Una mujer embarazada camina desnuda por una autopista de madrugada. Está absorta, ida, no le importa el frío, los autos, ni las crueles luces blancas que impactan su cuerpo. Luego, tampoco responde a las preguntas por su nombre, dirección, procedencia. Es llevada a un centro de atención, donde una psicóloga logra hacerla salir del brote y lentamente volver en sí. En ese diálogo terapéutico cargado de preguntas incómodas, se va a ir reconstruyendo una historia cuya protagonista, Olinda, también sabe a medias. Todo en su vida es misterio y la doctora Ríos será la encargada de guiarla por el castillo oscuro que habita. Así empieza La semilla de Edgar Chías que dirige en Buenos Aires Cristian Drut. La historia de una mujer y el gran interrogante de su origen, algo que tiene mucho de griego: ella camina sola, abandonada de toda civilización, del mismo modo que caminó Edipo y, como él, también está ciega.

Hay que saber que Cristian Drut es un director que desde sus comienzos realiza exquisitas puestas de dramaturgos contemporáneos del mundo. Dirigió Top Dogs (2003) de Urs Widmer en el Teatro General San Martín, fue el responsable de la primera puesta que se hizo de Sarah Kane en nuestro país, la hermosísima Crave (2006), también llevó a escena a Apenas el fin del mundo de Jean Luc Lagarce (2007), En el Campo (2011), Atentados contra su vida (2013) y La ciudad (2015) del británico Martin Crimp, entre muchas otras. Sus puestas siempre le aportan al texto un clima y una forma nueva. Frías, delicadas y abstractas, las palabras parecen insufladas de un pálido fuego. En este caso, con el joven dramaturgo mexicano Edgar Chías no fue diferente. Chías tiene un recorrido interesante en México y en Europa, con un teatro de resonancias políticas, que toma como núcleo los conflictos sociales de su país. Director y dramaturgo se conocieron en una residencia y los unía un intercambio que no se inicia con esta obra, sino con otras colaboraciones años atrás. Pese a lo dicho, Drut parece haberse tomado como siempre muchos atrevimientos para desbordar la textualidad desde la escena. La semilla, se presenta en el marco de un proyecto teatral internacional que abarcó funciones simultáneas en tres ciudades: Buenos Aires, México DF y Valencia.

  Al escuchar la historia familiar que Olinda irá evocando, inmediatamente nos remitimos a los trágicos sucesos de Edipo, pero multiplicados, pasados por la aceleradora de partículas del mundo contemporáneo. El punto de partida es un hecho real, un caso que el autor leyó en un diario sensacionalista y a partir de ahí reconstruyó en esta historia, condimentándola con tintes ficcionales, más una lírica marcada y bella. Olinda no sabe quiénes son sus padres. Criada en un orfanato, solo recibió cartas a lo largo de los años de un hombre y una mujer que eran familiares lejanos y que fueron los encargados de pagar la cuota de manutención hasta que ella cumplió la mayoría de edad. A partir de su embarazo, el brote y la insistencia de la psicóloga decide indagar en ese origen, a regañadientes. Así, en el transcurso de la obra se sabrá la verdad: los que le escribían eran su padre y su madre, Lala y Roi, solo que Lala era también la abuela de Roi. Ella es el fruto de la unión entre una abuela y un nieto. Claro que para procrear debieron usar la mediación de la ciencia, y lo hicieron a través de un vientre de alquiler. A partir de aquí la historia se complica –¡todavía más!– y no conviene revelar demasiados elementos más. 

La puesta de Cristian Drut utiliza la fragmentación del texto, que va y viene en el tiempo, entre las distintas generaciones de esa familia, creando cuadros, que son las partes de una investigación símil policial. Si bien los actores son cuatro, los personajes son muchos más. Además de Olinda (Jimena Coppolino) y la doctora Ríos (Liliana Weimer) se suman: Roi (Emanuel Parga), Lala, que también es interpretada por Weimer, Marie (Carolina Tejeda) y otros que irán apareciendo y sumando capas al relato. 

La investigación se muestra a través de recortes de diarios, cartas y fotos dispersas en una mesa y que oportunamente, van siendo reveladas. La verdad se abre paso entre la oscuridad de los recuerdos, las negaciones y el trauma. El espacio escénico trabaja con estas ideas, atiborrado de casetteras viejas, enmarcadas por una gran cortina tornasolada, que podría estar hecha de cintas de casettes. Esto también inunda el espacio sonoro: los propios actores manipulan los aparatos, de los que salen sonidos, músicas, palabras, una suerte de noise que parece provenir de las partes nunca transitadas de un cerebro. Fragmentos de una memoria, que también es una tecnología frágil, puede ser grabada y regrabada o incluso directamente borrarse. 

Toda la travesía física y mental que atraviesa Olinda para descubrir su origen da una vuelta completa y vuelve nuevamente a ella a punto de convertirse en madre. El juego de ser parte de una estirpe “maldita”, una peste que la enloquecía sin saber de dónde venía, se termina exactamente ahí. Heroína contemporánea, la caminante de las autopistas marca su diferencia con los héroes trágicos, de varias maneras: si para ellos el destino estaba escrito y era inamovible, para Olinda es posible empezar su historia otra vez. Si para ellos encontrarse con su pasado, con el grave sino de su historia, era el desencadenante de la locura y los obligaba a cegarse, para ella es exactamente lo contrario. La cura, la salvación, la posibilidad mirar de frente un camino que se inicia con ella y que sigue con la semilla que guarda para las generaciones futuras.

La semilla, con dramaturgia de Edgar Chías y dirección Cristian Drut, se puede ver los sábados a las 20 en Abasto Social Club, Yatay 666. Entradas: $180.