En 2022, cuando salíamos de la pandemia, se editó en Argentina un libro breve y misterioso, Cosas pequeñas como esas (Eterna Cadencia), de la irlandesa Claire Keegan. En escuetas 96 páginas, Keegan contaba sobre Bill Furlong, un padre de cinco hijas en un pueblo del interior de Irlanda, que vende carbón y madera. En uno de los repartos habituales al convento local, se encuentra con una chica desesperada que lo devuelve a su propio pasado traumático, a su madre, que murió joven. Y el encuentro lo enfrenta a la encrucijada de cómo actuar, si ayudarla o darle la espalda. Keegan no da demasiada información en la novela, sólo que el convento es una Lavandería de las Magdalenas y que enfrentarse a su poder sobre la sociedad, en la teocracia de facto que era la Irlanda católica en ese momento, podía destruirle la vida a ese trabajador.
Por estos días ya se puede ver online –y en algunos países en cine– la adaptación de la novela que hizo Tim Mielants, protagonizada por Cillian Murphy en su primer papel después de ganar el Oscar por Oppenheimer. La película es de bajo presupuesto y económica en todo (buen) sentido: es hermoso de parte de Murphy que haya elegido este proyecto cuando le deben caer ofertas casi imposibles de rechazar. Él es Bill en 1985, un hombre angustiado, al borde del pánico, refugiado en su rutina y en una casa demasiado pequeña para siete personas. Como en la novela, lo que pasa en el convento no es explícito pero es obvio, especialmente por el trato y la impostura de la Hermana Mary, la superiora interpretada por Emily Watson, tan endemoniada que parece pintada por Francis Bacon. Small Things Like These no es una gran película, no funcionan los flashbacks, le falta ritmo. Pero Murphy es capaz de decirlo todo con un murmullo, con una lágrima, con su pullover negro demasiado usado. Con la feroz delicadeza de una actuación que encarna uno de los grandes traumas de la Irlanda actual.
Desde la fundación del estado irlandés en 1922 y hasta octubre 1996, al menos 10 mil niñas y mujeres fueron encarceladas, obligadas a trabajos forzados y sometidas a un severo abuso físico y psicológico en las instituciones religiosas conocidas como las Lavanderías de la Magdalena. Las controlaban cuatro órdenes religiosas de monjas y su frente comercial era ofrecer servicios de lavandería y costura. Las chicas eran encerradas por muchas causas. Estaban las consideradas promiscuas, que podían haber sido encontradas teniendo sexo con un novio, o simplemente juzgadas por ser coquetas. También se encerraba a madres solteras y a chicas con enfermedades mentales o discapacidades serias. Y, quizá la categoría más escandalosa, se encarcelaba a chicas que habían sufrido abuso sexual. Si: no al revés. Las mujeres y niñas violadas eran institucionalizadas para esconderlas. Desde ya, también se encerraba a trabajadoras sexuales. Vivían ahí durante décadas, aisladas de la familia y la sociedad. Cuando les daban la oportunidad de irse estaban tan severamente desconectadas y traumatizadas que no podían volver a reinsertarse.
La cantante Sinead O’Connor fue enviada a una de estas lavanderías cuando tenía 14 años, porque la familia la consideraba una chica problemática. En una entrevista de 2013 contó: “Eramos nenas. Llorábamos todo el día. Nos decían que estábamos ahí porque éramos malas personas. Algunas de las chicas habían sido violadas en sus casas, y no les creían. Una de mis compañeras tenía un problema de cadera y su familia no sabía qué hacer con ella”. Sinead estuvo más de un año encerrada y no lo olvidó nunca. Las chicas no eran sólo enviadas por sus familias: llegaban vía los hospitales cuando parían solteras, desde la escuela o los reformatorios. A veces las denunciaban y trasladaban trabajadores sociales, la policía, y miembros de las iglesias locales. Si no trabajaban o cometían alguna indisciplina, se las castigaba obligándolas a ayunar, o pasar frío, o les pegaban.
