Se puede decir que el año 1977 fue para la Argentina pletórico en vikingos. La revista Todo es Historia 126 publica su artículo de portada Vikingos y comechingones. Una tesis reactualizada escrita por Roberto A. Ferrero. Aquí el autor refuerza las tesis de Jacques de Mahieu y las afirmaciones del investigador paraguayo Vicente Pistilli, contento de que su terruño tuviese “pruebas de su cultura y civilización (danesa) en toda la región oriental de este país”. Pero a la hora de reafirmar la presencia vikinga en la provincia de Córdoba los lauros caen en el geólogo francés Raymond Chaulot. En 1941 este investigador postuló en un Congreso de Historia su tesis De la influencia étnica y normanda en los indígenas de Argentina. El franco-cordobés afirmaba al igual que de Mahieu (que curiosamente no menciona las teorías de Chaulot) que “los vikingos ejercieron honda influencia cultural sobre los más civilizados de América: mayas, aztecas e incas.” Con similar intuición Chaulot opina que la eventual unión de normandos con mujeres nativas se habría originado una raza de hombres morenos y barbados”. Una vez más el gen de los ojos celestes y capilares rubios no tuvo poder alguno para abrir simiente en este continente oscuro.
Ferrero dedica buen espacio de su artículo a Jacques de Mahieu y a la reciente aparición del libro El gran viaje del Dios Sol que “refuerza la temprana tesis de Chaulot” y sus vikingos cordobeses, además de agregar el periplo demahieuano de Ulman y sus descendientes, los que finalmente se instalan en el Paraguay.
Más allá de las afirmaciones de de Mahieu lo que se sabe con cierta certeza de las exploraciones de los islandeses es que alrededor del año 1000 avistaron, exploraron y realizaron intentos de asentamientos en el litoral canadiense. Según F. Donald Logan, en su libro The Vikings in History, contrario a lo que se podría suponer, los documentos más tempranos al respecto no son las sagas de Groenlandia y de Eric el Rojo, sino las de un geógrafo llamado Adam de Bremen. El alemán visitó la corte Dinamarca en 1060 y obtuvo información que volcó en Una descripción de las islas de Norte fechado en 1075. Según su relato: “El rey (Svein Estrithson) habló de otra isla. Se llama Vinland porque allí se extienden de manera salvaje las vides que producen un muy buen vino. Los racimos crecen en abundancia. Me queda claro que este aserto no es producto de la fantasía sino que son testimonios confiables de los daneses”.
Un tratado islandés del siglo XII reafirma la existencia de Helluland, Markland y Vinland. Estos testimonios se referían a Vinland incidentalmente como de un lugar que no necesitaba mayores aclaraciones sobre su ubicación.
Las famosas sagas vikingas se difundieron en forma oral al principio, y fueron transcriptas de una manera cruda, sin atractivos particulares a nivel literario, alrededor del siglo XIII. Cien años más tarde fueron enriquecidas al modo que nos llegan hoy en los costosas ediciones de la editorial Siruela. Como dice Logan en su libro: de estas sagas no podemos creer cada detalle pero tampoco podemos descartar todo lo que afirman. Las sagas eran para los islandeses un modo de celebrar las grandes gestas de sus ancestros.
Según lo que nos dejaron estos registros el descubridor de lo que hoy conocemos como Norteamérica fue el islandés Bjarni Herjolfsson. En un viaje inicial realizado desde su isla a Groenlandia, Bjarni y sus marinos fueron arrastrados por fuertes vientos y se perdieron. En su exploración accidental dieron con varias costas que no se adecuaban a la descripción que tenían de Groenlandia. Finalmente, lograron dar con el camino de regreso. El relato de Bjarni y su derrotero provocó la curiosidad de Leif, el hijo de Eric el Rojo. Leif adquirió el barco de Bjarni bajo la intuición de que la nave misma sabía que ruta a tomar. Leif siguió el mismo curso que Bjarni y dio con Helluland, lo que hoy conocemos como Isla de Baffin. Encontró sus costas de poco valor ratificando el relato de su antecesor y al día siguiente zarpó camino a Markland, probablemente la actual costa de Labrador. Dos días más tarde avistó otra tierra a la que bautizó Vinland. Leif y sus vikingos decidieron pasar el invierno en la nueva tierra construyendo un asentamiento. Cuando mejoró el clima retornó a su hogar.
Otro hijo de Eric llamado Thorvald también compró la nave de Bjarni a su hermano Leif. También bajo la misma idea de que la nave los llevaría como un caballo que retorna a la querencia. Llegaron al asentamiento abandonado en Vinland y decidieron también pasar el invierno. Esta vez la expedición se encontró con los nativos a los que, con afán civilizador a la manera de de Mahieu, llamaron skraelings, que algunos definen como “bárbaros” y otros llanamente como “los feos”.
En síntesis, no hubo una buena relación entre los skraelings y los vikings al punto que luego del tercer intento de asentamiento los islandeses decidieron que era más saludable regresar a su fría isla del Norte. Hasta aquí lo que se sabe de los vikingos en América.
