Avanza, y arrastra con todo. Con todo.
Páncreas, pulmones, hígado, intestinos,
Tiene un puñal que te parte el pecho.
Cuando suelta su espanto, te desgarra el alma.
Se sigue llevando miles de vida,
Así y todo yo le tengo amor.
Perdón. Dije amor.
Le tengo amor a mi enfermedad,
y no me avergüenzo.
Me enriqueció.
Salí fortalecido.
Enfrentamos obstáculos, los superamos.
Desanimamos a la muerte, nos abrazamos a la vida.
Conocimos el corazón de las personas,
Con la fibrosis quística, vuelvo a repetir, me une el amor.
Perdón. Volví a decir amor.
De la fibrosis quística se balbucea mucho, y se dice poco. Muy poco.
A veces me peleo con ella. Discutimos en voz alta y en voz baja.
Amontonamos lágrimas de sal. Esa sal que necesito tanto para vivir y no caer en la deshidratación.
Que mi enfermedad y yo, vuelvo a repetir, estamos desbordados de amor.
Perdón. Otra vez dije amor.
Son ellos. Los médicos, los que me advierten de sus dificultades.
Pero soy yo quien decide tenderle una mano y después la otra.
Que ella siga mis pasos, mis movimientos, y que siga corriendo conmigo.
Así fuimos construidos.
Con amor. Y ya no le pido perdón a nadie por tenerle amor esta enfermedad.

Cuando el 14 de febrero de este año le pidieron de una revista escribir algo sobre su amor al deporte, a él no salió otra cosa que un poema. Pero no al running, que lo llevó a terminar siete maratones, a participar en varios IronMan y a completar el “Cruce de los Andes”. Lejos de eso. Marcos Marini le escribió a la enfermedad con la que convive hace 32 años, cuando desde el primer día le advertían a su familia que la expectativa de vida no superaba los 25. Fibrosis quística. Esa misma enfermedad que le enseñó a vivir todos los días al máximo y que lo hizo ser una fuente de inspiración para cada una de las personas que en algún momento se lo cruza.

“En una maratón tenés que tener algo después del kilómetro 30, algo que te diga para que querés llegar. Siempre aseguro que en una maratón se resumen los propios fragmentos de mi vida que son valorar el presente, tener una misión y llevar conmigo un mensaje de que a mi el deporte me sirvió para sanar mi vida. Yo me creo más saludable que cualquier persona que vino al mundo sin ningún tipo de enfermedad. Todos sabemos que nos vamos a morir. Una cosa es leerlo en Wikipedia y otra muy distinta es convivir con una fibrosis quística. Hay algo que me deja tranquilo: que no transmito tristeza y eso me libera mucho”. Así de claro arranca la charla con Enganche.

Aunque no siempre lo tuvo así de claro. Cuando tenía seis años, era uno de los tantos nenes que jugaba a la mancha en el colegio. Pero no era uno más. Tenía menos aire y se agitaba más que el resto de los chicos. Y en un intento por tocar a un compañero para ‘mancharlo’  se quedó sin aire y se desmayó. Cuando se despertó estaba en la cama de un hospital rodeado de doctores de guardapolvo blanco que le decían a sus padres la enfermedad con la que había nacido. El médico que les comunicó a sus padres el diagnóstico era Carlos Macri, el mismo que lo sigue atendiendo hoy. En el café que generalmente usa como oficina, Marcos deja en claro lo que vive día a día: “Vos me ves entero pero por dentro hay una revolución de órganos, entre los que están el páncreas, o el pulmón y cada uno quiere imponer presencia y es una batalla constante. Lo mío es como una discapacidad que no se ve a simple vista”.

El convivir con la enfermedad  no significa que Marcos quiera ser un hombre al que solo se le puede hablar de eso. Es mucho más. Junto a los libros que lo acompañan a todos lados, saca de su mochila una cajita de metal que parece contener alguna golosina. Pero no. Son las veinticinco pastillas que toma religiosamente cada día, divididas en las seis o siete comidas que hace prolijamente. Es que su cuerpo no asimila los nutrientes y por eso la dieta tiene que ser de entre seis mil y ocho mil calorías, cuando la de la recomendación para el resto de las personas es de dos mil.  “A mí no me gusta centrarme en mi enfermedad. En menor o mayor medida todos tenemos una. Lo que hizo en mi fibrosis quística fue generarme un registro de mi cuerpo. Yo me levanto y sé como estoy. El umbral del dolor lo tengo mucho más alto que cualquier persona normal. Entre cantidad y calidad de vida, elijo lo segundo. No quiero caer en un golpe bajo ni mucho menos, pero yo no sé si voy a vivir muchos años más. Es una realidad. Eligiendo ese estilo de vida, que muchos piensan que me lleva a la muerte, a mi me lleva a la vida”.