En las lavanderías no había educación de ningún tipo. En muchos casos, cuando ingresaban, les cambiaban el nombre y les daban un número de identificación. Como existía el reglamento del silencio, tampoco tenían amigas, y la correspondencia con el exterior estaba prohibida. Entre 1925 y 1961, una maternidad dentro de la red de las Magdalenas en Tuam, Galway, disponía a su antojo de los bebés de las chicas. Unos mil se entregaron en adopciones ilegales. A los que morían se los enterraba en una fosa común abierta en el pozo ciego del lugar. En 2017 empezaron las excavaciones para dar con los restos que se tiraron al inodoro. Los conventos recibían dinero por el trabajo, pero las chicas no: la ropa sucia venía de, entre otros lugares, hospitales públicos, prisiones y edificios de gobierno. La sociedad entera sabía qué sucedía, y se lo callaba. Por miedo, por estar de acuerdo, por parálisis, por represión, porque las atrocidades cuando son parte del cotidiano se normalizan, se vuelven sentido común.
El estado irlandés pidió disculpas formales a las sobrevivientes y a la sociedad recién en 2014. Hace dos años empezó un programa de indemnizaciones.
Se hicieron muchas películas y se editaron muchos libros sobre las lavanderías, incluso antes de que cerraran: Joni Mitchell les dedicó una canción, James Joyce las menciona en Dublineses. La catarata de información y ficción en los últimos años es un exorcismo que a veces roza la explotación porque, ¿cómo es posible reparar este daño tan reciente? El gobierno de Irlanda tiene algunos proyectos de memoria, como la Historia Oral, con casi cien testimonios, en una investigación junto a universidades. Desde 2003 funciona el Magdalene Names Project que, con todos los materiales al alcance, ya logró identificar a 1.900 mujeres muertas en las instituciones. Desde 2022, el ex edificio de la lavandería en Sean McDermott Street de Dublín es un centro de investigación. En el parque Stephen’s Green las sobrevivientes estuvieron presentes en el emplazamiento de un memorial que las homenajea y recuerda la injusticia que sufrieron. Todo parece poco, porque lo es.
Hay algo en el deliberado silencio de Cosas pequeñas como esas, la novela y la película, que da en el corazón del duelo, la complicidad y el terror de tantos años, de siglos en verdad, porque las lavanderías funcionaron en diferentes formas desde fines del siglo XVIII. La información es esencial para restablecer identidades, dar una dimensión del desastre y gritar la violencia que sufrieron las mujeres y las niñas. Pero para hablar del horror y el dolor, la breve novela que ocurre durante la Navidad de 1985 en New Ross, County Wexford, ofrece una tensa devastación sensible. Sin embargo, tanto el final del libro como el de la película no resultan creíbles. La película resuelve mejor, y al decir esto no hay ninguna intención de contar el final. Solo apuntar que parece un sueño, la imaginación de ese hombre que vende carbón y quiere portarse como una buena persona pero tiene miedo de perderlo todo. Escribe Keegan: “Había muchos desafortunados en el pueblo y en los caminos rurales… Una manaña (Bill) había visto a un chico en uniforme escolar tomándose la leche del cuenco del gato, detrás de la casa del cura”.
Es la década de Thatcher y sus coletazos golpean a Irlanda. Las hijas de Bill van a colegios de la Iglesia: él les vende insumos. ¿Qué pasará con ellas, tanto si habla como si calla? Cosas pequeñas como esas es un ensayo sobre la impotencia que no justifica, sino que expone y pregunta. “Eran tantas las cosas que se veían mejor cuando no estaban tan cerca”, piensa Bill, y hace un esfuerzo para ignorar lo que ya no puede dejar de ver. Esas chicas limpiando el piso en cuatro patas no lo dejan dormir. En el cine, con frustración insomne, los ojos límpidos de Murphy se preguntan sobre el precio de la indiferencia, y por qué casi siempre estamos dispuestos a pagarlo.