En época de vacas flacas y con vistas a ahorrarse la visita al psicólogo, lo mejor es hacer una mudanza. Nada como abrir cajas apiladas malamente en el garaje de tu suegro (ponele), sacarle la tierra a tu colección de CDs o mover libros de una estantería olvidada en un pasillo para ver dónde se torció el rumbo de tu vida y dónde se perdieron algunos sueños.

Y si su vida no se torció, mejor para usted. Ya tiene un motivo para emborracharse y zafar de toda terapia. Qué psicólogo ni psicólogo. Revise los proyectos que almacenó al divino botón y se ahorrará una ponchada de mangos. Eso sí, atájese, que no es joda. Porque ese que aparece desde el fondo de las cajas repletas de libros, papeles y diarios viejos, también es uno. Más joven y con más pelo, pero uno al fin.

Usted puede decirme que no necesita mudarse. Pero a lo mejor le sale más barato que visitar al doctor para ver por qué duerme mal por las noches. Ni hablar del ahorro de no tener que tomar pastillas, con lo que vale la salud hoy en día. Una mudanza, aunque sea chiquita, y asunto resuelto.

Si no necesita mudarse, entonces arme una mudanza de su casa… a su casa. Contrate un camión para que dé la vuelta a la manzana y lo vuelva a traer a domicilio. Porque lo que importa es ver ese pasado lleno de mugre, las esperanzas depositadas en tonterías inútiles, y, sobre todo, poner cierto orden. Porque mudarse es también poner orden en este presente más resbaloso que anguila con barro.

Apenas se abre la primera de las cajas se puede comenzar a escribir esta historia: un montón de libros que no leí. ¿Eran demasiado complicados para mi pobre inteligencia? ¿Por qué los compraba? Y, como si fuera poco, los libros que no podíamos comprar los fotocopiábamos. ¡Cuántas porquerías!

¿Yo leía a estos franceses? Debo haber sido un tipo inteligente, supongo. Kristeva, Derrida, Deleuze. Los abro. No tengo la menor idea de lo que dicen. ¿Por qué simulaba que los entendía? ¿O acaso los tenía para llevarlos cuando iba a encontrarme con los muchachos en un bar o cuando quería impresionar a una señorita?

Ni hablar de los diarios que guardamos, sea porque ganó el equipo de uno o sea porque te nombran a las pasadas. Qué desperdicio de papel, por favor. La cara del Chicho Serna me mira desde uno de esos diarios como diciendo: “Ya es hora de que dejes ir al Boca de Bianchi, ¿no?”. Y quién se quiere acordar de que una tarde fuimos a hablar de Chandler a un club de lectura que ya no existe que funcionaba en un bar que ya cerró y que estaba en una esquina demolida para construir una torre supermoderna.

Y la modernidad digital que nos pone en un aprieto. ¿Debo guardar esas fotos en papel o es suficiente con tenerlas digitalizadas? Qué dilema. Ni hablar de los miles de megas almacenados en disquetes y CDs que creí importantes y que acabo de tirar como lo que son: pura basura. Y además partituras y fotocopias de partituras se desparraman por el suelo. ¿Piazzolla para piano? ¿En serio, Chiabrando?

Según mis cálculos, una vida normal pesa dos o tres terabytes. Yo creo que reúno dos o tres terabytes nada más que de proyectos fallidos de novelas, obras de teatro, discos y megalomanías varias. Entre esos proyectos estaba el que me iba a hacer ganar un Oscar, el que me iba a hacer millonario y el que me iba a postular a una fama interplanetaria que me haría viajar por todo el mundo en primera clase.

Y no cometa el error que yo seguro sí cometo. El de querer retomar algunos de esos proyectos para ver si la fama o el dinero llegan de una vez. Bueno sí, hágalo. Hay que sacarse la duda de si esa novela sin terminar puede ganar el Pulitzer, o si ese guion que una vez intenté hacerle llegar a Almodóvar (no estoy bromeando) puede servir para una película.

Lo peor es que no hay a quién reclamar. A menos que uno sea creyente y se desquite con Dios. ¿Dónde estaba Dios cuando te torciste, vida mía? Tampoco es cuestión de creer que todo es culpa de uno por vago, por torpe, por no entender este mundo loco. Qué pasó, entonces. Vaya uno a saber.

Una mudanza es como eso que hacen los pibes en la escuela: una cápsula del tiempo. Hora de desenterrar el pasado y sin anestesia. Lo más impresionante es ver con qué facilidad se pueden borrar los rastros de media vida. Pim, pam, pum, seis bolsas tiradas a la basura, y aquí no ha pasado nada. Borrón y cuenta nueva.

Una vez pasado el shock, viene la iluminación. Esté atento. Que algo de bueno debe tener este asunto. Y mejor que la iluminación llegue, porque si no habrá que tomar medidas o pastillas, lo que tenga más a mano o sea más barato. La iluminación es que la mejor versión de uno es la inédita, la que se viene, y con eso encarar el futuro.

Entonces, en un ataque de optimismo, escribís “El futuro te espera” en un papel, lo guardás en una caja, y así la rueda se vuelve a poner en funcionamiento. ¡Y llamen ya al camión de la mudanza!

 

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