La enfermedad lo hizo perder a su padre. “Nunca se hizo cargo de lo que yo tenía. Siempre lo quería ocultar; a la sociedad, a los amigos. Y eso me da bronca. Yo vine con esto y lo voy a defender a muerte. No pretendo convencer a nadie de lo que hago, pero lo único que quiero a esta altura de mi vida es que no me convenzan a mi”. Contrariamente a su padre, la madre es su faro. Es la que le heredó quizás su característica más notoria a simple vista: su optimismo. Marcos es un optimista por naturaleza. Tanto que a veces hace enojar a sus amigos o a sus compañeros de trabajo que no entienden su actitud ante una situación de presión laboral. “La intento copiar mucho a mi mamá. Su vitalidad es arrasadora”. Con su hermano Agustín la relación se basa en la admiración mutua en silencio. “Corre maratones, está muy ligado al deporte, hace docencia; tiene esa parte inculcada por mi. Es muy difícil ser mi hermano. Soy muy exigente con él porque lo soy conmigo”.

Otro nombre que lo marcó fue el de Facundo Sánchez. Lo conoció después de que sus padres preguntaran por toda Santa Rosa, en la era en la que no había internet, sobre un caso similar al de su hijo. Estar con él lo alegraba porque se identificaba. Lo hacía porque tomaban las mismas pastillas y eso le daba la certeza a Marquitos de que compartían algo que sólo ellos podían saber. Pero de un día para otro dejó de verlo y no se animaba a preguntarle a sus padres por el miedo a que le digan la respuesta que ya sabía de antemano. “Se fue”, le dijo su mamá cuando después de seis años pudo romper el miedo. “Nunca lo lloré a Facundo. O a veces lo lloré como esos que no saben llorar, en soledad; o en alguna llegada de alguna maratón que corrí con una foto de él en la remera”, lo recuerda. Siempre lo recuerda.

Su profesión es un oficio. El periodismo, según él, le dio los mejores amigos que pudo darle. Hasta un padre le consiguió. Cuando vino a Buenos Aires en 2002, un año antes de empezar a estudiar periodismo, le mandó un mail a un periodista al cual leía asiduamente y admiraba. Le dijo que lo quería conocer y el periodista lo citó en un café de Agüero y Santa Fe. El periodista es Walter Vargas, quien al día de hoy “es el padre que no tuve, y es a quien intento copiar en el periodismo. Lo admiro mucho y alguien con quien muchos años después doy charlas o clases”. La única pregunta que no tiene respuesta en Marcos es la que se trata de ¿cómo sería su personalidad si no conviviera con la enfermedad? “Ahí es donde agradezco tener fibrosis quística, porque me hizo conectarme con mi cuerpo. No sabría responderte. Lo que me deja tranquilo es que yo se los dije a mis amigos. Tengo muchas amistades, pero tampoco soy idiota y sé que mucha gente se me acerca por lo que tengo. Yo siento que me valora más por tener la enfermedad que por lo que hago”.

Su situación lo hizo traspasar fronteras. Da charlas motivacionales. En las últimas que dio no contó sino hasta el minuto treinta de la charla su enfermedad. Es que siempre quiere romper con los estereotipos. Pero no en todo momento está motivado para motivar a otro. Y en esos momentos le da rienda suelta a un consejo que le dio Cachito Vigil: “Si vas a dar una charla y estas mal o triste por algo, empezá contando eso”. Eso de ser orador también lo hizo comerse el personaje. “Me lo comí. Me di cuenta cuando de repente viajaba por el mundo, dormía en los mejores hoteles y me resultaba extraño que se pagara lo que se pagaba por una charla mía. Pensaba que mi vida podía estar ahí pero no lo estaba”.

Marcos Marini es ese hombre que no se siente identificado con el símbolo de discapacidad sea un hombre en sillas de ruedas porque “no refleja mi discapacidad”. El que tampoco tiene esperanzas de que aparezca la cura de su enfermedad porque “no depende de mi. Y si yo deposito esperanzas en algo estoy perdiendo energías en lo que yo decido hacer cada día”. El que a la hora de liderarse a si mismo se engaña o se miente porque “si yo todos los días busco noticias de la enfermedad, o googleo la palabra fibrosis quística, te van a aparecer siempre los peores resultados”. Es todo eso y mucho más. O simplemente el hombre que ama a su enfermedad.