La pata hispanoparlante de las vanguardias europeas puede muy bien concentrarse en el ecléctico ultraísmo, movimiento que no tuvo otra razón de ser que la de promover un arte que rompiese cualquier tipo de protocolo realista, dejando de ser un “espejo” de los hechos y comenzando a promover la idea de un “prisma” que reflejase, de manera distorsionada, compleja, novísima, la vida. En el fondo, como el creacionismo del chileno Vicente Huidobro, la intención fue la de armar desde la poesía una nueva realidad. Y entre las reclamadas paternidades, la chismografía y el rifirrafe, un nombre es constante en la mención y promoción de tal mandato autonomista: el de Guillermo de Torre (1900-1971), poeta, a su manera, continuador de cierta tradición ilustrada de la diplomacia y también, en nuestras costas, editor de sellos como Espasa-Calpe y Losada. Aunque la lista es mucho más amplia: Torre es la síntesis de un humanista trasladado al siglo XX, un entusiasta y dicharachero motor que no sólo armó al ultraísmo, sino que vinculó a artistas diversos y se encargó de fungir como promotor de la obra de autores que hoy son clásicos insoslayables, entre ellos, el de su propio cuñado, Jorge Luis Borges. El foco puesto en Guillermo de Torre era una página necesaria en la historia crítica de la literatura en castellano, y el libro del catedrático de la Universitat Pompeu Fabra, Domingo Ródenas de Moya, El orden del azar: Guillermo de Torre entre los Borges, cumple con creces tal objetivo, armando no sólo una biografía novelada de Torre, sino también una reconstrucción de la primera mitad del siglo XX, de sus contradicciones y de las semillas del auténtico Nuevo Mundo que habrían de ser cosechadas en el cierre del 1900.

Guillermo de Torre, hijo de una familia de abogados vinculados al mundo diplomático, fue también el vástago de la España ilustrada del primer cuarto de siglo: de joven, leyó a Baroja, Unamuno, Valle-Inclán, Ramón Pérez de Ayala, pero también a Ramón Gómez de la Serna, quien sería un poco el antecedente directo tanto para el mundo español como para el porteño de las posibilidades renovadoras y juguetonas de la escritura vanguardista. Pero no será hasta que establezca contacto con Rafael Cansinos Assens que el llamado del arte nuevo, para él, no tomase forma definitiva. Torre siempre fue un entusiasta “epistólogo”, un enviador serial de cartas, a las que dedicaba tiempo de su tumultuosa agenda de estudiante y en donde volcaba sus más claras pretensiones de reconocimiento. Es debido a su insistencia que entra en contacto con Cansinos y comienza una relación, como todas las que tuvo, tensa. En una carta del 13 de enero de 1917, Torre le reclama que no lo haya incluido (¡con sólo 16 años!) en el balance literario del año que cerró, diciendo que no correspondía olvidarse “del buen chico, con ímpetus de ultraísta, Guillermo de Torre”. El adjetivo señalaba el camino de un nuevo movimiento que estaría apoyado en esta voracidad por lo nuevo que marcaría toda su vida: como diría luego Borges, su insoportable “despuesismo”.

 

ESTÁ EL SECRETO EN TU NOMBRE

Borges parecía que tenía con Guillermo distancias más elaboradas que un mero matiz en lo que cada uno entendía como ultraísmo: de algún modo, la idea que tenía de su cuñado (a partir del casamiento con Norah en 1928) era la de una persona que quería estar conectado con todo lo que fuese nuevo, aparatoso, dueño de una jerigonza datada, hasta el punto que no sorprende encontrar una máscara de Torre en el Carlos Argentino Daneri de “El aleph”. A diferencia de Georgie, los posibles desacuerdos en los modos de entender el movimiento o la vida en general, Torre trataba de no exhibirlos al público, cosa que sí hacía el otro, el mismo de siempre. Guillermo de Torre fue el principal promotor de la obra de Borges en otras lenguas, usando sus contactos para presionar para que los poemas y, luego, los cuentos llegaran a nuevas geografías, por más que considere que el paso del poeta del ultraísmo al criollismo de Fervor de Buenos Aires o Luna de enfrente era fruto de un extraño nacionalismo que despreciaba.

