Estado de situación de -mi persona en- la ciudad de Rosario: me levanto temprano, intento hacer un trámite virtual. Me piden ingrese año de nacimiento y el inconciente tiene a bien darme una pista acerca de cómo estoy: en vez de poner 1982, sale el lapsus calami de “1984”.

Asesinaron a cuatro trabajadores inocentes en una semana, además de balear un penal y un camión de recolección de residuos. La lista quedará corta, los próximos días lo dirán. Desde ayer se fue cocinando el lapsus bajo este sentimiento de extrañeza, de desolación tal como la de las calles de Rosario, encontrándonos vacíos de sentidos y, en momentos de lucidez, dolidos y angustiados. Mientras nos guardamos en nuestras casas, una siniestra paz vertiginosa nos recuerda nada menos que el inicio de la pandemia. Nuevamente no son casuales nuestras asociaciones: la pandemia fue algo inédito para lo cual no estábamos preparados, fue una amenaza silenciosa que se sabía estaba a la vuelta de cualquier esquina pero no se la podía ver venir, lo cual nos daba esa sensación de inquietante calma, de malestar flotante; todo sobre la base de una especie de sensación de estado de excepción. Quizás una diferencia: durante la pandemia apareció el negacionismo en ciertos sectores sociales, mientras que en nuestro caso el negacionismo venía desde antes.

Rosario padece violencias, muchas de las cuales comparten un elemento común: el trastocamiento del pensamiento y de los afectos. Como en la novela de Orwell, el lenguaje se altera para alterar el pensamiento. Por eso el lema del Partido era “la guerra es la paz, la ignorancia es la fuerza y la libertad es la esclavitud”.

La guerra es la paz

Así, se nos dice que se va a declarar la “guerra al narcotráfico”, como si fuera posible una guerra donde de ambos lados se encuentre el Estado. Como si los vecinos de los barrios más violentados no supieran el nombre de los policías que forman parte de las bandas narco-policiales. En la novela de Orwell una de las soluciones al problema del control de las poblaciones, era mantener a los continentes en estado de guerra permanente. Siempre bajo amenaza de muerte, siempre sobre la promesa de una victoria inminente. Pero no se trataba de ganar ni de perder, sino de permanecer en conflicto. Se declara la guerra pero esta no se dirige hacia las capitales sino hacia las fronteras, con algún que otro bombardeo en la ciudad sólo para recordar que la guerra es real y no sólo propaganda.

Nos apunta Carlos Del Frade que once veces desembarcaron las fuerzas armadas nacionales desde 2014. Once veces se festejó la paz y once veces fracasaron en la tarea de evitar los asesinatos y la circulación interna y de exportación de drogas por un puerto internacional cedido a los capitales extranjeros. En todos los países donde esta “guerra” se llevó a cabo, fracasó por igual, incluso aumentando exponencialmente las cifras de muertos.

Mientras, los habitantes de Oceanía ajustaban el cinturón. Pasaban hambre pero les decían que estaban progresando como nación y que cada vez tenían mejores resultados. Había que aguantar porque todos los esfuerzos económicos estaban puestos en esa guerra sin fin.

La población no debía salir del estado de necesidad constante, puesto que podría entonces levantar la cabeza y pensar, reclamar derechos o simplemente criticar al gobierno. Tal como el festejado superávit en una Argentina donde hay sectores que no llegan a mitad de mes y a otros no les llega siquiera la comida a los comedores donde han tenido que apelar ante el empobrecimiento sistematizado. La ministra de seguridad anuncia que quiere darles a los jóvenes una salida diferente al narcotráfico, pero viajar en colectivo para intentar tomar esa salida sale 700 pesos por la desfinanciación del Estado; y las políticas provinciales y nacionales en torno a juventudes brillan por su ausencia o bien están oxidadas por la desinversión total.

La ignorancia es la fuerza

La violencia tiene en su operatoria un mecanismo clave: acusar al violentado de ser violento, preservando al violento de tal consideración. El racismo, herencia colonial, nos lleva a creer que es el sector más pobre aquel que hay que atacar. Pero nunca vemos allanamientos y condenas a los políticos que transan, a las cúpulas de seguridad, a las financieras, a los empresarios que se encuentran en los country. Sólo recae sobre los más pobres. ¿Si hoy una generación de niños no tiene para comer, y sus padres no llegan a pagar el colectivo para ir a trabajar, por qué esperaríamos otro resultado que una próxima generación resentida, dolida, enojada con el destino? ¿Por qué no se volcarían al narcotráfico o al sicariato después de crecer en la más absoluta miseria y sabiéndose excluidos?

Fuimos ilusos y negacionistas cuando creímos que los asesinatos que sucedían a diario durante el gobierno de Perotti, eran noticia pero no alarma social: les pasaba a otros en otros lados con otros problemas. Pero la violencia, cuando no es detenida, ramifica, se extiende a veces de modo sintomático y otras veces en pleno silencio. Y ahora que atravesó los umbrales de la indiferencia indolente de ciertos sectores, cuando los asesinados fueron trabajadores de la ciudad, el alerta finalmente se encendió. Esa fue la intencionalidad de los asesinos, que tuvieron en cuenta la conciencia de clase a la hora de elegir a las personas víctimas de su violencia. Hoy más que nunca la clase media se descubre más y más próxima a aquello que rechazaba. Nos empobrecemos como “ellos”, vamos al hospital público como “ellos”, nos matan de hambre y balas como a “ellos”.

La libertad es la esclavitud

La violencia de las imágenes acompaña esta catástrofe social. Los medios arrojando palabras que queremos escuchar: “secuestro”, “armas”, “drogas”, “kilos”, “desembarco”, “guerra”, “detenidos”. Imágenes “a lo Bukele”, imágenes de “morochitos” de espaldas y esposados, policías con sus escafandras vacías de expresión, milicias estadounidenses que se acercan amigables a aportar. El proyecto de militarizar el país, empezando por nuestra ciudad que podrá servir como modelo de una dictadura ya no impuesta a la sociedad por fuerza sino por deseo de esta. La desesperación ante los asesinatos que nos lleva a pedir ilusiones: que las fuerzas de seguridad garanticen el buen vivir de una sociedad. ¿Cuánto transcurrirá hasta que seamos el común de las personas los que estemos sentados, simbólicamente esposados, rodeados de una seguridad sin expresión, mientras nos siguen empobreciendo y mientras en paralelo continúa el negocio de las drogas, las armas y los asesinatos?

Restituir

 

Ante la locura de asesinos que creen que matando inocentes reclaman por “derechos” y ante la locura de gobernantes que creen que verduguear presos es hacer “justicia”, debemos restituir las ideas a los lugares que le corresponden: ninguna violencia es justa, ninguna desgracia es ajena, no hay “guerra contra” si el Estado está presente en ambos frentes, no somos público ni queremos ser protagonistas de ningún horrorshow

Psicólogo (UNR), Profesor en Psicología (UNR), Magíster en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador. Psicólogo en Ministerio de Desarrollo Social. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Ed. Lugar) y de Los procesos de subjetivación en psicoanálisis: el psicoanálisis ante el apremio de una revolución paradigmática (Ed. Topía).