Por defender la educación de las niñas en su Paquistán natal, fue target de extremistas talibanes que respondieron a su activismo disparándole un tiro en la cabeza. Malala Yousafzai tenía entonces 15 años. Se recuperó de milagro y creó una fundación para redoblar los esfuerzos abogando por la escolarización como motor de desarrollo, convirtiéndose –harto sabido– en la persona más joven que ha recibido el premio Nobel de la Paz. Archicélebre activista feminista, se han escrito libros y rodado películas contando su historia; incluso hay premios humanitarios que llevan su nombre. Un nombre que, a comienzos de octubre, llegó a los titulares por feliz motivo: habiendo logrado una plaza en la prestigiosa Universidad de Oxford, en Gran Bretaña, Malala comenzaba las clases en pos de especializarse en filosofía, política y economía. Sin embargo, los pasados días, Yousafzai volvió a ser noticia por la viralización de una fotografía (sin verificar) que presuntamente capturaba a la muchacha caminando sola por la calle, vistiendo –¡oh, el horror!– jeans ajustados y botas con tacones. El look casual, completado con chaqueta tipo bomber y un pañuelo que cubría su cabeza, fue suficiente motivo para que una horda de trolls le dedicara un tsunami de improperios en redes, condenando enfáticamente que se hubiera despojado del hiyab y el sari; ni qué decir de mostrarse públicamente sin compañía de su padre... “Traidora en proceso”, “Prostituta”, “Que Alá la proteja”, “¡Qué hipócrita!” “¿Es siquiera musulmana?”, “Saltan a la vista las razones por las que merecía esa bala en la cabeza”, algunos de los comentarios que recibió.

Acaso sepa Malala que, lejos de ser inocente ropaje, “el pantalón acompañó todas las transgresiones que jalonaron la ruta de la emancipación de las mujeres”, deviniendo símbolo de la lucha femenina. Así lo postula la documentada historiadora francesa Christine Bard en Une histoire politique du pantalon, de 2010, donde recuerda que “artistas, feministas, revolucionarias, viajeras, actrices, deportistas, fueron innumerables las mujeres conocidas y desconocidas que se apropiaron de la prenda masculina. Pero habrá que esperar a las décadas de 1960 y 1970 para que el pantalón se feminice”. “¿Fin de la historia? En absoluto”, postula la ensayista y profesora gala. Sabrá lo que algunos desconocen: que en sitios como Sudán incluso hoy, a la fecha, una mujer que lleva pantalones puede ser castigada con hasta 40 latigazos...  

Advierte Bard que recién a mediados del siglo XIX, el pantalón se transformó en arma política para desafiar el viril statu quo dominante, en buena parte gracias a feministas yanquis como Amelia Bloomer. Pero la expansión gradual de su utilización entre damas a lo largo de las décadas (fundamentalmente, las del siglo XX) no solo responde a la pulseada por la igualdad de género: influyó además la trivialización de las actividades deportivas, la creciente preocupación por la higiene, las vanguardias artísticas y, por supuesto, la incorporación femenina al mercado laboral (y eventualmente a posiciones de poder). A modo de petit “bio”, vale decir que, antes de la Revolución Francesa, los pantalones cubrían a los pobres, a los bárbaros, a los dominados. Con los sans-culottes, se convierten en el emblema de una corriente política que proclama el advenimiento de un hombre nuevo: el ciudadano libre y fraterno con derechos... Modelo de ciudadano que las mujeres solo conquistarán dos siglos más tarde. Y sí, existe documentación de que, hace ya 3 mil años, mujeres de tribus nómadas que deambulaban la estepa europea vestían las mismas prendas de dos piernas (precarios pantalones, digamos) que llevaban los varones; pero ni bien finiquitó la vida errante, se acabó el “privilegio”…

Así y todo, no faltaron rompedoras que -contra toda convención- anticiparon su uso; a modo de arbitrario recuento: la activista y doctora Madeleine Pelletier, por caso, nacida en 1874. “Mi traje le dice al hombre: soy igual que tú”, aseguraba quien también luchase por la legalización del aborto y contra la mortalidad inducida por sobredosis de corsé. O la novelista George Sand, que se paseaba por las calles parisinas usándolos a sus anchas. Entre la elite de aviadoras, ciclistas o tenistas norteamericanas, se aceptaba el uso de la prenda… siempre y cuando se limitara el uso a las actividades deportivas. Con los años, la industria del cine aportó sus varios granitos de arena, gracias a figurones de gran talla: la icónica Marlene Dietrich, cultora del look andrógino, los llevaba con la suprema elegancia que la caracterizó. Katherine y Audrey Hepburn se enfundaron en pantalones delante y detrás de la pantalla...

Al jean, puntualmente, también le cabe especial mención: fenómeno made in USA originalmente creado para aguantar la más ardua fajina, con el tiempo se convirtió en uniforme planetario. Tan pero tan resistente que, desde su nacimiento en el siglo XIX, lo ha aguantado prácticamente todo: la conquista del Lejano Oeste, la fiebre del oro, la Belle Époque, la Primera Guerra Mundial (¡también la Segunda!), la era dorada de Hollywood, el auge del rock & roll, el Mayo Francés del 68, el estallido del pop, la llegada del hippismo... Sin embargo, este fetiche occidental –que antaño solo vistiese a jornaleros y rebeldes y con el tiempo sirviese de segunda piel incluso para políticos y yuppies–, tardó en convertirse prenda obligatoria de cualquier guardarropas femenino. Cierto es que los primeros vaqueros para damas aparecieron en 1939 (dato adicional: cerraban por el costado), pero explotó su popularidad muchas décadas después. “Algunos historiadores de moda aseguran que la revolución del jean se hubiera producido mucho antes de los 70 si el día de 1914 en que el director de cine D.W. Griffith sorprendió a su actriz DorothyGish caminando por el set de filmación con un par de jeans, no hubiera enviado una nota desaprobatoria a su madre”, anotaba en los 90 Victoria Lescano para revista La Maga.