Pese a eso, la relación con Norah pareció fruto del destino: sin dudas, el amor que se mantuvieron, despojado de toda promoción por fuera de lo más íntimo, pero duradero como pocos, era también una asociación artística que llevó a la pintora consumada a exhibir sus dibujos e ilustraciones en un sinnúmero de muestras y a publicarlas en las revistas más a la moda del arte europeo. Quizás el punto clave de su relación fue vivido a la hora de decidir abandonar España luego del claro avance, ya entrada la década del 30, del fascismo de raíz local, con Franco y el falangismo. La inevitable caída de la república no cambió el compromiso de Torre y, además de la mudanza a Buenos Aires, a casa de los suegros, ese evento implicó un hito en la historia editorial de nuestro país. La asociación con Gonzalo Losada, desde 1928 en nuestro territorio, lo llevó a promover la colección Austral en la editorial Espasa-Calpe, a la cual entraría no solamente por haber sido el autor, en 1925, del libro Literaturas europeas de vanguardia (un compendio crítico de los movimientos que cambiaron la manera de concebir el arte a comienzos del siglo XX), sino también por una amplia agenda de proyectos que transformaban el afán cosmopolita y sus contactos en la edición de los más selectos libros de la tradición española, pero también occidental. Libros en tamaños accesibles, copiando un poco el modelo de la flamante Penguin, pero también con un claro asidero en mostrar el maremagnum cultural de la España previa a la dictadura franquista, con clásicos y libros de novísima factura. El endurecimiento de la editorial llegaría hasta su sede sudamericana, y Losada y compañía terminarían yéndose de Espasa-Calpe y fundando una editorial que hasta el día de hoy representa la conjunción de calidad estética y calidad de edición a un precio accesible para un amplio mundo lector: nacía así el sello Losada. Guillermo de Torre sería en él lo mismo que fue para el ultraísmo o la cultura española, lo mismo que implicó su puesto como secretario en la revista Sur, o su posterior ingreso en la Universidad de Buenos Aires como responsable de la cátedra de Literatura Española en la década del 50: un protagonista lúcido de los vaivenes culturales de su tiempo.

El orden del azar es un libro que no solamente reconstruye la nutrida biografía de Guillermo de Torre, quien muriera en nuestra patria a comienzos de los 70. También es fruto de un complejo juego entre erudición y estilo, en donde Domingo Ródenas de Moya combina una revisión progresiva y cronológica de la vida de Torre con inserts que cambian el tono por una aventura más novelada, regresiva, en donde, desde los últimos días del poeta hacia atrás, se van dando matices a cada uno de los hechos presentados en los capítulos más extensos. Allí, no solamente el cambio tipográfico (un juego editorial a la altura del autor de Hélices, poemario inaugural del ultraísmo) evidencia el cambio de registro entre la serie progresiva y la narrativa regresiva de estos injertos, sino también el tono más especulativo y personal de Ródenas de Moya, que parece haber convertido una tesis de doctorado en algo que, a veces, se acerca directamente a la prosa literaria. Por otro lado, hay algunas cuestiones que no cierran del todo con un libro, en sí, desafiante. Primero, la innecesaria centralidad de Georgie en la vida de Guillermo: así como el diario de Bioy merecía otro nombre que Borges, así también Guillermo de Torre fue otra cosa distinta a su cuñado, quien va a tener cierto protagonismo en su biografía por cuestiones obvias, pero que tampoco amerita ser un obligado contrapunto y hasta el “secundario estelar” de la película. Segundo, algo que se hereda del carácter casi bifronte del libro, es la representación de la política argentina del siglo XX en sus páginas. Si bien ciertos rasgos del primer peronismo lo acercan a movimientos políticos de su tiempo, eso no significa ni implica necesariamente que haya “acentos alemanes” en las expresiones de la calle o que la “dictadura” o “tiranía” se haya “ensañado” con Leonor Acevedo o Norah Borges. Los datos no se pueden negar, pero no necesariamente se deriva de ello una dictadura asesina.

Guillermo de Torre fue, a su manera, síntesis de una época: la reubicación de su nombre en un panorama repleto de nombres propios (y de egos insoportables: Borges, Huidobro, Cansinos, el propio Torre, etc.) es un acto de justicia poética que El orden del azar cumple con sobras. El crítico y hoy docente de la cátedra de Literatura Española III de la UBA, Marcelo Topuzian, en una reseña en el número LVI de la revista del Instituto de Filología “Dr. Amado Alonso” (otro de los “secundarios” de este film), destaca uno de los grandes logros de este volumen: “Se puede decir que uno de los temas centrales de esta biografía son las condiciones de la consagración en el campo de las literaturas hispánicas del siglo XX: la importancia de las relaciones, de los agrupamientos, de las tertulias, de las revistas, de los eventos”. Con dos centros claros, la emergencia de las vanguardias europeas y la debacle y transformación producidas por la Guerra Civil Española, este libro termina siendo la evidencia de que, a veces, contar la vida de una persona es ver reflejada en ella las asperezas de los años que vivió. Menos como un espejo y más, como le hubiera gustado decir a Guillermo de Torre, como un prisma, uno que fragmenta y eterniza el irregular pulso de lo que nos pasó.

