futuro, la arquitectura, la urbanística y el diseño han sido desarrolladas por figuras visionarias que conjugaron saberes humanistas en el ansia de dar crear nuevas formas sociales. Ese anhelo igualitario tuvo en la Argentina a un singular personaje que encarnó todas esas posibles dimensiones: el arquitecto, urbanista, pensador y traductor utopista Julio Molina y Vedia.

Su padre, Octavio Molina, poderoso terrateniente de prosapia patricia, era también director y accionista de una de las primeras grandes compañías de seguros, La Previsora, que tuvo sedes en Bahía Blanca y Tres Arroyos. Julio había nacido en La Lucila en el año 1874 como parte de una familia enorme: tuvo 17 hermanos, una verdadera comunidad. Su abuelo había sido un general de Mitre que se había batido en el Paraguay, de donde le quedaron cuantiosas tierras que abocó a la producción de yerba mate. Aunque cumplió con la rutina de profesionalización del patriciado -estudió ingeniería y fue uno de los primeros arquitectos matriculados del país- Julio sería la oveja negra de la familia.

Desde su juventud supo que la sociedad en la que había nacido requería un cambio radical. Se hizo fatalmente anarquista. A los veinte años colaboraba en la prensa ácrata; su primer texto, Anarquismo y evolucionismo vio la luz en La Questione Sociale. Durante el roquismo dirigió la breve revista La Expansión Universal y colaboró en La Protesta Humana, en La Montaña de Lugones y en la Revista de Sociología de José Ingenieros. Pero lo suyo sería siempre la utopía: intentó fundar una escuela libertaria y abrigó la idea de erigir una sociedad igualitaria de amigos. No le resultó. En aquellos años solía convocar a los lectores de La Protesta, dirigida por Alberto Ghiraldo, que había escrito su denuncia del Dolor Paraguayo, a “los anti-moralistas, anti-organizadores, individualistas puros”, a que asistieran los domingos a su domicilio para compartir doctrina, aclarando que “solo tiene una pieza y pocas sillas”, por lo que recomendaba turnos “de 9 a 11, de una a tres de la tarde o de 8 a 9 de la noche”. Aplicado a la publicística, tradujo a Kropotkin, el Walden de Thoreau, cuyo llamado a la desobediencia civil sería un credo nunca abandonado, a Edward Carpenter, con quien se carteaba, y, medio siglo más tarde, dio su versión comentada del Tao Te King.

En el invierno de 1897 remontó el río Paraná a bordo un vapor junto a Arturo Múscari y Macedonio Fernández. El destino fue Ñu-Porá (Villa Klein), en Paraguay, adonde arribaron instalándose en la estancia La Manuelita de la familia Molina. Con los años la historia fue adquiriendo ribetes legendarios, transformándose en el intento de fundación de una comuna anarquista. Fue Borges -cuándo no- quien dio origen a la mistificación. Adolfo de Obieta, el hijo de Macedonio, me contó que todo se redujo a algunas ironías más o menos previsibles: comían de una misma olla y fantaseaban sin éxito con el sexo libre ante la indiferencia de las campesinas del lugar. Los mosquitos, el calor y el hastío acabaron con aquel intento que más bien fue una eficaz ilusión literaria. En su Biografía imposible de Macedonio Fernández, Álvaro Abós ha deconstruido el mito: “De La Manuelita, mansión iluminada en la espesura, fluían ríos de sonido armonioso y Schumann y Chopin a través del piano que hipnotizaba a fieras e indios. Los tobas, paralizados, detenían sus canoas veloces en los recodos del río que rodeaba la mansión para escuchar”. El inefable trío viajó en plan de amistad, de camaradería y casi de vacaciones, aunque en semejante grupo la conversación ha sido sin duda la utopía. De hecho, se habían inspirado en el intento de fundación en Colombia de un falansterio por parte de Eliseo Reclus, el gran geógrafo víctima de la represión del ‘48, a quien le escribieron solicitándole indicaciones.

Aquella experiencia tendrá variadas formas ficcionales: el padre de Borges, muy amigo de todos ellos, escribió un libro -luego descartado- con el título Hacia la nada, y el propio Molina y Vedia dará en el ‘29 su texto más conocido: Hacia la vida intensa, editado por la Biblioteca Nacional con un lujoso prólogo de María Pía López. Macedonio bromeaba que debería haber escrito Hacia la Nada Intensa para completar el cuadro. En verdad, no pocos elementos de su novela Adriana Buenos Aires pueden leerse como parte de aquella fallida comuna conjetural. De todos modos, la experiencia agigantada de la cofradía tropical tendrá mucho más tarde una versión en El Congreso, relato de Jorge Luis Borges contenido en El libro de Arena. Ficcionalización de aquella aventura, sin embargo está fraguado sobre la idea del fracaso de toda utopía: lo que une a los personajes es la desilusión y la corrupción del ideal por las miserias humanas.

