La historia de amor entre Federico García Lorca y Rafael Rodríguez Rapún parece, por su intenso apasionamiento y trágica belleza, salida del argumento o de las páginas de una obra de teatro del genial poeta andaluz. Antes de conocer a Lorca, Rapún eran tan solo un estudiante de ingeniería de minas, un socialista convencido y un futbolista de cabellos ensortijados que destacaba entre los juveniles del Atlético de Madrid.
Fascinado por el teatro, Rapún conoce a Lorca en 1933 y deviene secretario de la compañía teatral La Barraca y amigo íntimo del dramaturgo que se encandila inmediatamente con la apostura física del joven (“tu hermosura me quema”). E imprevistamente, el propio Rafael se ve envuelto en un espiral de pasión por Federico similar al que Leonardo tiene con la novia en “Bodas de sangre” y se convierte en su amante y último amor. Según destaca Modesto Higueras, actor y director teatral y amigo de Lorca: “A Rafael le gustaban las mujeres más que chuparse los dedos, pero estaba cogido en esa red. No cogido, inmerso en Federico. Después se quería escapar, pero no podía… Fue tremendo”.
Probablemente, los amores entre una marica declarada y un joven deportista (el de las tres R según lo llamaba Lorca) que no se consideraba homosexual y que quería reprimir sus deseos homoeróticos, habrá tenido todas las dificultades imaginables en una relación de esas características y habrán causado más de una pena y enojo en la pareja. Aunque también dejaron como saldo positivo para la literatura universal, los inolvidables “Poemas del amor oscuro” de Lorca.
Pero lo que eleva ese amor a una tragedia a la altura de “Bodas de sangre” o “La casa de Bernarda Alba”, es el advenimiento de la guerra. Tras el fusilamiento de Lorca y, en lo que parece un acto suicida o de autopunición, Rafael se alista voluntariamente en el ejército del Norte para defender la República.
Tras ser víctima de un ataque aéreo y una bomba que cae a su lado, Rapún resulta gravemente herido y muere en el hospital militar de Santander el 18 de agosto de 1937. El hecho de que se trate exactamente de la misma fecha, un año después del brutal asesinato de Federico, asemeja sendas muertes en términos poéticos, y metafísicos a las del Novio y Leonardo de “Bodas de sangre” (esos amantes metafóricos que se acoplan bajo la luz de la luna y se hunden el fálico cuchillo entre las carnes en la cópula del duelo) o mejor, a la de los muchachos amantes que mueren juntos en “El público”, esa especie de versión gay de Romeo y Julieta que escribió Lorca y que solo se conoció de manera póstuma. En todo caso, fue la manera de Rafael de recuperar a Federico.
Inspirado por esta historia, el dramaturgo Alberto Conejero imaginó “La piedra oscura”, una obra de teatro que reúne a Rafael Rodríguez Rapún (Martín Urbaneja) con un personaje ficticio: Sebastián (Iván Hochman), un sensible soldado franquista aficionado a la música que custodia al republicano gravemente herido en el Hospital Militar a la espera de ser fusilado.
Urbaneja descolla como el agónico muchacho (agonía por los amores desventurados y por la utopía republicana que se escapa de entre las manos) en un trabajo actoral que le exige poner intensamente el cuerpo a la vez que desgrana con maestría las palabras de amor que hubiera querido -y no le dijo- a Lorca.
A su vez, Hochman acompaña y transmite atormentada ternura como el desprotegido y confundido joven que devino improvisado franquista tras la muerte de su madre en un bombardeo. En lo que evidencia el profundo trabajo de dirección de Alejandro Giles, la tensión erótica entre los soldados de diferentes bandos (una vez más, la referencia a Leonardo y el Novio de “Bodas…”) aparece de manera sutil y muy bien manejada por los intérpretes y se respira en el aire como una pasión que no osa decir su nombre.
No solo por su ubicuidad en una prisión, la obra de Conejero presenta ciertas reminiscencias a “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig. También porque Rapún le pide a Sebastián una misión cuasi política: recuperar dos obras de Lorca para que trasciendan a la posteridad: “El público” y “La piedra oscura”. Esa acción posibilitaría también que el nombre de Rapún perdure en la memoria, que su vida no haya sido en vano. Porque tal como afirma el protagonista, en una frase que adquiere particular resonancia e importancia política- afectiva en Argentina: “Nadie puede desaparecer del todo ¿verdad?”.
La referencia a “El beso de la mujer araña” en versión musical aparece también por la figura intermediaria de la mujer encarnada en Milagros Almeida. Se trata, en este caso, de una estereotípica mujer lorquiana (que actúa a manera de coro que anticipa la tragedia y de Madre (la madre doliente de los muchachos, la Madre omnipresente, poderosa y fantasmática recurrente en Lorca y la Madre por antonomasia, la Virgen María y la Madre de Plaza de Mayo) que entona con delicadeza y profunda belleza “La nana de Sevilla”, canción popular adaptada por Lorca, y otra canción compuesta por Braian Arévalo para la obra.
“La piedra oscura” se erige como una obra fundamental para el presente argentino, no solo porque recupera una historia de amor gay en tiempos de injurias presidenciales a la comunidad LGTBIQ+, sino también porque habla de la lucha contra el poder que es la lucha de la memoria contra el olvido. Y también, porque se centra en las resistencias y las estrategias de los sobrevivientes para que los desaparecidos por cualquier forma de fascismo (a 84 años de su crimen, el destino del cuerpo de Lorca es una incógnita) encuentren su lugar en la Historia.
“La piedra oscura” de Alberto Conejero. Dirección: Alejandro Giles. Con Martin Urbaneja, Iván Hochman, Milagros Almeida. Vestuario y Escenografía: Julio Suárez. Iluminación: Félix “Chango” Monti y Magdalena Ripa Alsina. Música original y Sonido: Braian Arévalo. Sala: Teatro San Martín (Corrientes 1530) Sala Cunill Cabanellas. Funciones: miércoles a domingos, a las 19.30.