>Fragmentos de El orden del azar, de Domingo Ródenas de Moya

NORAH Y GEORGIE

La noche del sábado 13 de marzo de 1920, Pedro Garfias condujo a Jorge Luis Borges, recién llegado a Madrid desde Sevilla, al Colonial para conocer a Cansinos Assens, ensalzado por el grupo de Grecia como un mesías literario y cuya novela El divino fracaso había leído con placer, igual que Norah. A Borges, el Colonial le pareció “un café lleno de luces y de espejos que lo ensanchan, que lo hacen infinito, que multiplican las panojas de luces de oro, que fructifican los racimos de rostros, que le dan algo de laberinto, algo de estar en el centro del universo, a partir de las neblinas de la prehistoria y marcha a venideras auroras” (se lo cuenta a Adriano del Valle dos días después).

Los Borges llevaban residiendo en Ginebra desde julio de 1914 y allí, en el Collège Calvin, Jorge Luis había estudiado el bachillerato, mientras que Norah acudía a la École des Beaux Arts. En junio de 1918, tras la muerte de la abuela materna, Leonor Suárez de Acevedo, decidieron cerrar el departamento de la rue Malagnou donde vivían y mudarse a Lugano. Pero sólo permanecieron allí unos meses. Si bien Georgie intentó aprender italiano igual que antes había aprendido alemán por su cuenta, el spleen que le causan la belleza natural y el hastío hizo que sus padres resolvieran volver a Ginebra para emprender, una vez levantado el hogar, un largo regreso a Buenos Aires a través de España.

DOMINGO RÓDENAS DE MOYA
 

En los dos meses madrileños, Norah y Georgie se integraron en las reuniones y acciones del grupo ultraísta. Fueron semanas de intensa socialización que engendraron en él resistencia a regresar a Buenos Aires e incluso la idea de quedarse en España para completar sus estudios. Borges encontró en Guillermo de Torre un interlocutor férvido, rebelde y chinche, diserto en todas las escuelas de vanguardia y afanoso de emplear sus noticias. En la cervecería El Oro del Rhin, en la Plaza Santa Ana, punto de encuentro ultraísta, habían hablado sobre la imperiosa necesidad de síntesis de la escritura literaria, una depuración de los adornos y la retórica que la acercara, en el plano formal, a una antiliteratura y, en el de lo representado, a la esfera de la creación pura, donde la invención ha roto amarras con la realidad mundana.

MUSA PERFECTA

Lo de Norah Borges fue otra cosa. Guillermo la vio por primera vez asomada a la ventana de la Pensión Americana. Se la debió presentar Georgie y él se enamoró de un mazazo, como antes de Teresa Wilms, pero ahora sin escudo de protección. Lo deslumbró su belleza de ojos verdes, su voz cantarina y el suave acento argentino, la dulzura de su trato, su imaginación entre cándida y transgresora, el exotismo cosmopolita, la deliberada ingenuidad de sus dibujos y grabados, en fin, las mismas cualidades que habían causado estragos entre la peña sevillana. Y eso que Torre estaba avisado desde las páginas de la revista Grecia de lo que podía llegar a encontrar.

En efecto, podía estar alertado que, en diciembre de 1919, Adriano del Valle publicó unos poemas con la rebuscada dedicatoria: “A Norah Borges, dominadora Vésper divina que imprime la huella de su sandalia estelar sobre el Mediterráneo que hay en mi corazón”. El propio director de la revista, Vando-Villar, en la semblanza que le dedicó el 20 de enero no reprimió su exaltación: “¡Hermanos del ultra: Norah Borges es nuestra pintora: saludadla, porque además, está nimbada de una dulce belleza, análoga a la de los ángeles divinos de Botticelli!”.

