Tres horas no es poco tiempo de espera obligada. Mucho más después de haber viajado durante la noche en bondi y casi sin dormir por la incomodidad de un asiento semi cama, donde no llega a comprenderse a qué cama se refieren. Al menos espero en la “confitería” que está frente a la terminal de La Plata, y en la duermevela, sentado y vestido ante un café con leche humeante, divago por antiguos bares.

Primero se me apareció mi padre, quien también se llamaba Juan, pero solo Juan. Acto seguido, el primer bar que fui en mi vida, un boliche que estaba en la esquina de nuestra casa de Quilmes al cual me mandaba mi madre a buscarlo porque ya estaba lista la comida. En aquellas épocas, los niños éramos mandaderos. hasta íbamos contentos al banco, según una famosa publicidad. También mensajeros, porque no había dispositivos electrónicos ni miedo a que camináramos algunas cuadras. Mi cabeza apenas sobresalía de las mesas mientras trataba de ubicarlo entre el humo de los cigarrillos y detrás de las cartas, un puñado de porotos, un cenicero triangular de metal y un vaso en su lado derecho.

La palabra boliche remitía originariamente al campo, a los almacenes de ramos generales donde también se tomaba algún trago, y durante los ´70 se le agregó el calificativo de bailable para distinguir los lugares que luego serían llamados discotecas. El boliche todavía no era el juego de bolos, significado que traerían después las series y algunos dibujos animados con sus doblajes centroamericanos.

Al poco tiempo nos fuimos a vivir a la costa y de allí recuerdo a un vecino que andaba con boina y bombacha de campo montando una bicicleta por la calle Chiozza que me gritaba “Juan Boliche” alargando la “e” final. Mis padres atendían un almacén que era uno de los pocos en un San Bernardo que durante el invierno era puro y pequeño pueblo. Tuvieron que pasar diez años y una dictadura para que supiera que esa manera heredada de llamarme venía de una hermosa y triste canción de Piero.

Recuerdo también mirar con mi padre Polémica en el bar, el histórico programa de televisión que tuvo sus inicios con unos actores populares increíbles. Entre las brumas del tiempo percibo a Fidel Pintos, y más claramente, ya en los años ’80, a Minguito. De fondo suena Cafetín de Buenos Aires con el masculino vozarrón de Edmundo Rivero, quien va destilando la amarga visión del mundo de Discepolín: “la poesía cruel de no pensar más en mí”. Mi padre también lo entonaba con su voz de fumador empedernido de Imparciales.

Ya en mi adolescencia se impusieron los bares, que venían del inglés. Y empecé a ir, pero ya no obedeciendo mandatos maternos, sino que iba en búsqueda de mi destino, o algo parecido. Por lo general con amigos, y en muy pocas ocasiones con alguna chica. Todo hombre que se preciara de tal, al menos frecuentaba un bar. Era la mejor forma de ubicarlos, casi nadie tenía siquiera un teléfono fijo. Como mi padrino, que vivía en el Dock Sud y había que acertar el día y horario apropiados llamando al bodegón de Don Mateo.

Las salidas tempraneras de la escuela secundaria o los sábados nocturnos de boliche en boliche me llevaron al pequeño bar Funcional, en la calle principal de Mar de Ajó. Su función era la de ser un lugar de encuentro. El primer whisky, previo paso por la whiskola, hizo su aparición en esas mesas.

Más allá de mis veinte años, Matías Bar en verano sobre la calle Costanera y Sherlock's Bar en invierno sobre Chiozza, ambos en San Bernardo, fueron los bares donde aprendí filosofía y política en interminables debates que nos iban formando en la naciente democracia. Dos o tres cafés, y luego botellas de cerveza con maníes humedecieron largas noches tratando de comprender y transformar al mundo, y de paso, a nosotros mismos.

Cuando viajaba a verlo desde Mar del Plata, a veces mi padre me invitaba al bar de la esquina de casa que se llamaba Sea's, donde se encontraba con los parroquianos invernales. Me sumaban a sus charlas, que por lo general me interesaban poco, yo había iniciado la militancia y no coincidía con las visiones comerciales que predominaban. No buscaban cambiarlo, sino acomodarse al mundo, con variadas dignidades según de quien se tratara. El neoliberalismo hacía su primera aparición triunfal.

Yo elegía ir con mis amigos a la otra esquina de mi casa, donde estaba – y es el único que continúa allí- el bar Gerónimo. Creo que estuve el día que abrió, hace un poco más de cuarenta años. En aquella época en la barra siempre había alguien que discurría sobre poesía y militancia, mientras sonaba de fondo rock nacional, en ocasiones con músicos incluidos. Allí escuché por primera vez a Liliana Vitale, y me enamoré de ella.

En los últimos quince años de su vida, supongo que para poder escolasear libremente y no afear Sea's y perjudicar a su dueño –Hernán, un gran amigo de mi padre- porque al fin y al cabo en algún momento caían turistas perdidos, los parroquianos se empezaron a encontrar en la “oficina”. Así le llamaban a la cocina interna del Hotel La Argentina, a una cuadra de casa cuando los dueños eran los hermanos Dante y Vicente Romandini. Ese mismo hotel que se hizo famoso hace unos meses por el cortometraje publicitario de homenaje por la tercera estrella mundialista de fútbol. Allí se daban cita los viejos, y se prendían durante un par de horas vespertinas al tute, al truco y al dominó, con el agregado de mínimas apuestas para picantear el asunto y poder gastar al perdedor. Era un garito que no tenía nada que envidiarle a la trastienda de la carnicería de Los Soprano, pero sin nada ilegal dando vueltas. La costumbre de las viejas generaciones iba siendo desplazada y pasaba a los ámbitos privados. San Bernardo había dejado de ser un pueblo.

En los últimos tiempos, me tocó llevarlo. Cada vez que viajaba, nos íbamos a Mar de Ajó, al bar del flaco Néstor en la diagonal, y nos tomábamos juntos un café, para que mi viejo no estuviera solo y esperando. Hasta que unos pocos meses antes de la pandemia, le tocó partir.

Sigo yendo a bares, cada tanto, más que nada en modo pragmático y operativo. Ya no es simplemente para estar, o para encontrarme con la barra de amigos. Ir a los bares era un ritual de una suerte de iniciación a la masculinidad. Porque si bien iban algunas mujeres, no era habitual encontrarlas en grupos dejando transcurrir el tiempo, por lo general estaban siempre emparejadas con algún hombre. Me cuenta mi hija que eso ha cambiado bastante. Y está muy bien.

Aunque la primera vez me haya enviado ella, creo que el bar nunca se pareció a mi vieja –como dice Discepolín en el tango “Cafetín”- sino que está asociado profundamente a mi padre. Cuando voy a uno, o entono un tango dialogando dentro de mi cabeza con él, no hago más que confirmar su entrañable presencia. Hace unos años, de alguna manera, logré encontrarlo. Y espero que me siga acompañando.