Aquellos alardes juveniles de Julio Molina y Vedia tuvieron un impasse: la vida profesional lo llamaba. Designado en 1906 para fundar el Colegio Nacional de Bahía Blanca por su amigo Leopoldo Lugones, siendo rector sostuvo una áspera polémica pública con los salesianos sobre la educación laica, el debate del momento. Perdió, con la discusión, el cargo. Sin embargo, vivió un quinquenio en la ciudad donde realizó gran cantidad de trabajos, entre los cuales destaca el edificio de La Previsora, la empresa de su padre, en la esquina de San Martín y Alsina frente a la Plaza Rivadavia, que es un icono de la ciudad aún en pie -aunque hacia los años 40 fue despojado de los atributos ornamentales Art Nouveau que le había conferido. Destinado a oficinas y locales comerciales, hoy languidece como parte de un pasado esplendoroso ya ido.

Como arquitecto Julio fue pionero en construir con hormigón armado; por indicación de Juan B. Justo proyectó el edificio del primer Hogar Obrero, en Barracas, y construyó la famosa casa de Palermo donde el joven Jorge Luis Borges hizo su educación sentimental. Pero su más interesante obra arquitectónica fue una vivienda que en los ‘30, en Florida, construyó él mismo con aluminio y madera, sobre ruedas, de forma pentagonal, que años después, ya septuagenario, reconstruyó en Ingeniero Maschwitz. Por carecer de cimientos no era un bien inmueble, con lo que evitaba pagar impuestos, à la Thoreau, el adalid de la desobediencia civil. Según su nieto, el notable urbanista Juan Molina y Vedia, que cultivó su memoria, los chicos del barrio -sus amigos- le tiraban piedras y él los sacaba carpiendo esgrimiendo un sable que había sido del abuelo. Una casa de aluminio con forma de plato volador agredía el sentido común.

Julio Molina y Vedia era un hombre huraño, todo lo hacía con aire grave; su adustez era la contracara del estilo irónico de Macedonio. Su vena patricia y su individualismo lo impedían para las preocupaciones materiales. Cuando la crisis del treinta y la escasa atención prestada a los negocios barrieron la fortuna familiar, pudo dedicarse a lo que realmente le interesaba: el pensamiento, la escritura, la imaginación utópica, mientras vivía en pequeñas habitaciones en casa de alguno de sus hijos. Hacia la vida intensa, su obra de 1929 reescrita en el ‘31, es también el título de un libro formidable de la ensayista y filósofa María Pía López donde reformula el lugar propiciador de emancipaciones que el vitalismo tuvo en el concierto de las ideas nacionales.

Lo que Molina y Vedia llamaba sociología subjetiva “no es otro método de conocimiento, es un modo de declamación, casi profética, y del vínculo con la memoria histórica”. También es una invectiva contra “los que nada desean, los indiferentes, los perplejos, los que no aspiran a una vida personal menos mezquina, los vanidosos eruditos”. Ese título, postula Pía, “procura ser herramienta de disolución y cauce de refundación: otra vida, signada por la intensidad, debe erigirse sobre las ruinas de la civilización”. La escritura es fuerza actuante, impele a la transfiguración de todos los valores. Molina opone civilización, “la sociedad convirtiéndose en mecanismo”, y vida futura: “organismo no embalsamado y aparente sino vivo y real”. La tensión interna del avance que llamamos Progreso implica el riesgo de la alienación, como la llamara Marx, la cosificación de Marcuse o la insectificación de Perón. Julio hablará del “hombre automático” de las ciudades al que conmover con un llamado vital e insurgente. “Frente a un enunciado no es importante preguntarse por su falsedad o verdad sino por su potencia: si es útil o no a la expansión de la vida”. Según señala Pía López, en él “el pensamiento no es reputado como neutral, es combate y expresión de deseo”. De allí surge su discutible aunque comprensible apología de lo fuerte, eco de lecturas de Nietzsche que inficionan todo el libro. Su modelo es un tipo humano que recuerda en cierto sentido a la figura redentora, mitológica, de El trabajador de Ernst Jünger, estrictamente contemporáneo. “El hombre superior no es el que domina, el que tiene un linaje patrio o el que dispone de capital acumulado. Es el que sabe soportar la soledad. Una suerte de nuevo bárbaro, un Innovador”. “Es el que está en guerra con la sociedad, el perseguido de fuertes instintos, el de sentimientos y deseos intensos: es voluntad autónoma, vitalidad desbordante e inagotable y sinceridad luminosa”; el que “ensaya nuevos modos de existencia”. Su crítica al Estado, en épocas en que distaba de poseer capacidad de gestión reparadora, apela a la rutina libertaria: “El Estado fuerza, sanciona o pena; las ideas y costumbres dominantes sugestionan” a través de “dos instituciones malsanas: la escuela y el periodismo”. Pese al sesgo por momentos autoritario que le imprime a su proyecto, el llamado a un mundo de iguales, a una Sociedad de Almas Naturales cifrada en la amistad, ajena a las acechanzas de la modernidad, hoy resuena, más que nunca, con hálito reparador.