Pero el corazón de Norah tenía ya huésped y ella lo sabía, porque, en abril, Torre le había hecho llegar una nota secreta citándola a su salida de la Academia de Bellas Artes de San Fernando en la que, con remilgos, desvelaba sus sentimientos:

“Norah: ante todo, ni un grito, ni un gesto de asombro. Se lo ruego. Antes y después de la revelación debemos sostener la misma actitud de amigos afines. Y ahora: ¿para qué una loa de su blanca belleza, de sus ojos nostálgicos, de su voz musical?, ¿para qué una exaltación de su espíritu elevadísimo y de su visión única del arte nuestro? Ello me conduciría a una derivación literaria inevitablemente sentimental.

”Y ante usted no trato de modular extrañas palabras líricas. Queda solo subrayar nuestra afinidad temperamental. Nuestra inquietud fraterna. Y quiero, sobre todo, revelarle el secreto de mi apasionamiento gradual hacia su figura lindísima conmovido… de mi amor hacia su alma sideral”.

Norah Borges guardó la nota hasta su muerte a los noventa y siete años.

NACE LA EDITORIAL LOSADA

La llegada de Manuel Olarra como brazo ejecutor de la Espasa-Calpe franquista precipitó un cisma anunciado. Como afirmaría Henríquez Ureña en una carta a Alfonso Reyes, “Espasa-Calpe Argentina, bajo la presión del franquismo, se ha reducido a poca cosa. No puede publicar sino libros de ultraderecha o libros antiguos inofensivos”. Gonzalo Losada, que no podía aceptar el impertérrito golpe de timón, abandonó la empresa. Pero lo hizo habiendo decidido ya fundar, con su nombre, su propia editorial. Entre marzo y abril de 1938 compartió el proyecto con Guillermo de Torre y le propuso ser el director literario, confiando en su lealtad republicana, en su erudición y criterio, en su instinto comercial y eficiencia de gestor y en sus saberes sobre la industria del libro. También ofreció a Atilio Rossi la responsabilidad del diseño gráfico. Torre abrazó la aventura con entusiasmo y se implicó de manera absorbente. Lo estaría los siguientes veinte años y mantendría el vínculo con la editorial Losada toda su vida.

El primer problema que hubo de resolver fue el financiero. Losada no dudó en empeñar su propio patrimonio, además de recurrir a socios como Enrique Pérez, que sería el gerente, o el abogado y bibliófilo Teodoro Becú. El núcleo inicial de Torre y Rossi fue ampliándose con un equipo asesor muy solvente que, en parte, procedía de Calpe y en parte de Sur. Se incorporaron muy pronto Pedro Henríquez Ureña, Amado Alonso (que se encargaría de la serie didáctica “Textos literarios”), Francisco Romero (responsable de la “Biblioteca filosófica”), el bioquímico Felipe Jimenez de Asúa (para “Ciencia y vida”) y el pedagogo Lorenzo Luzuriaga.

En abril de 1938, con el proyecto embrionario, Torre le comunica misteriosamente a Gómez de la Serna que “dentro de poco tendré que asumir nuevas funciones editoriales”, aunque su carta revela un problema de fondo que afecta su posición en Sur y a su relación con Victoria Ocampo: ha corrido el rumor de que Guillermo es un rojo, por lo que iba a ser cesado en la revista. Ramón se ha apresurado a desmentir que haya sido él quien ha propalado el infundio, a lo que Torre responde con sorna diciendo que ha corrido más deprisa la rectificación que la noticia. Aunque lo importante de veras es que Ramón no disimula su apoyo al bando franquista y Torre no está dispuesto a tolerarlo, por lo que se despide con un portazo temporal a la amistad: “Hablaremos como antes cuando termine la guerra y tengamos todos el ánimo más tranquilo. Entretanto ya sabe que -sin entrar siquiera a discutirlas- no me es grato escuchar sus opiniones sobre ciertas cosas, ni tengo por qué escucharlas”.

Desde Espasa no tardan en informar a Ortega y Gasset de la escisión, poniendo el acento en los motivos ideológicos, y él se lo refiere a Gregorio Marañón el 23 de julio: “Losada se ha separado con algunos muchachos de izquierda y ha creado una editorial, cuyo capital, de cuantía desconocida, no tiene un origen todavía notorio”. De ello deriva una conclusión tan rotunda como equivocada: “Es resueltamente una editorial roja”.

 

Fragmentos de El orden del azar, de Rodrigo Ródenas de Moya, que publicó Anagrama en su colección Biblioteca de la memoria.