Si de Mahieu buscaba descendientes de guaraníes y vikingos no tenía necesidad de ir muy lejos. A pocos kilómetros de su casa en Ciudad Evita vivía Jorge Luis Borges. Al mismo tiempo que el francés publicaba La Agonía del Dios Sol en 1977, la revista Gente lanzaba un especial del escritor argentino con un apartado a doble página llamado La sangre vikinga de Borges. Allí aparece un gran árbol genealógico que comienza con Olaf, el leñador “descendiente de los reyes sagrados de Upsala, considerados encarnación de la madre tierra Nerta”, seguido por Halfdan, el de las piernas blancas, Eystein, el fuerte, Halfdan, el avaro, Godofredo, el orgulloso y así. Como si de orden jerárquico se tratase, el semanario deja para dos páginas más tarde la sección La sangre india de Borges donde describe que el polígrafo desciende por otra rama del adelantado Domingo Martínez de Irala y de Leonor Mokirasé, hija de un cacique guaraní.
Borges no daba mayor importancia a su descendencia indígena, prefería, como sabemos, aprender el Old Norse de las sagas que adentrarse en la mitología tupi guaraní. Cuestión de gustos. Sin embargo, contrario a lo que se podría pensar hay algunos puntos en común entre el ex director de la Escuela de Formación Política del Partido Peronista y el ex director de la Biblioteca Nacional. Solo tendríamos que modificar el título de vikingos por el de españoles y criollos para justificar la matanza de los naturales en pos de la civilización.
En su ensayo Revolución Libertadora. Indios y cabecitas negras el historiador Mario Tesler cita un reportaje hecho a Borges en la revista Siete Días de abril de 1973. Nuestro escritor dice:
Borges. —La guerra contra los indios fue muy cruel de ambos lados. Pero los españoles primero, y los que conquistaron el desierto después, representaban la cultura.
Periodista: —¿Y usted cree que los conquistadores trataron de transmitir esa cultura?
B.—No, puesto que ellos mismos tenían poca cultura. Pero de cualquier manera tenían más que los indios, que no tenían ninguna.
P.—¿Entonces usted plantea el problema en términos de cultura o incultura?
B. —Sí, creo que sí. Como dijo Sarmiento: civilización y barbarie…
P. —Entonces existiría una violencia permitida (por ejemplo la que se empleo contra los indios) y otra condenable como la que adjudica a sus enemigos?
B.—Si la violencia se utiliza en nombre de la cultura, la admito. Si no, no. Por eso creo que, con todo, los soldados de la conquista del desierto peleaban por una cosa más justa que los indios, que lo hacían por nada. Pero, me pregunto, ¿Por qué insisten tanto en un tema tan exótico como el de los indios? ¡Ustedes parecen bolivianos!
Tesler en otra parte de su breve aunque sustancioso estudio añade algunos conceptos de Alicia Jurado vertidos alguna vez en el diario La Prensa: “… el logro de la cultura auténtica en los individuos con vocación para conseguirla, cuyo reducido número podría acrecentarse, quizá, si tuviéramos un poco menos de miedo a ser colonizados por Bach, Shakespeare o por Miguel Ángel, y nos dedicásemos con un poco menos de fervor en la adoración de la Pacha Mama.”
Curiosamente, Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo, más conocida como Victoria Ocampo, compartía con Borges parte del mismo árbol genealógico. Ella también era descendiente de Irala y de otra nieta de caciques llamada Agueda Tamboay. La autora Marta de París en su libro Perfil Guaraní de Victoria Ocampo nos dice “Sin duda aquel legado telúrico ordenó sus vidas [la de Borges y la de Victoria Ocampo], con ademán perseverante revelándoles los secretos laberintos de nuestra América”. En este párrafo es el “sin duda” el que nos hace dudar. De París nos dice que Victoria Ocampo sintió “nostálgica ansiedad” de volver a su “cimiento etnográfico”. En este seminal año de 1977, tan rico en vikingos y tan oscuro para el país, Victoria Ocampo asume su cargo como primera mujer en la Academia Argentina de Letras (recordemos que de Mahieu ocupó un sitial 25 años antes). En su discurso de recepción Ocampo invoca a su antepasada: “simpatizo más con Agueda que es con quien podría tratar de igual a igual” que con — nos aclara— su padre, don Martínez de Irala o con su jefe, don Pedro de Mendoza. “Este no es un desplante demagógico —asegura la escritora y fundadora de Sur— ignoro la demagogia y la pedantería, en mi calidad de mujer es para mí un desquite y un lujo poder invitar a esta recepción de la Academia a mi antepasada guaraní […]. No porque mereciera como las otras entrar en cualquier Academia de Letras, sino porque a mi vez yo reconozco a Agueda”. Bien por Ocampo. Ahora, hay que decir que en el largo escaneo de los índices de Sur en sus 60 años de existencia se nos escapa de la vista temarios alrededor de Agueda o nada que se le acerque a la cultura guaraní y que el tardío homenaje de Ocampo a su antepasada tiene más de recurso oratorio que de “signo de un ordenamiento inmanente de la América” como nos asegura la ensayista que la estudia.